Por Gustavo J.
Villasmil-Prieto
“¡Alemanes, salvaos! ¡Salvad vuestras almas negando fe y obediencia a
vuestros dominadores que solo en ellos piensan, no en vosotros!”.
Thomas Mann, Oíd, alemanes…Emisión de
Nochebuena de 1940
La inusitada frecuencia con
la que hemos tenido que asistir a pacientes tuberculosos en mi hospital durante
el año que está por concluir me ha hecho tener especialmente presente la obra
del gran Thomas Mann, uno de los autores más cercanos a mi espíritu. Mi
particular lectura de ese monumento a las letras que es La montaña mágica (1924)
me regaló en su día una reflexión sobre el drama humano tras la enfermedad que
jamás encontré en los tratados médicos entre los que crecí.
En estos tiempos también he
recordado de manera sentida la traducción de los españoles Tobío y Moreno que
recoge la transcripción de las famosas manchetas antihitlerianas de Mann
transmitidas en su programa radial Oíd, alemanes…, que entre 1940 y
1945 produjo regularmente la BBC de Londres, en alemán, desde el exilio del
autor en Estados Unidos.
Notable es el texto de la
transmisión correspondiente a la Nochebuena de 1940, en el que el también autor
de Muerte en Venecia (1912) y de Los Buddenbrook. Decadencia de
una familia (1901) se pasea por el significado profundo que para el pueblo
alemán tuvo siempre la Navidad, “la más alemana de todas las fiestas”. La
celebración navideña en todo el mundo cristiano está llena de evocaciones germanas,
que abarcan desde el arbolito de nuestras casas hasta las más diversas
traducciones del Stille nacht, heilige nacht que con fervor entonamos
en nuestras Misas de Gallo. Con sentida crítica, Thomas Mann emplaza moralmente
a los alemanes que a la medianoche del 25 de diciembre de aquel annus
horribilis – el de la blitzkrieg extendiéndose hasta Francia y
las bombas de la Luftwaffe atormentando cada noche a Londres durante
la batalla de Inglaterra- se disponían a sentarse a la mesa para celebrar la
cena de Navidad.
A expensas de la destrucción
de la economía alemana, de su inmensa y rica cultura y del luto de millones de
familias de bien, la locura hitleriana apretaba su marcha mientras los sufridos
alemanes ponían pobres regalos para sus hijos bajo el iluminado árbol de
Navidad llorando la absurda muerte en algún frente del padre, esposo o hijo.
Con notoria angustia se dirige Thomas Mann desde su exilio a sus resignados
compatriotas en tan señalada fecha: “¡Alemanes, salvaos! ¡Salvad vuestras almas
negando fe y obediencia a vuestros dominadores que solo en ellos piensan, no en
vosotros!”. Pero incluso al culto pueblo alemán terminó aceptando el “bozal de
arepa” – su arepaschnautze, si se me permite una muy liberal
traducción a partir de mi escasísimo alemán de aeropuerto- ofrecido por el
nacionalsocialismo. Ni más ni menos que como ocurre en Venezuela.
Dinero a raudales circula
hoy por las calles del este de Caracas. En Las Mercedes, pinos canadienses se expenden
por 200 dólares o más; increíblemente, en la Venezuela del 20 por ciento de sus
ciudadanos en franca desnutrición, ¡hay quien los compre! Los restaurantes
situados al norte de la plaza Altamira están permanentemente congestionados, en
tanto que unos metros más abajo, en la esquina sur de la misma, familias
enteras hurgan entre la basura en procura de algunas sobras que comer.
En el este de Caracas, las
riveras del Guaire se llenan de lucecitas bajo las que una miríada de seres
subterráneos buscan entre los detritus que acarrean sus aguas fecales alguna
cosa de valor canjeable por unos pocos bolívares. Los colegios privados
disponen de costosos stages, instrumentos y equipos de sonido profesional
para que niñatos sin formación musical alguna mancillen el noble género de la
gaita de mi Zulia natal en costosos “festivales” y ante la mirada perpleja de
maestros y bedeles que no saben cómo llegar a fin de mes.
En la Venezuela de la
“burbuja”, sus contados habitantes viven la Navidad recorriendo “bodegones” en
los que pueden proveerse del más fino género importado pagando en dólares cash aceptados
con independencia de su origen y sin la angustia de terminar siendo perseguidos
por un régimen con cuya anuencia expresa ya cuentan. Y así por el estilo.
Estos bubble citizens – llamémosles así- pueden optar por
interesantes paquetes hoteleros en Caracas o el exterior, ofertas de cruceros
de Año Nuevo por el Caribe o los fiordos de Noruega y, dado el caso, por la más
sofisticada atención médica, como la ofrecida en cierto hospital de San Diego
en el que, según la cuña de radio que lo anuncia, una especie de efecto mágico
comienza a obrar tan pronto el paciente ponga un pie en la sunny California.
Todo ello previo pago
de fees solo al alcance de quien posea una póliza de seguro
internacional, claro está. Porque cosas como esa no son para “limpios” de
solemnidad.
Y no se crea que a los menos
favorecidos dejará de tocarles lo suyo. En absoluto. En mi hospital, a los
obreros los llamaron por lista para entregarles personalmente su cajita CLAP,
mientras que algunos con mejor disponibilidad de fondos se dispusieron a
repartir y recibir pescozones entre la multitud volcada en centros comerciales
en ocasión del Black Friday. ¡Y feliz Navidad! ¡Hasta los peloteros
de la MBL serán autorizados para hacer swing en los campos de
Venezuela pese al apretado paquete de sanciones de la Casa Blanca! Panem
et circenses, como escribió el poeta Juvenal.
Habrá, pues, fiesta para
todos: para unos con güisqui “mayor de edad”; para otros –de lejos, los más-
con algún “lavagallo” de bastante menor categoría. Cada quien tendrá su propia
“burbuja” dentro de la cual ponerse a vivir mientras la tragedia nacional
venezolana se profundiza fuera de ella. Medio millón de venezolanos vieron
pasar un año más figurando en listas de espera quirúrgica en hospitales
públicos que nadie se ocupa de mover; seis millones más sobreviven como mejor
pueden lejos de casa, muchos padeciendo maltratos indecibles, mientras se las
ingenian para mandar unos pocos dólares para que coman los que quedaron atrás.
Vacías de sentido aquellas
aguerridas consignas de los años 2002, 2007, 2012, 2013, 2014 y 2017, el
venezolano parece haber optado por una vida reducida a su particular “burbuja”.
La república nos ha sido sustituida por una confederación de espacios
particulares que confluyen solo para lo estrictamente necesario.
Nada resulta más funcional
al régimen chavista que el confinamiento de la vida ciudadana a un conjunto de
acciones destinadas a la inmediata supervivencia. Un país “excesivamente
normal”, como alguna vez lo calificó aquel cínico rasputín de tan ingrata
recordación para muchos de nosotros. Los expertos chavistas en operaciones
psicológicas lo tienen perfectamente claro: con hambre y con apremios, no habrá
voluntad de resistencia que prevalezca. Y con dinero en la calle, incluso tan
devaluado, aún menos.
2020 será el año de la
definitiva instalación entre nosotros de realidades aún más salvajes que las
que hemos visto. En mi Maracaibo natal, el 80 por ciento de las operaciones
comerciales se saldan ya en moneda norteamericana, de manera que quien no
ingrese dólares no tendrá acceso a lo que necesite, por básico que sea. La
definitiva muerte de la sanidad pública venezolana dejará como única opción
para quien enferme al hospital privado, siempre y cuando se lo pueda pagar.
Alimentos, medicinas, ropa y hasta el desodorante de bolita estarán
disponibles, pero para quien los pague en divisas o al cambio del día, sin
marco que regule tales transacciones, sin “defensa al consumidor” ni derecho al
venezolano “pataleo”.
Sofisticadas instituciones
jurídicas como la contratación colectiva en materia laboral dejarán de tener
sentido en un país en el que el trabajo, o es informal o está “überizado”. Y
todo mientras en los colegios privados entonan las grotescas estrofas de “María
la Boyera” y las nuevas clases medio-altas decoran sus casas y apartamentos con
santacloses inflables y tarjetas en verde y rojo de las que ponen Christmas
Greetings. En Puerto Cabello, un antiguo funcionario chavista pone una tienda
de víveres importados y la nombra como las de la famosa cadena norteamericana
fundada por el magnate Sam Walton. Y todos contentos. Aquí no pasa nada: porque
hasta para los más pobres habrá, aunque sea para que celebren con cerveza y ron
barato las doce campanadas de Nochevieja.
¡Oíd, pues, venezolanos!
¡Salvémonos de esta tragedia, compatriotas míos! ¡Saquemos casta para dejar
atrás el drama de un país que ha visto marchar ya a una quinta parte de sus
hijos mientras clama al cielo por medicinas y alimentos! La anemia espiritual
nos mata.
La estolidez de quienes
tienen responsabilidades de liderazgo profundiza aún más la terrible sensación
de desesperanza que se respira en las calles llenas de venezolanos derrotados
buscando cualquier baratija – corriente o cara, según los dictámenes del
bolsillo- con que aplacar en algo el dolor cotidiano que les agobia. Que en la
Venezuela del dolor se encienda hoy una Navidad cargada de la más profunda
espiritualidad en la que no importe la calidad de la vianda que sobre la mesa
familiar pueda ponerse esta Nochebuena.
Una Navidad en la que los
cristianos conmemoremos una vez más la venida al mundo de Dios humanado
acaecida en medio de la mayor de las modestias, allá en Belén de Judá, en la
periferia profunda de la antigua Roma. Para que –citando de nuevo a Mann
en La montaña mágica- en medio de esta “fiesta mundial de la muerte, de
este temible ardor febril que incendia el cielo lluvioso” se manifieste una vez
más el más grande amor: el del Altísimo por todos los hombres de buena
voluntad.
Reciban, apreciados
lectores, mis más sentidos votos por una Navidad santa y feliz para todos
ustedes y sus familias.
Referencias:
Mann, T (2004) Oíd,
alemanes... (traducción de Luis Tobío y Bernardo Moreno). Ediciones
Península, Barcelona, p.21-26.
Mann, T (ed.2002) La
montaña mágica. Editorial Anagrama, Barcelona, p.974.
14-12-19
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