Francisco Fernández-Carvajal 26 de mayo de 2019
— Las
virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo.
— Los
siete dones. Su influencia en la vida cristiana.
—
Decenario al Espíritu Santo.
I. Vivimos
rodeados de regalos de Dios. Todo lo bueno que tenemos, las cualidades del alma
y del cuerpo..., todo son dones del Señor para que nos ayuden a ser felices en
esta vida y alcancemos con ellos el Cielo. Pero fue sobre todo en el momento de
nuestro Bautismo cuando nuestro Padre Dios nos llenó de bienes incontables.
Borró la mancha del pecado original en nuestra alma. Nos enriqueció con la
gracia santificante, por la que nos hacía partícipes de su misma vida divina y
nos constituía en hijos suyos. Nos hizo miembros de su Iglesia.
Junto
con la gracia, Dios adornó nuestra alma con las virtudes sobrenaturales y los
dones del Espíritu Santo. Las virtudes nos dan el poder, la capacidad de actuar
de una manera sobrenatural, de juzgar el mundo y los acontecimientos desde un
punto de vista más alto, desde la fe, y de portarnos como verdaderos hijos de
Dios. Nos dan la posibilidad de conocer íntimamente a Dios, de amarle como Él
se ama, y de realizar obras meritorias para la vida eterna. Bajo el influjo de
estas virtudes nuestro trabajo, aunque humanamente parezca de escaso relieve,
se convierte en un tesoro de méritos para el Cielo.
Las
virtudes sobrenaturales nos dan la capacidad, de manera semejante a
como las piernas nos permiten caminar y los ojos contemplar el mundo que nos
rodea. Con todo, no basta tener piernas para emprender un viaje, ni ojos para
contemplar un cuadro. Es necesaria la cooperación de nuestra libertad, nuestro
querer y nuestro esfuerzo para ponernos en camino en el caso del viaje, y poner
la atención necesaria para captar la belleza de un cuadro.
Los
dones del Espíritu Santo son un nuevo regalo que Dios otorga al alma para que
pueda realizar de modo más perfecto y como sin esfuerzo las obras buenas en las
que se manifiesta el amor a Dios, la santidad1:
presencia de Dios, caridad, ofrecimiento del trabajo, pequeñas mortificaciones
a lo largo del día.
El
alma es investida «de un aumento de fuerza, se hace apta para obedecer con
mayor facilidad y prontitud a la llamada y a los impulsos del Espíritu. Es
tanta la eficacia de estos dones, que conducen al hombre a las más altas cimas
de la santidad, y tanta su excelencia, que perseveran intactos, aunque más
perfectos, en el reino celestial. Merced a ellos, el Espíritu Santo nos mueve a
desear y nos empuja a conseguir las bienaventuranzas evangélicas, que son como
flores abiertas en la primavera, como indicio y presagio de la eterna
bienaventuranza»2.
Los
dones del Espíritu Santo van conformando nuestra vida según las maneras y modos
propios de un hijo de Dios, nos dan una finura y sensibilidad mayor para oír y
poner en práctica las mociones e inspiraciones del Paráclito, que así va
gobernando con prontitud y facilidad nuestra vida, que entonces se guía por el
querer de Dios, y no por nuestros gustos y caprichos.
Hoy le
pedimos al Espíritu Santo que doblegue en nosotros lo que es rígido,
particularmente la rigidez de la soberbia; que caliente en nosotros lo
que es frío, la tibieza en el trato con Dios; que enderece lo
extraviado3,
porque son muchos los apegamientos terrenos, el peso de los pecados pasados, la
flaqueza de la voluntad, la ignorancia de lo que en tantas ocasiones sería más
grato a Dios... De aquí provienen los fracasos y debilidades, los cansancios y
derrotas. Por eso, le pedimos en nuestra oración que arranque de nuestra alma
«el peso muerto, resto de todas las impurezas, que le hace pegarse al suelo
(...); para que suba hasta la Majestad de Dios, a fundirse en la llamarada viva
de Amor, que es Él»4.
II. Cuando
venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad,
que procede del Padre, él dará testimonio de mí5.
El Evangelio de la Misa recoge este nuevo anuncio del Señor, y la liturgia de
la Iglesia nos invita de muchas maneras a preparar nuestras almas a la acción
del Espíritu Santo.
La
lucha decidida contra todo pecado venial deliberado nos dispone para recibir la
luz y la protección del Paráclito a través de sus dones. La claridad que
recibimos en la inteligencia nos hace conocer y comprender las cosas divinas;
la ayuda que alcanza nuestra voluntad nos permite aprovechar con eficacia las
oportunidades de realizar el bien que se nos presentan cada día y rechazar las
tentaciones de todo aquello que nos alejaría de Dios.
El don
de inteligencia nos descubre con mayor claridad las riquezas de la fe;
el don de ciencia nos lleva a juzgar con rectitud de las cosas
creadas y a mantener nuestro corazón en Dios y en lo creado en la medida en que
nos lleve a Él; el don de sabiduría nos hace comprender la
maravilla insondable de Dios y nos impulsa a buscarle sobre todas las cosas y
en medio de nuestro trabajo y de nuestras obligaciones; el don de
consejo nos señala los caminos de la santidad, el querer de Dios en
nuestra vida diaria, nos anima a seguir la solución que más concuerda con la
gloria de Dios y el bien de los demás; el don de piedad nos
mueve a tratar a Dios con la confianza con la que un hijo trata a su Padre;
el don de fortaleza nos alienta continuamente y nos ayuda a
superar las dificultades que sin duda encontramos en nuestro caminar hacia
Dios; el don de temor nos induce a huir de las ocasiones de
pecar, a no ceder a la tentación, a evitar todo mal que pueda
contristar al Espíritu Santo6,
a temer radicalmente separarnos de Aquel a quien amamos y constituye nuestra
razón de ser y de vivir.
En
estos días en que nos preparamos para celebrar el envío solemne del Espíritu
Santo sobre la Iglesia, representada por los Apóstoles reunidos en el Cenáculo,
junto a Santa María, Madre de Dios, pedimos insistentemente que seamos dóciles
a la acción del Paráclito en nuestra alma y que no cese su acción y sus
inspiraciones sobre los hombres de esta época nuestra, «particularmente
sedienta del Espíritu Santo»7 y
tan necesitada de su protección y de su ayuda. Le decimos:
Ven,
Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz.
Ven,
padre de los pobres; ven dador de las gracias; ven, lumbre de los corazones
(...). Concede a tus fieles, que en Ti confían, tus siete sagrados dones. Dales
el mérito de la virtud, dales el puerto de la salvación, dales el eterno gozo8.
III. Para
aumentar la devoción al Espíritu Santo, empecemos por practicar las virtudes
humanas y cristianas, en el trabajo y en la convivencia diaria. Si el cristiano
«lucha por adquirir estas virtudes, su alma se dispone a recibir eficazmente la
gracia del Espíritu Santo (...). La Tercera Persona de la Trinidad Beatísima –dulce
huésped del alma (Secuencia Veni, Sancte Spiritus)– regala
sus dones: don de sabiduría, de entendimiento, de consejo, de fortaleza, de
ciencia, de piedad, de temor de Dios (Cfr. Is 11, 2)»9.
El
Espíritu Santo desea –como nunca podremos nosotros llegar a quererlo– darnos
sus dones en tal abundancia que formen un río impetuoso en nuestra vida
sobrenatural y que produzcan en nosotros sus admirables frutos. Solo espera que
quitemos los posibles obstáculos de nuestra alma, que le pidamos a Él mismo más
deseos de purificación, que le digamos desde lo más hondo: Ven,
Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego
de tu Amor. No desea otra cosa que llenarnos de su gracia y de sus
dones. Si vosotros –decía el Señor–, siendo malos,
sabéis dar buenos regalos a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial
dará el Espíritu Santo a los que le piden?10.
A lo
largo de estos días en los que preparamos la fiesta de Pentecostés debemos
rogar con humildad al Padre de las luces11 que
envíe a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual nos hace
exclamar: Abba! ¡Padre!12.
Debemos pedir a Cristo que, desde el seno del Padre, mande al que es
Consolador óptimo, dulce Huésped del alma, dulce refrigerio13.
En
el Decenario que comenzaremos después de la solemnidad de la
Ascensión, queremos disponernos para ser más dóciles a las gracias que
continuamente nos otorga el Paráclito. Pidámosle cada uno de sus dones para ser
buenos instrumentos suyos en la familia, en nuestras ocupaciones, en la
sociedad. «Camino seguro de humildad es meditar cómo, aun careciendo de
talento, de renombre y de fortuna, podemos ser instrumentos eficaces, si
acudimos al Espíritu Santo para que nos dispense sus dones.
»Los
Apóstoles, a pesar de haber sido instruidos por Jesús durante tres años,
huyeron despavoridos ante los enemigos de Cristo. Sin embargo, después de
Pentecostés, se dejaron azotar y encarcelar, y acabaron dando la vida en
testimonio de su fe»14.
Nuestra
fidelidad a las inspiraciones y gracias que recibimos del Espíritu Santo se concretará,
en muchas ocasiones, a la docilidad en la dirección espiritual, con un esfuerzo
diario para sacar adelante las metas y sugerencias que nos señalan.
Acercarse
a la Virgen, Esposa de Dios Espíritu Santo, es un modo seguro de disponer
nuestra alma a los nuevos dones que el Paráclito quiera darnos.
1 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 68, a. 1. —
León XIII,
Enc. Divinum illud munus, 9-V-1897, 12. —
3 Cfr. Secuencia
del Domingo de Pentecostés. —
4 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 886. —
5 Jn 15,
26. —
6 Ef 4,
30. —
7 Juan
Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979. —
8 Secuencia
de la Misa de Pentecostés. —
9 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 92. —
10 Lc 11,
13. —
11 Sant 1,
17. —
12 Gal 4,
6. —
13 Secuencia
de la Misa de Pentecostés. —
14 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 283.
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