Trino Márquez 04 de septiembre de 2019
@trinomarquezc
El
pueblo inglés se encuentra muy cerca de concretar uno de los mayores
desaciertos de su larga historia. El error comenzó cuando en 2016, David
Cameron, para entonces primer ministro del Reino Unido y firme partidario de
permanecer en la Unión Europea, convencido de que ganaría una consulta popular,
convocó a los ciudadanos británicos para que se pronunciaran acerca de si el
país debía continuar en la Unión o abandonarla. La excesiva confianza en su
liderazgo lo llevó a cometer el pecado de la soberbia. Los líderes
antieropeístas, incluidos los de su propio partido, el Conservador, se
afincaron en los sectores rurales del electorado, provocando un resultado
inesperado: el triunfo del Sí. Inglaterra, con la desidia del Partido
Laborista, había resuelto salirse de la UE. Un acuerdo que pudo haberse
adoptado en el Parlamento británico, representante de la soberanía popular,
donde Cameron tenía ventaja, se trasladó a las urnas electorales, con el fin de
consolidar el poder de Cameron. Craso error. El fallo le costó el cargo al
Primer Ministro y abrió las compuertas para que descocados como Boris Johnson
escalaran.
Theresa
May, la sucesora de Cameron, trató de evitar que el desaguisado se convirtiera
en catástrofe para la nación. Planteó un retiro ordenado y concertado con la
UE. Fracasó en su intento. Los grupos extremistas se habían empoderado.
Bloquearon la posibilidad de que tal acuerdo se produjera. Las proposiciones de
la señora May les parecieron a los separatistas muy blandengues frente a la
burocracia de Bruselas. Consideraron que no honraban la tradición imperial británica.
Al igual que había ocurrido con Cameron, le infringieron una derrota, esta vez
en el Parlamento. Su proposición de lograr un brexit concertado, no prosperó.
En consecuencia, Theresa May tuvo que abandonar el número 11 de Downig Street,
la residencia oficial del Primer Ministro. Le tocó el turno, entonces, a Boris
Johnson, quien representa el retorno a las posturas más aislacionistas y, en el
fondo, prepotentes defendidas por núcleos que se consideraban muy reducidos y
sin fuerza dentro de la sociedad británica.
Ahora,
Johnson plantea separarse de la Unión Europea, con o sin acuerdos, el próximo
31 de octubre, fecha que los negociadores ingleses más sensatos habían logrado
fijar para que la decisión popular de 2016, hace más de tres años, no se instrumentara
de forma apresurada.
Separarse
de la UE sin que haya mediado un acuerdo concertado entre los países de la
Unión y el Reino Unido, tendrá consecuencias muy graves para ambos campos, pero
especialmente para Inglaterra. Ya han surgido serios cuestionamientos internos.
Escocia no simpatiza con la idea de la ruptura. Se siente arrastrada a una
dinámica que no le complace. El cálculo de Johnson se basa en fortalecer los
acuerdos con los Estado Unidos. Cuando Trump no esté en la Casa Blanca, seguro
que dentro de cinco años, el nuevo Presidente norteamericano podría decidir
estrechar los vínculos con la UE para contrarrestar el inmenso poder que
seguirá teniendo China en ese momento. Las economías de Alemania, Francia,
España y el resto de los países del viejo continente, serán mucho más fuertes
que la inglesa, cuya ventaja principal reside en los servicios financieros que
suministra. La City of London, donde se concentra la mayor cantidad de
entidades financieras del Reino Unido, y responsable del manejo de buena parte
de las finanzas mundiales, se resentirá. Inglaterra tendrá que olvidarse de las
tasas de crecimiento obtenidas desde que se formó la UE.
El
costoso desbarro de los ingleses me ha recordado un libro extraordinario que
leí hace algunos años: La marcha de la locura. La sinrazón desde Troya hasta
Vietnam, escrito por la historiadora estadounidense Barbara Tuchman. En este
texto imprescindible, Tuchman examina varios hechos históricos que significaron
grades y costosos fracasos. La característica fundamental que los une reside en
que fueron previsibles y evitables. Uno de los episodios que analiza es cómo
los ingleses perdieron a los Estados Unidos. Allí explora de manera minuciosa
los yerros cometidos por unos líderes arrogantes, quienes jamás comprendieron
la inmensa obra que Inglaterra había forjado cuando impulsaron el crecimiento
de esa poderosa nación.
Con
Boris Johnson, un primer ministro por el que nadie votó, de nuevo aparece el
delirio. Por fortuna, la coalición de partidos que se formó dentro del
Parlamento, incluidos los 21 diputados del Partido Conservador sumados a la
moción mayoritaria, entre los cuales se encuentra un nieto de Churchill, logró
detener la insensatez de impedir que se discutiera durante los próximos días el
proyecto de ley que regularice el abandono de la Unión Europea. Johnson quiso
actuar como un autócrata. La democracia se lo impidió.
PD:
Fernando Mires escribió en su revista digital Polis: Política y Cultura un
artículo, La mala solidaridad, en el que comenta en tono crítico un trabajo de
mi autoría, Política sin partidos, publicado por mí en ese mismo prestigioso
espacio. Valoro y agradezco en alto grado su gesto. Luego escribiré algunas
líneas sobre el tema. Necesito madurar más mis ideas.
Trino
Márquez
@trinomarquezc
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