Francisco Fernández-Carvajal 21 de mayo de 2019
—
Jesucristo es la vid verdadera. La vida divina en el alma.
— «Jesús
nos poda para que demos más fruto». Sentido del dolor y de la mortificación. La
Confesión frecuente.
—
Unión con Cristo. El apostolado, «sobreabundancia de la vida interior». El
sarmiento seco.
I. Yo
soy la verdadera vid, y vosotros los sarmientos; el que permanece en mí, y yo
en él, ése da fruto abundante, leemos en el Evangelio de la
Misa1.
El
pueblo elegido había sido comparado con frecuencia, por su ingratitud, a una
viña; así, se habla de la ruina y restauración de la viña arrancada de Egipto y
plantada en otra tierra2;
en otra ocasión, Isaías expresa la queja del Señor porque su viña, después de
incontables cuidados, esperando que le daría uvas le dio agrazones,
uvas amargas3. También Jesús utilizó la imagen de la viña para significar el
rechazo de los judíos al Mesías y la llamada a los gentiles4.
Pero
aquí el Señor emplea la imagen de la vid y de los sarmientos en un sentido
totalmente nuevo. Cristo es la verdadera vid, que comunica su
propia vida a los sarmientos. Es la vida de la gracia que fluye de Cristo y se
comunica a todos los miembros de su Cuerpo, que es la Iglesia. Sin esa savia
nueva no producen ningún fruto porque están muertos, secos.
Es una
vida de tan alto valor, que Jesús derramó hasta la última gota de su sangre
para que nosotros pudiésemos recibirla. Todas sus palabras, acciones y milagros
nos introducen progresivamente en esta nueva vida, enseñándonos cómo nace y
crece en nosotros, cómo muere y cómo se nos restituye si la hemos perdido5. Yo
he venido, nos dice, para que tengan vida y la tengan en abundancia6. Permaneced
en mí y yo en vosotros7.
¡Nos
hace partícipes de la misma vida de Dios! El hombre, en el momento del
Bautismo, es transformado en lo más profundo de su ser, de tal modo que se
trata de una nueva generación, que nos hace hijos de Dios, hermanos de Cristo,
miembros de su cuerpo, que es la Iglesia. Esta vida es eterna, si no la
perdemos por el pecado mortal. La muerte ya no tiene verdadero poder sobre
quien la posea, que no morirá para siempre, cambiará de casa8,
para ir a morar definitivamente en el Cielo. Jesús quiere que sus hermanos
participen de lo que Él tiene en plenitud. «La vida que de la Trinidad adorable
se había derramado en su santa Humanidad se desborda de nuevo, se extiende y se
propaga. De la cabeza desciende a los miembros (...). La cepa y los sarmientos
forman un mismo ser, se nutren y obran juntamente, produciendo los mismos
frutos porque están alimentados por la misma savia»9.
Esto
os escribo, nos dice San Juan después de habernos narrado incontables
maravillas, para que conozcáis que tenéis la vida eterna10.
Esta vida nueva la recibimos o se fortalece de modo particular a través de los
sacramentos, que el Señor quiso instituir para que de una manera sencilla y
asequible pudiera llegar la Redención a todos los hombres. En estos siete
signos eficaces de la gracia encontramos a Cristo, el manantial de todas las
gracias. «Allí nos habla Él, nos perdona, nos conforta; allí nos santifica,
allí nos da el beso de la reconciliación y de la amistad; allí nos da sus
propios méritos y su propio poder; allí se nos da Él mismo»11.
II. Todo
sarmiento que en mí no da fruto lo corta, y todo el que da fruto lo poda para
que dé más fruto12.
El
cristiano que rompe con los canales por los que le llega la gracia –la oración
y los sacramentos– se queda sin alimento para su alma, y «esta acaba muriendo a
manos del pecado mortal, porque sus reservas se agotan y llega un momento en
que ni siquiera es necesaria una fuerte tentación para caer: se cae él solo
porque carece de fuerzas para mantenerse de pie. Se muere porque se le acaba la
vida. Pero si los canales de la gracia no están expeditos porque una montaña de
desgana, negligencia, pereza, comodidad, respetos humanos, influencias del
ambiente, prisas y otros quehaceres (...) los obstruye, entonces la vida del
alma va languideciendo y uno malvive hasta que acaba por morir. Y, desde luego,
su esterilidad es total, porque no da fruto alguno»13.
La
voluntad del Señor, sin embargo, es que demos fruto y lo demos en
abundancia14.
Por eso poda al sarmiento para que dé más fruto. Y dice Jesús a
continuación: Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he
hablado15. El Señor ha utilizado el mismo verbo para hablar de la poda
de los sarmientos y de la limpieza de sus discípulos. Al pie de la letra habría
que traducir: «A todo el que da fruto lo limpia para que dé más fruto»16.
Hemos
de decirle con sinceridad al Señor que estamos dispuestos a dejar que arranque
todo lo que en nosotros es un obstáculo a su acción: defectos del carácter,
apegamientos a nuestro criterio o a los bienes materiales, respetos humanos,
detalles de comodidad o de sensualidad... Aunque nos cueste, estamos decididos
a dejarnos limpiar de todo ese peso muerto, porque queremos dar más fruto de
santidad y de apostolado.
El
Señor nos limpia y purifica de muchas maneras. En ocasiones permitiendo
fracasos, enfermedades, difamaciones... «¿No has oído de labios del Maestro la
parábola de la vid y los sarmientos? —Consuélate: te exige, porque eres
sarmiento que da fruto... Y te poda, “ut fructum plus afferas” —para que des
más fruto.
»¡Claro!:
duele ese cortar, ese arrancar. Pero, luego, ¡qué lozanía en los frutos, qué
madurez en las obras!»17.
También
ha querido el Señor que tengamos muy a mano el sacramento de la Penitencia,
para que purifiquemos nuestras frecuentes faltas y pecados. La recepción
frecuente de este sacramento, con verdadero dolor de los pecados, está muy
relacionada con esa limpieza de alma necesaria para todo apostolado.
III. Como
el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así
tampoco vosotros si no permanecéis en mí18.
En el
trato personal con Jesucristo nos disponemos y aprendemos a ser eficaces, a
comprender, a estar alegres, a querer de verdad a los demás y a llevarlos más
cerca de Dios; a ser buenos cristianos, en definitiva. «Por tanto –comenta San
Agustín–, todos nosotros, unidos a Cristo nuestra Cabeza, somos fuertes, pero
separados de nuestra Cabeza no valemos para nada (...). Porque unidos a nuestra
cabeza somos vid; sin nuestra cabeza (...) somos sarmientos cortados,
destinados no al uso de los agricultores, sino al fuego. De aquí que Cristo
diga en el Evangelio: Sin mí no podéis hacer nada. ¡Oh Señor! Sin
ti nada, contigo todo (...). Sin nosotros Él puede mucho o, mejor, todo;
nosotros sin Él nada»19.
Son
muy diversos los frutos que el Señor espera de nosotros. Pero todo sería
inútil, como el intentar recoger buenos racimos de un sarmiento que quedó
desgajado de la cepa, si no tenemos vida de oración, si no estamos unidos al
Señor. «Mirad esos sarmientos repletos, porque participan de la savia del
tronco: solo así se han podido convertir en pulpa dulce y madura, que colmará
de alegría la vista y el corazón de la gente (Cfr. Sal 103,
15), aquellos minúsculos brotes de unos meses antes. En el suelo quedan quizá
unos palitroques sueltos, medio enterrados. Eran sarmientos también, pero
secos, agostados. Son el símbolo más gráfico de la esterilidad»20.
La
vida de unión con el Señor trasciende el ámbito personal y se manifiesta en el
modo de trabajar, en el trato con los demás, en las atenciones con la
familia..., en todo. De esa unidad con el Señor brota la riqueza apostólica,
pues «el apostolado, cualquiera que sea, es una sobreabundancia de la vida
interior»21. Ya que Cristo es «la fuente y origen de todo apostolado de
la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado de los laicos depende
de la unión vital que tengan con Cristo. Lo afirma el Señor: El que
permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer
nada. Esta vida de unión íntima con Cristo en la Iglesia se nutre con los
auxilios espirituales comunes a todos los fieles... Los laicos deben servirse
de estos auxilios de tal forma que, al cumplir debidamente sus obligaciones en
medio del mundo, en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen la
unión con Cristo de su vida privada, sino que crezcan intensamente en esa
unión, realizando sus tareas en conformidad con la Voluntad de Dios»22.
En
todas las facetas de la vida pasa lo mismo: «nadie da lo que no tiene». Solo
del árbol bueno se pueden recoger frutos buenos. «Los sarmientos de la vid son
de lo más despreciable si no están unidos a la cepa; y de lo más noble si lo
están (...). Si se cortan no sirven de nada, ni para el viñador ni para el
carpintero. Para los sarmientos una de dos: o la vid o el fuego. Si no están en
la vid, van al fuego; para no ir al fuego, que estén unidos a la vid»23.
¿Estamos
dando los frutos que el Señor esperaba de nosotros? A través de nuestro trato,
¿se han acercado nuestros amigos a Dios? ¿Hemos facilitado que alguno de ellos
se encamine al sacramento de la Confesión? ¿Damos frutos de paz y de alegría en
medio de quienes más tratamos cada día? Son preguntas que nos podrían ayudar a
concretar algún propósito antes de terminar nuestra oración. Y lo hacemos junto
a María, que nos dice: Como vid eché hermosos sarmientos, y mis flores
dieron sabrosos y ricos frutos24. El
que me halla a mí, halla la vida y alcanzará el favor de Yahvé25.
Ella es el camino corto por el que llegamos a Jesús, que nos llena de su vida
divina.
1 Jn 15,
1-8. —
2 Cfr. Sal 79. —
3 Cfr. Is 5, 1-5. —
4 Cfr. Mt 21, 33-34. —
5 Cfr. P.
M. de la Croix, Testimonio espiritual del Evangelio de San Juan,
Rialp, Madrid 1966, p. 141. —
6 Jn 10,
10. —
7 Jn 15,
4. —
8 Cfr. Misal
Romano, Prefacio de difuntos I. —
9 M.
V. Bernadot, De la Eucaristía a la Trinidad, Palabra,
Madrid 1976, pp. 12-13. —
10 1
Jn 5, 13. —
11 E.
Boylan, El amor supremo, Rialp, 3ª ed., Madrid 1963, p.
210. —
12 Jn 15,
2. —
13 F.
Suárez, La vid y los sarmientos, Rialp, 2ª ed., Madrid
1980, pp. 41-42. —
14 Cfr. Jn 15,
8. —
15 Jn 15,
3. —
16 Cfr. nota
a Jn 15, 2, en Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983. —
17 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 701. —
18 Jn 15,
4-6. —
19 San
Agustín, Comentario al Salmo 30, II, 1, 4. —
20 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios,
254. —
21 Ibídem,
239. —
22 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4. —
23 San
Agustín, Trat. Evangelio de San Juan, 81, 3. —
24 Eclo 24,
17.—
25 Prov 8,
35.
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