Margioni BERMÚDEZ 22 de mayo de 2019
Judith sufre porque sus hijos pasan
hambre; Isabel teme no hallar medicamentos para su bebé; Elizabeth siente que
ha criado a sus niños en una “burbuja”. Se tenga o no dinero, la crisis de
Venezuela reparte angustias para todos.
Aquí
los testimonios de tres madres -con marcados contrastes sociales- sobre cómo
viven sus familias la peor debacle que haya conocido el país petrolero en su
historia moderna.
“Haciendo milagros”
De
niña quería ser arquitecta, pero Judith Saracual fue madre muy joven. A sus 45
años tiene cinco hijos.
En un
endeble rancho, al borde de un cerro de Caracas, peina a sus hijas menores para
enviarlas al colegio.
Quiere
que salgan de la pobreza, que golpeaba a 51% de los hogares y obligaba a un
cuarto de la población a ingerir dos o menos comidas diarias en 2018, según un
estudio de las principales universidades del país.
En un
viejo colchón tendido sobre cajas de refresco vacías, las niñas de nueve y once
años planchan el uniforme. Se resiste a que dejen de estudiar, aunque muchas
veces se vayan sin comer.
“Estamos
haciendo milagros para sobrevivir”, relata la delgada y
envejecida mujer.
En el
hogar faltan paredes y el techo está lleno de agujeros y abolladuras. En un
refrigerador dañado y sin puerta almacena botellas de agua y un puñado de
frijoles y harina. “Llevamos 12 años viviendo como nómadas”,
afirma.
En el
reducido espacio en Petare, la favela más grande de Venezuela, crían un pollo
dentro de una jaula. Eran dos, el otro se lo comieron aún pequeño. “Teníamos
hambre”, dice.
Junto
con su esposo se ganan la vida cuidando motos en un centro comercial, pero con
una inflación que según el FMI trepará a 10.000.000% en 2019, el dinero se
evapora. Los bonos y mercados que entrega el gobierno resultan insuficientes.
Su
hija mayor quiere ser maestra, la otra diseñadora y la más pequeña, doctora. Lo
más difícil para alcanzar sus metas “es la alimentación”, sostiene
Judith.
“A lo mejor me toca irme”
Tener
poder adquisitivo no basta para vivir bien en Venezuela. Isabel Dávila, de 31
años, lo supo cuando su pequeña enfermó y tuvo que peregrinar por farmacias de
Caracas buscando medicinas, escasas hasta en 85% según gremios.
Vive
con su esposo, su hija de un año y su perro “Orión”, un Yorkshire
Terrier, en una zona de clase media.
“Mi
mayor temor es que mi hija pueda morir por falta de medicamentos (…), es una de
las cosas que nos impulsaría a irnos”, dice sobre la perspectiva de
sumarse a los tres millones de venezolanos que según la ONU emigraron desde
2015 por la crisis.
Desde
su impecable apartamento con pisos y paredes blancas, se aprecia una panorámica
del Ávila, imponente montaña que bordea Caracas.
Contadora
y maquilladora profesional, confiesa que también la agobia la inseguridad, que
ubica al país entre los más violentos de la región con una tasa de 89
homicidios por cada 100.000 habitantes en 2018, según oenegés, aunque el
gobierno de Nicolás Maduro reporta una media de 30 por cada 100.000.
Sus
salidas se limitan al parque del edificio, donde interactúa con los dueños de
otras mascotas. “Vives en zozobra y eso te afecta emocionalmente”,
comenta.
Ni
ella, ni su esposo, quieren formar parte de la diáspora. “Amamos el
país, pero por nuestra hija nos va a tocar”, reflexiona.
“Criados en una burbuja”
Propietaria
de una empresa turística, Elizabeth Klar, de 48 años, vive los efectos de cinco
años de contracción económica con el dramático descenso de sus clientes, pero
su mayor preocupación es la seguridad de sus hijos de 16, 14 y 12 años.
“Siento
que tuve que criarlos en una burbuja”, confiesa desde su amplia
casa en una exclusiva zona de Caracas.
Su
recreación, por lo general, es en clubes privados. Es parte de la “burbuja”,
admite.
Su
otro espacio seguro es la casa. Por las tardes, tras la escuela, los chicos
preparan galletas o maíz inflado de merienda.
“Mis
hijos no se aburren, siempre tienen un plan”, cuenta Elizabeth, que
decoró su casa con artesanías indígenas adquiridas durante sus viajes por
Venezuela. “Es un espacio zen”, bromea.
Sus
hijos estudian en un colegio internacional y hablan italiano, español e inglés.
Elizabeth
trata de inculcarles sensibilidad. Un ejemplo es la adopción de “Capitán”,
un perro mestizo que juguetea feliz en un patio tapizado por césped y grandes
árboles.
“Mi
mayor temor es su seguridad, que si salen a la calle les pase algo, y esa es
una lotería muy fácil de ganar”, lamenta.
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