Francisco Fernández-Carvajal 04 de diciembre de
2019
@hablarcondios
— Jesús nos dio a su Madre como Madre nuestra.
— Madre amable, acogedora, de mirar misericordioso.
— Aprender a tratar y amar más y mejor a Nuestra
Señora.
I. La Virgen se
convirtió en Madre de todos los hombres en el momento en que consintió
libremente en ser Madre de Jesús, el primogénito entre muchos hermanos. Esta
maternidad de María sobre nosotros es superior a la maternidad natural humana1,
pues al dar a luz corporalmente a Cristo Cabeza del Cuerpo Místico, que es la
Iglesia, engendró espiritualmente a todos sus miembros, a todos nosotros, y
Cristo es la fuente de toda vida espiritual: «habiendo llevado en su seno al
Viviente afirma el Concilio Vaticano II-, María es Madre de todos los hombres,
en especial de los fieles»2.
Cuando su Hijo, Jesús, fue clavado en la Cruz, estaban
junto a Él María, su Madre, San Juan, el discípulo amado, y algunas
santas mujeres. El Señor dirigió entonces a su Madre esas palabras que tanta
trascendencia han tenido y tendrán en la vida personal de cada hombre, de cada
uno de nosotros: Mujer dice a la Virgen, he ahí a tu
hijo; luego dice al discípulo: ahí tienes a tu Madre3.
Impresiona ver a Cristo olvidado de sí: de sus sufrimientos,
de su soledad. Conmueve el inmenso amor a su Madre: no quiere que se quede
sola; ve el dolor de María y lo asume dentro de su Corazón para ofrecerlo
también al Padre por la redención de los hombres. Conmueve el gesto de Jesús
para con todos los hombres, buenos y malos, incluso encallecidos por el pecado,
representados en Juan. Nos da a su Madre como Madre nuestra. Jesús nos mira a
cada uno, y nos dice: Ahí tienes a tu Madre, trátala bien, acude a
Ella, aprovecha este don inefable.
En aquellos momentos, cuando Jesús consumaba su obra
redentora, María se unió íntimamente a su sacrificio por una cooperación más
directa y más profunda en nuestra salvación. La maternidad espiritual de la
Virgen Santísima fue confirmada por Cristo mismo desde la Cruz4.
Ahí tienes a tu Hijo.
«Esta fue la segunda Natividad. María había dado a luz en la gruta de Belén a
su Hijo primogénito sin dolor alguno; ahora da a luz a su segundo hijo, Juan,
entre los dolores de la Cruz. En este momento padece María los dolores del
parto, no solo por Juan, su segundo hijo, sino por los millones de otros hijos
suyos que la llamarán Madre a lo largo de los tiempos. Ahora
comprendemos por qué el Evangelista llamó a Cristo su hijo primogénito,
no porque tuviera más hijos de su carne, sino porque había de engendrar muchos
otros con la sangre de su corazón»5;
con un dolor redentor, lleno de frutos, pues estaba unido al sacrificio de su
Hijo. Comprendemos bien que la maternidad de María sobre nosotros, siendo de un
orden distinto, es superior a la maternidad de las madres en la tierra, pues
Ella nos engendra a una vida sobrenatural y eterna.
Ahí tienes a tu hijo.
Estas palabras produjeron un aumento de caridad, de amor materno por nosotros,
en el alma de la Virgen; en el corazón de Juan, un amor filial profundo y lleno
de respeto por la Madre de Dios. Este es el fundamento de una honda devoción a
la Virgen.
Podríamos preguntarnos en este día de la Novena el
lugar que ocupa la Virgen en nuestra vida. ¿La hemos sabido acoger como Juan?
¿La dejamos con frecuencia sola? ¿La llamamos muchas veces Madre, Madre
mía...? ¿La tratamos bien?
II. Maternidad
quiere decir solicitud y desvelo por el hijo. Y esto se da en la Virgen por
todos los hombres. Intercede por cada uno y obtiene las gracias específicas y
oportunas que necesitamos. Jesús dice de sí mismo que es el Buen Pastor que
llama a sus ovejas, a cada una por su nombre, nominatim6;
algo parecido sucede con la Virgen, Madre espiritual de todo hombre en
particular. Lo mismo que los hijos son diferentes y únicos para su madre, así
somos todos para Santa María. Ella nos conoce bien, nos distingue en la lejanía
de cualquier otro, nos llama por nuestro nombre con un acento inconfundible. Su
maternidad alcanza a la persona entera, al cuerpo y al alma, Pero su acción
maternal, sobre el cuerpo también, está orientada «a restaurar la vida
sobrenatural en las almas»7,
a la santidad, a una identificación más perfecta con su Hijo. En esta tarea
maternal, la Virgen es la colaboradora por excelencia del Espíritu Santo, Aquel
que da la vida sobrenatural y la mantiene.
Esta maternidad de María no es la misma para todos los
hombres. María es Madre de un modo excelente de los bienaventurados
del Cielo, que ya no pueden perder la vida de la gracia. Es Madre de modo
perfecto de los cristianos en gracia, porque estos tienen la vida sobrenatural
completa. Es Madre de quienes están alejados de Dios por el pecado mortal, con
los que ejerce su misericordia continuamente para atraerlos a la amistad con su
Hijo; por eso, la Virgen es nuestra mayor ayuda en todo apostolado. Nuestra
Señora es también Madre de aquellos que incluso no están bautizados, ya que
están destinados a la salvación, pues Dios quiere que todos los hombres
se salven y lleguen al conocimiento de la verdad8.
La Virgen, Madre por excelencia, tiene siempre para
nosotros una sonrisa en los labios, un gesto acogedor; una mirada que invita a
la confianza; siempre está dispuesta a entender lo que ocurre en nuestro
corazón; en Ella debemos descargar las penas, aquello que más nos pesa. Ella se
hace querer por todos, es amable por excelencia: «se hizo toda para todos; a
los sabios y a los ignorantes, con una copiosísima caridad, se hizo deudora. A
todos abre el seno de la misericordia; para que todos reciban de su plenitud:
redención el cautivo, curación el enfermo, consuelo el afligido, perdón el
pecador»9.
Especialmente en las dificultades, o cuando no tenemos
los medios que necesitamos, en las tentaciones, en posibles momentos de
desvarío, debemos acudir confiadamente a Ella: Madre, Madre mía...
Monstra te esse matrem!, ¡muestra que eres Madre!, le hemos dicho tantas
veces.
Quizá en alguna ocasión nos encontremos enfermos del
alma, y entonces acudiremos a Ella Salus infirmorum, salud de los
enfermos con la seguridad de no ser rechazados. Ninguna experiencia, por dura y
negativa que pueda ser o parecer, nos debe desalentar. Siempre encontraremos en
Ella a la Madre amable, acogedora, de mirar misericordioso, que nos recibe con
ternura y facilita incluso hace más corto- el camino que perdimos. Y si
arrecian las dificultades, en el alma o en la vida corriente, la llamaremos con
más fuerza, y se dará prisa para protegernos. «¡Madre! Llámala fuerte, fuerte.
Te escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María, con la
gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias: y te
encontrarás reconfortado para la nueva lucha»10.
III. Y
desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa11.
¡Cómo envidiamos a Juan! ¡Cómo se llenó de luz aquel nuevo hogar de Santa
María! «Los autores espirituales han visto en esas palabras, que relata el
Santo Evangelio, una invitación dirigida a todos los cristianos para que
pongamos también a María en nuestras vidas. En cierto sentido, resulta casi
superflua esa aclaración. María quiere ciertamente que la invoquemos, que nos
acerquemos a Ella con confianza, que apelemos a su maternidad, pidiéndole que
se manifieste como nuestra Madre (Monstra te esse Matrem. Himno
litúrgico Ave maris stella)»12.
Quizá podría ser este el propósito para hoy, un día
más de la Novena a Nuestra Madre: contemplar a María en casa de Juan, ver la
extrema delicadeza que tendría con la Madre de Jesús, las confidencias llenas
de intimidad... Y meterla nosotros en la propia vida: mirarla como la miraba el
discípulo amado, acudir a Ella en todo con confianza filial, quererla al menos
como la quiso Juan. ¡Qué fácil es querer a Santa María! Nunca, después de
Jesús, ha existido ni existirá criatura alguna más amable. Se ha dicho de María
que es como una sonrisa del Altísimo. Nada defectuoso o imperfecto
o inacabado encontramos en su ser. No es alguien lejano e inaccesible: está muy
cerca de nuestra vida de todos los días, sabe de nuestros ajetreos, de lo que
nos preocupa, de lo que necesitamos... No temamos excedernos en nuestro amor a
María, pues nunca la amaremos como la Santísima Trinidad, que la amó hasta
hacerla Madre de Cristo. No temamos excedernos, porque sabemos que Ella es «un
regalo del Corazón de Jesús moribundo»13.
El Señor desea que aprendamos a quererla siempre más;
que tengamos con Ella los detalles de delicadeza y de amor que Él hubiera
tenido en nuestro caso: jaculatorias, mirar con frecuencia sus imágenes ¡se
puede decir tanto en una mirada, que nos lleva de la tierra al Cielo!,
desagraviarla por el olvido en que la tienen algunos de sus hijos, acudir a
Ella en la menor necesidad, rezarle con amor el Ángelus, el Santo
Rosario... «Entre todos los homenajes que podemos tributar a María afirma San
Alfonso M.ª de Ligorio, no hay ninguno tan grato al Corazón de nuestra Madre
como el implorar con frecuencia su maternal protección, rogándole que nos
asista en todas nuestras necesidades particulares, como al dar o recibir un
consejo, en los peligros, en las tribulaciones, en las tentaciones... Esta
buena Madre nos librará ciertamente de los peligros, con solo rezar la
antífona Sub tuum praesidium (“Bajo tu protección nos
acogemos, Santa Madre de Dios...”), o el Avemaría, o con solo
invocar su santo nombre, que tiene un poder especial contra los demonios»14.
Ella, como todas las madres, experimenta un especial gozo en atender a sus
hijos necesitados.
Sabemos que «después de la peregrinación de
este destierro, nos esperan sus ojos misericordiosos y sus brazos, donde
nos encontraremos, en lazo indisoluble, con el Fruto de su vientre,
Jesús, que ganó la gloria para sí, para su Madre y para todos los hermanos que
nos acogemos a su misericordia»15.
Sancta María, Mater amabilis, ora pro eis... ora pro
me. Enséñame a quererte cada día un poco más.
1 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange. La Madre del Salvador, p. 219. —
2 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 53. —
3 Jn 19,
27. —
4 Juan
Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 7-XII-1990, n. 23.
—
5 F.
J. Sheen, Desde la Cruz, Subirana, Barcelona 1965, p. 18.
—
6 Cfr. Jn 10,
3. —
7 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 61. —
8 Cfr. J.
Ibáñez-F. Mendoza, La Madre del Redentor, pp. 237-238. —
9 San
Bernardo, Homilía en la octava de la Asunción, 2. —
10 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 516. —
11 Jn 19,
27. —
12 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 140. —
13 Cfr. Pío
XII, Enc. Haurietis aquas, 15-V-1956, 21. —
14 San
Alfonso Mª de Ligorio, Las glorias de María, III, 9.
—
15 L.
Mª. Herrán, Nuestra Madre del Cielo, Palabra, 2ª. ed.,
Madrid 1988, p. 102.
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