Francisco Fernández-Carvajal 09 de febrero de
2020
@hablarcondios
— Dimensión social del
hombre.
— Caridad y solidaridad
humana. Consecuencias en la vida de un cristiano.
— Contribución al bien
común.
I. La primera
página de la Sagrada Escritura nos describe con sencillez y grandiosidad la
creación del mundo; y vio Dios que era bueno todo cuanto salía
de sus manos1. Después, coronando todo cuanto había hecho, creó al hombre, y
lo hizo a su imagen y semejanza2.
Y la misma Escritura nos enseña que lo enriqueció de dones y privilegios
sobrenaturales, destinándolo a una felicidad inefable y eterna. Nos revela
también que de Adán y Eva proceden los demás hombres, y, aunque estos se
alejaron de su Creador, Dios no dejó de considerarlos como hijos y los destinó
de nuevo a su amistad3.
La voluntad divina dispuso que la criatura humana participara en la conservación
y propagación del género humano, que poblara la tierra y la sometiera, dominando
sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre
todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra4.
El Señor quiso también que las relaciones entre los
hombres no se limitaran a un trato de vecindad ocasional y pasajero, sino que
constituyeran vínculos más fuertes y duraderos, que vinieran a ser los
cimientos de la vida en sociedad. El hombre buscará ayuda para todo aquello que
la necesidad y el decoro de la vida exigen, pues la Providencia divina ordenó
su naturaleza de tal modo que naciera inclinado a asociarse y unirse a otros,
en la sociedad doméstica y en la sociedad civil, que le proporciona lo
necesario para la vida5.
El Concilio Vaticano II nos recuerda que «el hombre, por su íntima naturaleza,
es un ser social, y no puede vivir ni desarrollar sus cualidades sin
relacionarse con los demás»6.
«La sociedad es un medio natural que el hombre puede y debe usar para obtener
su fin»7: es el ámbito ordinario en el que Dios quiere que nos
santifiquemos y le sirvamos.
Vivir en sociedad nos facilita los medios materiales y
espirituales necesarios para desarrollar la vida humana y la sobrenatural. Esta
convivencia es fuente de bienes, pero también de obligaciones en las diversas
esferas en las que tiene lugar nuestra existencia: familia, sociedad civil,
vecindad, trabajo... Estas obligaciones revisten un carácter moral por la
relación del hombre a su último fin, Dios. Su observancia o su incumplimiento
nos acerca o nos separa del Señor. Son materia del examen de conciencia.
Dios nos llama a la convivencia, a aportar con
sencillez lo que esté en nuestras manos –poco o mucho– para el bien de todos.
Examinemos hoy en este rato de oración si vivimos abiertos a los demás, pero
particularmente a quienes el Señor ha puesto más cerca de nuestra existencia.
Pensemos si estamos de ordinario disponibles, si cumplimos ejemplarmente los
deberes familiares y sociales, si pedimos con frecuencia luz al Señor para
saber lo que hemos de hacer en cualquier oportunidad y llevarlo a cabo con
entereza, con valentía, con espíritu de sacrificio. Preguntémonos muchas veces:
¿qué puedo hacer por los demás?, ¿qué palabras puedo decirles que sean alivio y
ayuda? «La vida pasa. Nos cruzamos con la gente en los variadísimos senderos o
avenidas del vivir humano. Cuánto queda por hacer... ¿Y por decir? (...).
Cierto que primero hay que hacer (cfr. Hech 1, 1); pero luego
hay que decir: cada oído, cada corazón, cada mente, tienen su momento, su voz
amiga que puede despertarles de su marasmo y de su tristeza.
«Si se ama a Dios, no puede dejar de sentirse el
reproche de los días que pasan, de las gentes (a veces tan cercanas) que
pasan... sin que nosotros sepamos hacer lo que hacía falta, decir lo que había
que decir»8. Pidamos mucho a Jesús, que nos ve y nos oye, no caminar nunca
de espaldas e indiferentes a quienes están a nuestro lado por tantas diversas
razones: de parentesco, amistad, trabajo, ciudadanía...
II. Esta solidaridad
y dependencia mutua de unos hombres con otros, nacida por voluntad divina, fue
sanada y fortalecida por Jesucristo al asumir la naturaleza humana en el
momento de su Encarnación, y al redimir a todo el género humano en la Cruz.
Este es el nuevo título de unidad: haber sido constituidos hijos de Dios y
hermanos de los hombres. Así debemos tratar a todo el que encontremos cada día
en nuestro caminar. «Tal vez se trate de un hijo de Dios ignorante de su
grandeza, acaso en rebeldía contra su Padre. Mas en todos, aun en el más
deforme, rebelde o alejado de lo divino, hay un destello de la grandeza de Dios
(...). Si sabemos mirar, estamos rodeados de reyes a quienes hemos de ayudar a
descubrir las raíces ¡y las exigencias! de su señorío»9.
Además, la noche antes de la Pasión nos dejó el
Señor un mandamiento nuevo, para superar, si fuera necesario
heroicamente, los agravios, el rencor..., y todo lo que es causa de
separación. Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros,
como Yo os he amado10,
es decir, sin límites, y sin que nada sirva de excusa para la indiferencia.
Así, nuestra vida está llena de poderosas razones para convivir en sociedad, la
cual, al ser más cristiana por nuestras obras, se vuelve más humana. No somos
los hombres como granos de arena, sueltos y desligados unos de otros, sino que,
por el contrario, estamos relacionados mutuamente por vínculos naturales, y los
cristianos, además, por vínculos sobrenaturales11.
Parte importante de la moral son los deberes que hacen
referencia al bien común de todos los hombres, de la patria en la que vivimos,
de la empresa en que trabajamos, de la vecindad de la que formamos parte, de la
familia que es objeto de nuestros desvelos, sea cual sea el puesto que en ella
ocupemos. No es cristiano, ni humano, considerar estos deberes solo en la
medida en que personalmente nos son útiles o nos causan un perjuicio. Dios nos
espera en el empeño, según nuestras posibilidades, por mejorar la sociedad y
los hombres que la componen.
La dimensión apostólica y fraterna es, por querer
divino, tan esencial al hombre que no puede concebirse una orientación a Dios
que prescinda de los lazos que unen a cada persona con aquellos con quienes
convive o se relaciona. No agradaríamos a Dios si, de algún modo, hay despego
de quienes están a nuestro alrededor, si dejamos de ejercitar las virtudes
cívicas y sociales. «Hay que reconocer a Cristo, que nos sale al encuentro, en
nuestros hermanos los hombres. Ninguna vida humana es una vida aislada, sino
que se entrelaza con otras vidas. Ninguna persona es un verso suelto, sino que
formamos todos parte de un mismo poema divino, que Dios escribe con el concurso
de nuestra libertad»12.
Examinemos hoy, en la oración personal, cómo estamos
contribuyendo al bien común de todos, si somos ejemplares en aquello que se
relaciona con los deberes sociales y cívicos (cumplimiento de las leyes de
tráfico, tributos justos, participación en asociaciones, ejercicio del derecho
al voto...), si tenemos en cuenta que necesitamos de los demás y los demás de
nosotros, si nos sentimos corresponsables de la conducta moral de los otros, si
procuramos superar sin rodeos aquello que puede ser causa de separación, o al
menos que no es ayuda para la convivencia.
III. El
desarrollo de la sociedad tiene lugar gracias a la contribución de sus
miembros, cada uno de los cuales aporta lo que le es propio, aquellos dones que
recibió del Señor y que incrementó con su inteligencia, la ayuda de la sociedad
y la gracia de Dios. Estos bienes y dones nos fueron dados para el desarrollo
de la propia personalidad y para lograr el fin último; pero también para
servicio del prójimo. Es más, no podríamos alcanzar el fin personal si no es
contribuyendo al bien de todos13.
Por no estar el desarrollo de la sociedad al margen de
los planes del Señor, el concurso personal de cada uno al bien común reviste el
carácter de una ineludible obligación moral. «La vida social no es para el
hombre sobrecarga accidental. Por ello, a través del trato con los demás, de la
reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social
engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder a su
vocación»14. Unas obligaciones son de estricta justicia en sus diversas
formas; otras son exigencias de la caridad, que va más allá de dar a cada uno
lo que estrictamente le corresponde. Unas y otras se cumplen cada vez que
contribuimos al bien de todos, para que la sociedad en la que vivimos sea cada
vez más humana y cristiana, por ejemplo, «ayudando y promoviendo a las
instituciones, públicas y privadas, que sirven para mejorar las condiciones de
vida del hombre»15:
fundaciones, obras de caridad y de formación, de cultura, publicaciones de sana
doctrina, etc. Pues «hay quienes profesan amplias y generosas opiniones, pero
en realidad viven siempre como si nunca tuvieran cuidado alguno de las
necesidades sociales. No solo esto; en varios países son muchos los que
menosprecian las leyes y las normas sociales»16,
y viven entonces de espaldas a sus hermanos los hombres y de espaldas a Dios.
Pensemos junto al Señor en quienes nos rodean.
¿Contribuyo según mis posibilidades al fomento del bien común: dedicando tiempo
a instituciones y obras en bien de la sociedad, colaborando económicamente,
apoyando iniciativas en favor de los demás, particularmente de los más
necesitados? ¿Cumplo fielmente las obligaciones que se derivan de vivir en
sociedad: ruidos, limpieza...? ¿Cultivo las virtudes de convivencia
–afabilidad, gratitud, optimismo, puntualidad, orden...– en mi ámbito familiar?
¿Me mueve habitualmente el afán de servir a los demás, aunque sea en cosas muy
pequeñas? «¡Ojalá te acostumbres a ocuparte a diario de los demás, con tanta
entrega, que te olvides de que existes!»17;
así habríamos encontrado una buena parte de la felicidad que se puede lograr en
la tierra y habríamos ayudado a ser mucho más dichosos a otros, que son hijos
de Dios y hermanos nuestros.
1 Cfr. Primera
lectura. Año I. Gen 1, 1 ss. —
2 Cfr. Gen 1,
27. —
3 Cfr. Gen 12.
—
4 Gen 1,
28. —
6 Conc. Vat. II, Const. Gaudium
et spes, 12. —
8 C.
López Pardo, Sobre la vida y la muerte, Rialp, Madrid 1973.
p. 438. —
9 Ibídem,
pp. 346-347. —
10 Jn 15,
12. —
11 Cfr Pío XII,
Enc. Summi pontificatus, 20-X-1939. —
12 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 111. —
13 Cfr. León XIII,
Enc. Rerum novarum, 15-IX-1881. —
14 Conc. Vat. II, Const. Gaudium
et spes, 25. —
15 Ibídem,
30. —
16 Ibídem.
—
17 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 947.
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