Francisco Fernández-Carvajal 20 de mayo de 2019
— El
Señor comunica Su paz a los discípulos.
— La
paz verdadera es fruto del Espíritu Santo. Misión de pacificar el mundo,
comenzando por nuestra propia alma, la familia, el lugar de trabajo...
— Sembradores
de paz y de alegría.
I. El
Evangelio de la Misa recoge una de aquellas promesas que Jesús hizo a sus
discípulos más íntimos en la Última Cena, y que se verían realizadas después de
la Resurrección: La paz os dejo, mi paz os doy; no la doy yo como la da
el mundo1. Y más adelante, en la misma Cena, les repetirá: Os he
dicho esto para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación, pero
confiad: yo he vencido al mundo2.
Ahora, después de la Resurrección, Jesús se presenta delante de ellos y les
dice: Pax vobis!, la paz sea con vosotros3.
Pondría el Señor el acento entrañable de otras ocasiones. Y con este saludo
amigable quedaron disipados el temor y la vergüenza que pesaban sobre los
Apóstoles por haberse comportado con cobardía durante la Pasión. De esta forma
–a través del saludo, de su expresión acogedora– se ha vuelto a crear el
ambiente de intimidad en el que Jesús les comunica su propia paz.
Desear
la paz era la forma usual de saludo entre los hebreos. Y ese mismo saludo lo
siguieron usando los Apóstoles, según vemos por sus cartas4,
y los primeros cristianos, como han dejado constancia en muchas inscripciones.
La Iglesia lo utiliza en la liturgia en determinadas ocasiones; por ejemplo,
antes de la Comunión el celebrante desea a los presentes la paz, condición para
participar dignamente del Santo Sacrificio5. Pax
Domini, la Paz del Señor.
A lo
largo de los siglos los cristianos supieron poner una intención más honda en
las mismas fórmulas de saludo, impregnándolas de sentido sobrenatural, que
calaron hondamente en el pueblo y han sido durante generaciones vehículo para
hacer el bien y signo externo de una sociedad que tenía el corazón cristiano.
En nuestros días parece que se va perdiendo esa huella de Dios en el saludo
habitual. Sin embargo, nos puede ser de gran utilidad para la propia vida
interior poner un especial empeño en mantener y vivificar el sentido cristiano
del saludo y de las despedidas; eso contribuirá a mantener la presencia de Dios
en nuestras vidas.
Si nos
acostumbramos, por ejemplo, a saludar al Ángel Custodio de la persona con quien
nos encontramos, podremos con facilidad y sencillez dar mayor elevación al
trato con los demás. Será consecuencia de la presencia de Dios que llevamos en
el alma. No perdamos el sentido sobrenatural en lo habitual de cada día: «Y
les dijo: Paz a vosotros. Nos debería dar vergüenza –decía San Gregorio
Nacianceno– prescindir del saludo de la paz, que el Señor nos dejó cuando iba a
dejar este mundo»6.
Sea cual sea nuestro saludo habitual, siempre puede ser motivo para vivir mejor
la fraternidad con los demás, para rezar por aquellas personas y darles paz y
alegría, como hizo el Señor con sus discípulos.
«En
cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre (Lc 1,
44) (...). El sobresalto de alegría que sintió Isabel, subraya el don que puede
encerrarse en un simple saludo cuando parte de un corazón lleno de Dios.
¡Cuántas veces las tinieblas de la soledad, que oprimen a un alma, pueden ser
desgarradas por el rayo luminoso de una sonrisa o de una palabra amable!»7.
II. El
saludo ordinario del pueblo hebreo recobra en boca del Señor su sentido más
profundo, pues la paz era uno de los dones mesiánicos por excelencia8.
Con frecuencia despedía a quienes había hecho algún bien con estas
palabras: Vete en paz9.
A los discípulos les encarga una misión de paz. En la casa en que
entréis decid primero: paz a esta casa10.
El
desear la paz a los demás, el promoverla a nuestro alrededor es un gran bien
humano, y cuando está animado por la caridad es también un gran bien
sobrenatural. El tener paz en nuestra alma –condición para poder comunicarla–
es señal cierta de que Dios está cerca de nosotros; es además un fruto del
Espíritu Santo11.
San Pablo exhortaba con frecuencia a los primeros cristianos a vivir con paz y
alegría: alegraos (...), vivid en paz y el Dios de la caridad estará
con vosotros12.
La paz
verdadera es fruto de la santidad, del amor a Dios, de la lucha que supone el
no dejar que se apague este amor por nuestras tendencias desordenadas y por
nuestros pecados. Cuando se ama a Dios, el alma se convierte en un árbol bueno
que se da a conocer por sus frutos. Las acciones que lleva a cabo revelan la
presencia del Paráclito y, en cuanto causan un gozo espiritual, se llaman
frutos del Espíritu Santo13.
Uno de estos frutos es la paz de Dios que supera todo conocimiento14,
la misma que Jesucristo deseó a los Apóstoles y a los cristianos de todos los
tiempos. «Cuando Dios te visite sentirás la verdad de aquellos saludos: la paz
os doy..., la paz os dejo..., la paz sea con vosotros..., y esto, en medio de
la tribulación»15.
La paz
verdadera es la «tranquilidad en el orden»16;
orden entre Dios y nosotros, orden entre nosotros y los demás. Si mantenemos
ese orden tendremos paz y podremos comunicarla. El orden con Dios supone el
deseo firme de desterrar de nuestra vida todo pecado, y el de poner a Cristo
como centro de nuestra existencia. El orden con los demás lleva en primer lugar
a vivir esmeradamente las relaciones de justicia (en las obras, en las
palabras, en los juicios), pues la paz es obra de la justicia17.
Y más allá de la justicia, la misericordia, que nos moverá en tantas ocasiones
a ayudar, a consolar, a sostener a quienes lo necesitan. «Donde hay amor a la
justicia, donde existe respeto a la dignidad de la persona humana, donde no se
busca el propio capricho o la propia utilidad, sino el servicio a Dios y a los hombres,
allí se encuentra la paz»18.
El
Señor nos ha dejado la misión de pacificar la tierra, comenzando por poner paz
en nuestra alma, en la familia, en el lugar donde trabajamos... Contribuiremos
eficazmente a que cesen rencores y discordias, a crear un clima de colaboración
y de entendimiento mutuo. La paz en una familia, en una comunidad del tipo que
sea, no consiste en la mera ausencia de riñas y de disputas, lo que en
ocasiones podría ser solo un signo de indiferencia mutua. La paz consiste en la
armonía que lleva a colaborar en proyectos y en intereses comunes; la paz
verdadera lleva a preocuparnos de los demás, de sus proyectos, de sus
intereses, de sus penas.
El Señor
desea que fomentemos en nuestro corazón grandes deseos de paz y de concordia en
medio de este mundo que parece alejarse cada vez más de esta paz, porque los
hombres en ocasiones no quieren tener a Dios en su corazón. A nosotros los
cristianos nos pide que dejemos paz y alegría allí por donde pasemos.
III. Cristo
es nuestra paz19.
Desde hace veinte siglos nos repite: la paz os dejo, mi paz os doy.
Nos lo dice a cada uno para que con nuestra vida lo pregonemos por todo el
mundo, por ese mundo, quizá pequeño, en el que cada día se desenvuelve nuestra
existencia.
La
vida de los primeros cristianos ayudó a muchos a encontrar el sentido de su
existencia. Llevaron la paz a la familia y a la sociedad en la que se
desenvolvía su vida. En muchas inscripciones de aquella época se puede
encontrar el saludo con que invocaban y se deseaban la paz. Esta paz, que es de
Dios, permanecerá en la tierra mientras haya hombres de buena voluntad20.
Una buena parte de nuestro apostolado consistirá en llevar la serenidad y la
alegría a las personas que nos rodean; con más urgencia cuanto mayor sea la
inquietud y la tristeza que encontremos a nuestro paso. «Deber de cada
cristiano es llevar la paz y la felicidad por los distintos ambientes de la tierra,
en una cruzada de reciedumbre y de alegría, que remueva hasta los corazones
mustios y podridos, y los levante hacia Él»21.
Los
demás deberían recordar a cada cristiano como a un hombre, a una mujer, que
–aunque tuvo sufrimientos y pruebas como los demás– ofreció al mundo una imagen
sonriente y sacrificada, amable y serena, porque vivió como un hijo de Dios.
Este puede ser el propósito de nuestra oración de hoy: «Que nadie lea tristeza
ni dolor en tu cara, cuando difundes por el ambiente del mundo el aroma de tu
sacrificio: los hijos de Dios han de ser siempre sembradores de paz y de
alegría»22. Esto solo es posible cuando somos conscientes de nuestra
filiación divina.
El
sabernos hijos de Dios nos dará paz firme, no sujeta a los vaivenes del
sentimiento o de los incidentes de cada día, serenidad y firmeza, que tanto
necesitamos. Mantener esta disposición abierta y amigable ante los demás nos
incitará a luchar seriamente contra las posibles antipatías, que tienen su
fundamento en una visión poco sobrenatural de las personas; contra las
asperezas del carácter, que quitan la paz del ambiente y que indican falta de
mortificación; contra el egoísmo; contra la comodidad..., que son obstáculos
serios para la amistad y para el apostolado.
El
deseo sincero de paz que el Señor pone en nuestro corazón nos debe llevar a
evitar absolutamente todo aquello que causa división y desasosiego: los juicios
negativos sobre los demás, las murmuraciones, las críticas, las quejas.
Acudamos
a la Virgen, nuestra Madre, para no perder nunca la alegría y serenidad. «Santa
María es –así la invoca la Iglesia– la Reina de la paz. Por eso, cuando se
alborota tu alma, el ambiente familiar o el profesional, la convivencia en la
sociedad o entre los pueblos, no ceses de aclamarla con ese título: “Regina
pacis, ora pro nobis!” –Reina de la paz, ¡ruega por nosotros! ¿Has probado, al
menos, cuando pierdes la tranquilidad?...–. Te sorprenderás de su inmediata
eficacia»23.
1 Jn 14,
27. —
2 Jn 16,
33. —
3 Jn 20,
19-21. —
4 Cfr 1 Pdr 1, 3; Rom 1,
7. —
5 Cfr. Mt 5, 23. —
6 San
Gregorio Nacianceno, en Catena Aurea, vol. VI, p. 545.
—
7 Juan
Pablo II, Hom. Roma, 11-II-1981. —
8 Cfr. Is 9, 7; Miq 5,
5. —
9 Cfr. Lc 7, 50; 8, 48. —
10 Lc 10, 5. —
11 Gal 5, 22. —
12 2 Cor 13, 11. —
13 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 70, a. 1. —
14 Flp 4,
7. —
15 San
Josemaría Escrivá, Cfr. Camino, n. 258. —
16 San
Agustín, La Ciudad de Dios, 19, 13, 1.
—
17 Is 32,
17. —
18 A.
del Portillo, Homilía, 30-III-1985. —
19 Ef 2,
14. —
20 Lc 2,
14. —
21 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 92. —
22 Ibídem,
n. 59. —
23 Ibídem,
n. 874.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico