Francisco Fernández-Carvajal 19 de mayo de 2019
— La
inhabitación de la Trinidad en el alma. Buscar a Dios en nosotros mismos.
—
Necesidad del recogimiento interior para tratar a Dios. Mortificación.
— El
trato con el Espíritu Santo.
I. El
Evangelio nos muestra con frecuencia la confianza que tenían los Apóstoles con
Jesús: le preguntan acerca de lo que no entienden y de aquellas cosas que les
resultan oscuras. El Evangelio de la Misa de hoy recoge una de estas preguntas
que, sobre todo al final de la vida del Señor, debieron de ser frecuentes.
El
Señor les ha dicho: El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es
el que me ama. Y el que me ama será amado por mi Padre y yo le amaré y yo mismo
me manifestaré a él1.
En tiempos del Señor, era creencia común entre los judíos que cuando llegara el
Mesías se manifestaría a todo el mundo como Rey y Salvador2.
Los Apóstoles han entendido las palabras de Jesús como referidas a ellos, a los
íntimos, a los que le aman. Judas Tadeo –que ha comprendido bien la enseñanza–
le pregunta: Señor, ¿y qué ha pasado para que tú te vayas a manifestar
a nosotros y no al mundo?
En el
Antiguo Testamento Dios se había manifestado en diversas ocasiones y de
diversos modos, y había prometido que habitaría en medio de su pueblo3.
Pero aquí el Señor se refiere a una presencia muy distinta: es la presencia en
cada persona que le ame, que esté en gracia. Si alguno me ama, guardará
mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él4.
¡Es la presencia de la Trinidad en el alma que haya renacido por la gracia!
Esta será una de las enseñanzas fundamentales para la vida cristiana, repetida
por San Pablo: Porque vosotros sois templos de Dios vivo5,
dice a los primeros cristianos de Corinto.
San
Juan de la Cruz, citando este pasaje, comenta: «¿Qué más quieres, ¡oh alma!, y
qué más buscas fuera de ti, pues dentro de ti tienes tus riquezas, tus
deleites, tu satisfacción (...), tu Amado, a quien desea y busca tu alma?
Gózate y alégrate en tu interior recogimiento con él, pues le tienes tan cerca»6.
Debemos
aprender a tratar cada vez más y mejor a Dios, que mora en nosotros. Nuestra
alma, por esa presencia divina, se convierte en un pequeño cielo. ¡Cuánto bien
nos puede hacer esta consideración! En el momento del Bautismo vinieron a
nuestra alma las tres Personas de la Beatísima Trinidad con el deseo de
permanecer más unidas a nuestra existencia de lo que puede estar el más íntimo
de los amigos. Esta presencia, del todo singular, solo se pierde por el pecado
mortal; pero los cristianos no debemos contentarnos con no perder a Dios:
debemos buscarle en nosotros mismos en medio de nuestras ocupaciones, cuando
vamos por la calle..., para darle gracias, pedirle ayuda, desagraviarle por los
pecados que cada día se cometen.
A
veces pensamos que Dios está muy lejos, y está más cercano, más atento a
nuestras cosas que el mejor de los amigos. San Agustín, al considerar esta
inefable cercanía de Dios, exclamaba: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y
tan nueva, tarde te amé!; he aquí que Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por
fuera te buscaba (...). Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me tenían
lejos de Ti las cosas que, si no estuviesen en Ti, no serían. Tú me llamaste
claramente y rompiste mi sordera; brillaste, resplandeciste y curaste mi
ceguedad»7.
Pero
para hablar con Dios, presente realmente en el alma en gracia, es necesario el
recogimiento de los sentidos, que tienden a desparramarse y quedarse apegados a
las cosas; sabernos «templos de Dios» y actuar siempre en consecuencia; rodear
de amor, de un silencio sonoro, esa presencia íntima de la Trinidad
en nuestra alma.
II. La
presencia de las tres Personas divinas en el alma en gracia es una presencia
viva, abierta a nuestro trato, ordenada al conocimiento y al amor con que
podemos corresponder. «¿Por qué andar corriendo por las alturas del firmamento
y por los abismos de la tierra en busca de Aquel que mora en nosotros?»8,
se pregunta San Agustín. «Ahora bien –enseña San Gregorio Magno–, mientras
nuestra mente estuviere disipada en imágenes carnales, jamás será capaz de
contemplar..., porque la ciegan tantos obstáculos cuantos son los pensamientos
que la traen y la llevan. Por tanto, el primer escalón –para que el alma llegue
a contemplar la naturaleza invisible de Dios– es recogerse en sí misma»9.
Para
lograr este recogimiento, a algunos el Señor les pide que se retiren del mundo,
pero Dios quiere que la mayoría de los cristianos (madres de familia,
estudiantes, trabajadores...) le encontremos en medio de nuestros quehaceres.
Mediante la mortificación habitual durante el día –con la que tan relacionado
está el gozo interior– guardamos para Dios los sentidos. Mortificamos la
imaginación, librándola de pensamientos inútiles; la memoria, echando a un lado
recuerdos que no nos acercan al Señor; la voluntad, cumpliendo con el deber,
quizá pequeño, que tenemos encomendado.
El
trabajo intenso, si está dirigido a Dios, lejos de impedir nuestro diálogo con
Él, lo facilita. Igual sucede con toda la actividad exterior: las relaciones
sociales, la vida de familia, los viajes, el descanso... Toda la vida humana,
si no está dominada por la frivolidad, tiene siempre una dimensión profunda,
íntima, expresada en un cierto recogimiento que alcanza su pleno sentido en el
trato con Dios. Recogerse es «juntar lo separado», restablecer el orden
interior perdido, evitar la dispersión de los sentidos y potencias incluso en
cosas en sí buenas o indiferentes, tener como centro a Dios en la intención de
lo que hacemos y proyectamos.
Lo
contrario del recogimiento interior es la disipación y
la frivolidad. Los sentidos y potencias se quedan en cualquier
charca del camino, y como consecuencia la persona anda sin fijeza, esparcida la
atención, dormida la voluntad y despierta la concupiscencia10.
Sin recogimiento no es posible el trato con Dios.
En la
medida en que purificamos nuestro corazón y nuestra mirada, en la medida en
que, con la ayuda del Señor, procuramos ese recogimiento, que es riqueza y
plenitud interior, nuestra alma ansía el trato con Dios, como el ciervo
las fuentes de las aguas11.
«El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas
divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida
sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la
existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el
Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito
vivificador, que se nos entrega sin merecerlo»12.
III.
Aunque la inhabitación en el alma pertenece a las tres Personas de la Trinidad
–al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo–, se atribuye de modo singular a la
Tercera Persona, a quien la liturgia nos invita a tratar con más intimidad en
este tiempo en que nos encaminamos hacia la fiesta de Pentecostés.
El
Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os
lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho, dice
el Señor en el Evangelio de hoy13.
Es una promesa que el Señor hizo en diversas ocasiones14,
como señalando la enorme trascendencia que tendría para toda la Iglesia, para
el mundo, para cada uno de quienes le íbamos a seguir. No se trata de un don
pasajero limitado al tiempo en que se reciben los sacramentos o a otro momento
determinado, sino de un Don estable, permanente: «en los corazones (de los
fieles) habita el Espíritu Santo como en un templo»15.
Es el dulce Huésped del alma16,
y cuanto más crece el cristiano en obras buenas, cuanto más se purifica, tanto
más se complace el Espíritu Santo en habitar en él y en darle nuevas gracias
para su santificación y para el apostolado.
El
Espíritu Santo está en el alma del cristiano en gracia, para configurarlo con
Cristo, para que cada vez se parezca más a Él, para moverlo al cumplimiento de
la voluntad de Dios y ayudarle en esa tarea. El Espíritu Santo viene como
remedio de nuestra flaqueza17,
y haciendo suya nuestra causa aboga por nosotros con gemidos inenarrables18 ante
el Padre. Cumple ahora su oficio de guiar, proteger y vivificar a la Iglesia,
porque –comentaba Pablo VI– dos son los elementos que Cristo ha prometido y
otorgado, aunque diversamente, para continuar su obra: «el
apostolado y el Espíritu. El apostolado actúa externa y objetivamente; forma el
cuerpo, por así decirlo, material de la Iglesia, le confiere sus estructuras
visibles y sociales; mientras el Espíritu Santo actúa internamente, dentro de
cada una de las personas, como también sobre la entera comunidad, animando,
vivificando, santificando»19.
Pidamos
a la Virgen que nos enseñe a comprender esta dichosísima realidad, pues nuestra
vida sería entonces muy distinta. ¿Por qué sentirnos solos, si el Santo
Espíritu nos acompaña? ¿Por qué vivir inseguros o angustiados, aunque sea un
solo día de nuestra existencia, si el Paráclito está pendiente de nosotros y de
nuestras cosas? ¿Por qué ir alocadamente detrás de la felicidad aparente, si no
hay mayor gozo que el trato con este dulce Huésped que habita en nosotros? ¡Qué
distinto sería nuestro porte en algunas circunstancias, la conversación, si
fuéramos conscientes de que somos templos de Dios, templos del Espíritu Santo!
Al
terminar nuestra oración, acudamos a la Virgen Nuestra Señora: «Dios te salve,
María, templo y sagrario de la Santísima Trinidad, ayúdanos».
1 Jn 14,
21. —
2 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, p. 1357.
—
3 Cfr. Ex 29,
45; Ez 37, 26 27; etcétera. —
4 Jn 14,
23. —
5 Cfr. 2
Cor 6, 16. —
6 San
Juan de la Cruz, Cántico espiritual, canción 1. —
7 San
Agustín, Confesiones, 10, 27, 38. —
8 ídem, Tratado
sobre la Trinidad, 8, 17. —
9 San
Gregorio Magno, Homilías sobre el profeta Ezequiel, 2, 5.
—
10 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 375. —
11 Cfr. Sal 41,
2. —
12 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 306. —
13 Jn 14,
26. —
14 Cfr. Jn 14, 15-17; 15, 36; 16,
7-14; Mt 10, 20. —
16 Secuencia
de la Misa de Pentecostés. —
17 Rom 8,
26. —
18 Ibídem.
—
19 Pablo
VI, Discurso de apertura de la 3ª Sesión del Concilio Vaticano
II, 14-lX-1964.
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