Guillaume DECAMME 29 de mayo de 2019
“En mi maleta llevo toda mi vida”, resopla
Norbert, mientras señala su equipaje y las lágrimas le resbalan por las
mejillas. En apenas 100 metros, abandonará su país y alcanzará su tierra
prometida, Colombia.
Norbert
se irrita cuando se le pregunta por qué deja todo atrás, justo antes de cruzar
el puente sobre el río Táchira, que marca la frontera entre Venezuela y
Colombia, en teoría cerrada desde hace tres meses.
“¿Pero
no ves lo que está pasando aquí, chamo?”, pregunta. “Lo que gana usted aquí no
alcanza para nada. Gano 65.000 bolívares y un cartón de (30) huevos vale 30.000
bolívares y un kilo de carne 20.000”, dice Norbert, que va a reunirse con
familiares en Bogotá.
Todos
los días, decenas de venezolanos emprenden el mismo camino sin retorno a la
vista, atravesando el límite de San Antonio del Táchira, un pueblo venezolano
cuyo encanto principal es ser vecino a Colombia.
Según
Naciones Unidas, desde 2015 tres millones de venezolanos huyeron de la peor
crisis económica y política de la historia reciente del país con las mayores
reservas petroleras del mundo.
Las
autoridades colombianas estiman que 1,3 millones se encuentran en su
territorio.
En San
Antonio y a lo largo de la frontera con Colombia -de unos 2.200 km- la
hemorragia migratoria es solo una parte de la difícil cotidianidad.
El
fronterizo estado de Táchira concentra casi todos los males de Venezuela:
negocios no del todo legales, corrupción, miseria y violencia. Sus habitantes,
como la oposición venezolana y el gobierno colombiano, afirman que en esta
región se refugian miembros de la guerrilla colombiana del Ejército de
Liberación Nacional (ELN).
Oficialmente,
la frontera con Colombia está cerrada desde febrero por orden del presidente
venezolano Nicolás Maduro, quien impidió entonces la entrada de la ayuda humanitaria
que el opositor Juan Guaidó, reconocido como mandatario interino por medio
centenar de países, buscaba ingresar a Venezuela.
Pero
en la práctica, es un colador.
Tránsito asegurado
“Es
muy sencillo”, dice Mariela (nombre ficticio), habitante de San Antonio. La
Guardia Nacional, un cuerpo militarizado venezolano, deja “pasar a los ancianos
que van a curarse allá en Colombia y a los estudiantes también”.
“Si le
das 2.000 pesos (colombianos, unos 60 céntimos de dólar) al guardia te deja
pasar. O puedes ir por la trocha”, un paso ilegal, explica Mariela.
Un
poco más allá, María arrastra una bolsa de basura como equipaje. Viene desde la
capital venezolana, a 12 horas en autobús de San Antonio. “Cada 15 días vengo
de Caracas para comprar pañales, porque no se encuentran”, cuenta.
Desde
comienzos de año, los cortes de luz se multiplicaron en el país, cuyos
hospitales carecen de muchas medicinas. Caracas, hasta entonces privilegiada,
se quedó a oscuras durante varios días en marzo y volvió a tener interrupciones
en el suministro más tarde.
Táchira
y el vecino estado de Zulia, también fronterizo con Colombia, sufren escasez de
combustibles desde hace una semana.
Maduro
atribuye a Estados Unidos y sus sanciones un daño a la economía de 30.000
millones de dólares. Para la oposición, la crisis y la escasez de distintos
bienes y servicios básicos se debe a la negligencia y corrupción del gobierno.
Calles vacías
Si San
Antonio del Táchira bulle de gente, el panorama es otro en Ureña, 13 km al
norte y también conectada por un puente con una ciudad colombiana, Cúcuta.
Allí,
la crisis se ha ensañado con comercios y restaurantes. Calles enteras se ven
vacías sin los comerciantes ni los habitantes que hace unos años les daban
vida.
Una
residente, que prefiere anonimato, dice que las autoridades locales decretaron
un toque de queda a las 18H00 (22H00 GMT), según ella, debido a “las bandas
armadas y el ELN”. Imposible de confirmarlo en el terreno, pero la presencia de
guerrilleros en la región es denunciada por el ejército colombiano, aunque
negada por Caracas.
En
Ureña, el único movimiento está alrededor del puente fronterizo, donde pequeños
grupos de personas van y vienen entre los dos países. Una de ellas asegura que
también allí dar 2.000 pesos colombianos a un guardia venezolano sirven de
salvoconducto para pasar “sin problema”.
Lisa
(nombre cambiado) llega cargada de leche desde el lado colombiano, con su hija
de tres años y medio.
“Me da
miedo darle leche venezolana a la chama (niña)”, cuenta. “No hay luz y no hay
refrigeración, la leche se pone mala, pero te la venden igual”, lamenta.
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