Alberto Barrera Tyszka 10 de diciembre de 2019
@Barreratyszka
A
principios de 2019, Juan Guaidó saltó de las sombras y se convirtió en una
alternativa real para el regreso a la democracia en Venezuela. Fue una noticia
trepidante que logró concentrar a su alrededor un nutrido y sólido respaldo
internacional. Casi doce meses después, su liderazgo está cada vez más
fragmentado, un escándalo de corrupción salpica a casi toda la dirigencia
opositora, y el propio país —en medio de un contexto regional convulsionado— se
ha ido apagando, incluso como noticia. ¿Cuál es la esperanza para Venezuela
ahora? ¿Qué puede hacer la oposición después de un año con muchas promesas y
pocos resultados?
En
2019, Venezuela tuvo, como nunca antes, un escenario tan favorable para un
cambio político. El fracaso del modelo oficial y la aterradora crisis
económica; el apoyo internacional —con sanciones concretas a altos funcionarios
del régimen—; el surgimiento de un liderazgo nuevo, distinto, con otra imagen y
otra retórica; un sustento legal propicio, anclado al fraude electoral que
permitió que Nicolás Maduro prolongara su estancia en el poder en mayo del año
pasado… El chavismo, por su parte, se dispuso a resistir implementando dos de
sus políticas más eficaces: la violencia y la indolencia. La represión feroz y
la total falta de sensibilidad ante la tragedia que vive la gran mayoría de la
población. Nuevamente apostó al desgaste y confió en los recurrentes errores de
sus adversarios.
Ya
se sabe: es muy difícil ser de oposición en Venezuela. Implica tener a todo el
Estado y las instituciones como enemigos. Los partidos políticos ni tienen ni
pueden tener ningún tipo de financiamiento, la gran mayoría de sus dirigentes
están en el exilio, en la cárcel, o viven perseguidos. El control hegemónico de
los medios oficiales se dirige a invisibilizar o descalificar cualquier vocería
o actividad que no muestre su fiel apoyo a “la revolución”. Pero, aparte de
todo esto, además, no es fácil ser oposición en Venezuela porque sus propios
representantes viven en una permanente guerra interna. No hay un liderazgo que
pueda sobrevivir a ese circo de conspiraciones múltiples. La ambición personal
y el oportunismo parecen ser ya una condición genética de buena parte de la
dirigencia de la oposición en Venezuela. Hay egos tan duros que no se ablandan
ni siquiera con la catástrofe que vive el país. Se trata, sin duda, de un
saboteo suicida.
El
tema de la corrupción debe también analizarse dentro de este contexto. Hace una
semana, una investigación independiente del portal periodístico Armando.info
reveló que al menos una decena de diputados de diferentes partidos de oposición
estaban realizando acciones en favor de personas o empresas ligadas al gobierno
de Maduro y sancionadas o investigadas internacionalmente por manejos
irregulares y lavado de dinero.
No
es la primera vez, ni será la última, que un funcionario público resulta
implicado en un caso de corrupción o tráfico de influencias. Menos en
Venezuela. Si algo define al chavismo es la corrupción. Ese es su modo de vida.
Basta recordar un espantoso caso de la Productora y Distribuidora Venezolana de
Alimentos (Pdval), cuando aparecieron cien mil toneladas de alimentos podridos
y toda la dirigencia chavista, en bloque, impidió que se investigara y castigara
a los responsables. Visto desde este presente de hambre y precariedad, resulta
todavía más criminal. En el fondo, el chavismo goza de un récord incómodo: la
revolución bolivariana, sin lugar a dudas, es la revolución más corrupta de la
historia.
Que
unos diputados de partidos de oposición sean unos charlatanes profesionales
que, por debajo de su retórica contra el régimen de Maduro, hayan hecho tratos
y sean sospechosos de haber recibido dinero para limpiar los ilícitos
oficiales, es tan indignante y criminal como que unos banqueros ganen enormes
fortunas ayudando y enseñando a los jerarcas del chavismo a lavar todo lo que
han robado del tesoro público o que algunos empresarios, hijos de la burguesía
caraqueña, se hayan vuelto multimillonarios estafando al país. Todo forma parte
de una misma realidad, de un país sin ley y sin instituciones. Hablar de un
Estado fallido es hablar de una sociedad que solo funciona a través de la
corrupción.
Nada
puede defender a estos diputados opositores de la sanción que merecen y del
escarnio público. Su caso, lamentablemente, también alimentará las diatribas
intestinas entre los diferentes sectores políticos y seguirá sumando puntos en
la abultada desesperanza nacional. Es un combustible más en la explosiva
dinámica de escaramuza interna en la que vive la dirigencia de la oposición. El
futuro de la democracia no puede quedar suspendido entre los iluminados que han
hecho del radicalismo su zona de confort, los extremistas que nunca hacen
política y, por eso mismo, siempre tienen la razón; o los oportunistas que
entienden la negociación como una transacción y la política como una operación
comercial.
El
general Alberto Müller Rojas, jefe del comando electoral de Hugo Chávez en los
comicios de 1998, señaló en una oportunidad que su trabajo había sido “fácil”.
El triunfo —decía— se produjo “más por la gran cantidad de errores políticos
que cometieron sus adversarios que por la calidad de nuestra campaña electoral,
que fue relativamente desordenada”. Casi veinte años después, lo único que
parece haber cambiado es el chavismo. Ya no improvisan. Dos décadas como
gobierno han mejorado su falta de escrúpulos y su manejo perverso del poder. La
oposición, sin embargo, sigue encontrándose con una piedra eterna, sigue
tropezándose consigo misma.
Según
las proyecciones de la ONU, para finales de este año la migración venezolana
alcanzará la cifra de cinco millones de personas. De esta manera también migra
la esperanza. Y la oposición también tiene una responsabilidad en todo esto. Su
dirigencia no puede seguir repitiendo los mismos errores. Los chavistas
seguirán jugando sus mismas cartas. Se mantienen en el poder gracias a la
violencia mientras pretenden inventar una oposición “oficial”, a su medida.
Pero internacionalmente están heridos, necesitan eliminar las sanciones
económicas que los mantienen cercados. Esto parece ser lo único que podría
empujarlos hacia una transición, obligarlos a aceptar unas elecciones libres y transparentes.
Pero del otro lado, es imprescindible que haya una oposición unida y
articulada, honesta y con altura política. El 2019 pasó y se está yendo como
otra gran oportunidad perdida para los venezolanos. Lo que está en disputa no
es ya el triunfo de un bloque sobre otro sino la existencia de todos. Por
ahora, Venezuela solo es un país en vía de extinción.
Alberto
Barrera Tyszka
@Barreratyszka
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