Américo Martín 23 de mayo de 2019
La
negociación que se habría celebrado en Noruega resultó cuando menos discutible.
¿Acaso habrá sido un fantasma de la imaginación, quizá con la perversa
intención de asociar con la impotencia a Juan Guaidó y a los diputados de la
–fuera de serie– Asamblea Nacional? La iniciativa partió del solidario gobierno
de Noruega y por supuesto merecía ser atendida como lo fue. Guaidó precisó que
no se prestarían a una negociación falsa. Se supone pues que el régimen tiene
que aceptar la realidad sin intentar malearla con alusiones equívocas. Y la
realidad es que la negociación aceptable es la que se basa en agenda seria y
completa y supervisión internacional eficaz.
Las
invasiones, las insurrecciones militares, los golpes de estado en nombre de los
cuales se destruyen reputaciones, se rebaja la estatura de líderes
sobresalientes, se siembran dudas sobre probidad, moral o intenciones de
opositores con criterio propio y distinto, confluyen en el tema de la
“negociación” y las secretas conspiraciones que se esconderían tras ellas,
según pregonan con guiños socarrones los que conocen cosas que ignoramos los
demás. La opción parece ser guerra o guerra.
Dadas
las complejidades de la tragedia venezolana, ya nada es descartable, ni
siquiera los desenlaces bélicos que algunos anuncian con pífanos, como si una
guerra fuera motivo de orgullo o de alegría. No obstante, las masivas
violaciones a los DDHH y el lenguaje sobrancero y provocador de los altos
funcionarios del poder, los atentados homicidas de colectivos y paramilitares
alentados desde la cúpula revolucionaria, riegan la metástasis de nuestro
maltratado país, derramándola más allá de sus fronteras. Por eso estoy
consciente de que los desenlaces bélicos realmente pueden estallar.
Se
condena a Chamberlain por qué no pudo calmar la ferocidad de la bestia. Se le
tachó de “apaciguador” y en efecto lo fue desde que aceptó el despojo por
Hitler de los sudetes checoslovacos, pero su principal crítico, Churchill, era
un prodigio de inteligencia que supo distinguir entre el grave error político
de Chamberlain y su empeño de evitar una guerra atroz que destruiría millones
de almas. Lo trató con nobleza y respeto. ¡Claro, era Churchill!
El
caso es que si esa negociación no pudo con un fanático obsesionado contra las
democracias occidentales, otras lograron éxitos decisivos. Stalin, no menos
diabólico que Hitler, pactó mansamente con EEUU y Gran Bretaña para sellar la
derrota del eje nazi-fascista. Y en tiempos recientes se negocian sin dejarse
arrastrar por el odio –así sea legítimo– o por un eticismo de ornato. No toda
negociación con tiranos es negativa. Es más, puede ser efectiva por eso mismo,
porque son los que deciden a su aire.
Lo que
cuenta en las negociaciones es la fuerza y la necesidad manejadas por el
talento. Si las partes se sientan a negociar es porque no tienen más remedio.
Y ese
es el punto. No hay que recibir como una maldición estas posibilidades
Maldición
sería desaprovecharlas por falta de talento, fuerza e imaginación. Es lo que
debe esperarse del Presidente Guaidó y la Asamblea Nacional. Tan malo como
descartar de plano es aceptar lo que se dé, tipo Chamberlain.
¿Puede
haber paz democrática sin jinetes del apocalipsis? La iniciativa noruega sigue
en curso. Ojalá se vislumbre un horizonte irisado que nos salve del horror e
impulse un cambio democrático hacia la libertad y la prosperidad.
¡Así
son las cosas! repetía mi amigo Oscar Yánez. No tan buenas ni tan malas como
parecen, agrego yo. Las grandes decisiones se toman en el helado cerebro, y no
en el ardiente corazón.
Américo
Martín
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