Francisco Fernández-Carvajal 21 de junio de
2020
@hablarcondios
— La soberbia tiende a
ver aumentadas las faltas ajenas y a disminuir y excusar las propias. Evitar
los juicios negativos sobre los demás.
— Aceptar a las
personas como son, con sus defectos. Ayudar con la corrección fraterna.
— La crítica positiva.
I. En cierta
ocasión, el Señor advirtió a los que le escuchaban: ¿Por qué te fijas
en la mota del ojo de tu hermano, y no ves la viga que hay en el tuyo? O ¿cómo
vas a decir a tu hermano: deja que saque la mota de tu ojo, cuando tú tienes
una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y entonces
podrás sacar la mota del ojo de tu hermano1.
Una manifestación de humildad es evitar el juicio negativo, y frecuentemente
injusto, sobre los demás.
Por nuestra soberbia personal, las faltas más pequeñas
que afectan a otros se ven aumentadas, mientras que, por contraste, los mayores
defectos propios tienden a disminuirse y a justificarse. Es más, la soberbia
tiende a proyectar en los demás lo que en realidad son imperfecciones y errores
de uno mismo. Por eso aconsejaba sabiamente San Agustín: «Procurad adquirir las
virtudes que creéis que faltan en vuestros hermanos, y ya no veréis sus
defectos, porque no los tendréis vosotros»2.
La humildad, por el contrario, ejerce positivamente su
influjo en una serie de virtudes que permiten una convivencia humana y
cristiana. Solo la persona humilde está en condiciones de perdonar, de
comprender y de ayudar, porque solo ella es consciente de haber recibido todo
de Dios, y conoce sus miserias y lo necesitada que anda de la misericordia
divina. De ahí que trate a su prójimo –también a la hora de juzgar– con
comprensión, disculpando y perdonando cuando sea necesario. Por otra parte,
nuestra visión de las acciones de otros será siempre muy limitada, pues solo
Dios penetra en las intenciones más íntimas, lee en los corazones y da el
verdadero valor a todas las circunstancias que acompañan a una acción.
Debemos aprender a excusar los defectos, quizá patentes
e innegables, de quienes tratamos a diario, de tal manera que no nos separemos
de ellos ni dejemos de apreciarlos a causa de sus fallos o incorrecciones.
Aprendamos del Señor, que «no pudiendo de ninguna forma excusar el pecado de
quienes le habían puesto en la cruz, trata sin embargo de aminorar la malicia,
alegando su ignorancia. Cuando no podamos nosotros excusar el pecado,
juzguémosle a lo menos digno de compasión, atribuyéndolo a la causa más
tolerante que pueda aplicársele, como lo es la ignorancia o la flaqueza»3.
Si nos ejercitamos en ver las cualidades del prójimo,
descubriremos que esas deficiencias en su carácter, esas faltas en su
comportamiento son, de ordinario, de escaso relieve en comparación con las
virtudes que posee. Esta actitud positiva, justa, ante quienes tratamos
habitualmente, nos ayudará mucho a acercarnos más al Señor, pues creceremos en
mortificación interior, en caridad y en humildad. «Procuremos siempre
–aconsejaba Santa Teresa– mirar las virtudes y cosas buenas que viéremos en los
otros, y tapar sus defectos con nuestros grandes pecados. Es una manera de
obrar que, aunque luego no se haga con perfección, se viene a ganar una gran
virtud, que es tener a todos por mejores que nosotros, y comiénzase a ganar por
aquí el favor de Dios»4.
Ante las deficiencias de los demás, incluso ante los
mismos pecados externos (murmuraciones, faltas de laboriosidad...), hemos de
adoptar una actitud positiva: rezar en primer lugar por ellos, desagraviar al
Señor, ejercitar la paciencia y la fortaleza, quererles y apreciarles más,
porque más lo necesitan; ayudarles lealmente con la corrección fraterna.
II. El Señor no
despidió a los Apóstoles ni dejó de apreciarlos porque tuvieran defectos. Estos
han quedado bien reflejados en los Evangelios: en aquellos primeros momentos de
su entrega al Señor, a veces vemos que se mueven por envidia, que tienen
sentimientos de ira, que ambicionan los primeros puestos...; en esas ocasiones
el Maestro les corrige con delicadeza, tiene paciencia con ellos y no deja de
quererles. Enseña a quienes iban a ser los transmisores de su doctrina algo vital,
en la familia, en el trabajo... en la Iglesia entera: el ejercicio, con obras,
de la caridad.
Amar a los demás, con sus defectos también, es cumplir
la Ley de Cristo, pues toda la Ley se resume en un solo precepto, en
este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo5,
y no dice este mandamiento de Jesús que se ha de amar solo a quienes carecen de
defectos o a quienes tienen determinadas virtudes. El Señor nos pide que
sepamos apreciar en primer lugar, porque la caridad es ordenada, a quien Dios
ha puesto a nuestro lado por razones de parentesco, de trabajo, de amistad, de
vecindad... Esta caridad tomará acentos y notas particulares según los lazos
que nos unan, pero en todo caso nuestra actitud ha de ser siempre abierta,
amistosa, con deseos de ayudar a todos. Y no se trata de vivir esta virtud con
personas ideales, sino con quienes habitualmente convivimos, trabajamos o
encontramos en la calle a la hora de mayor tráfico, o cuando los transportes
públicos van sobrecargados. A veces nos hallaremos –quizá en el mismo hogar, en
la misma oficina– a personas que tienen mal carácter o están algo enfermas o
cansadas, o son egoístas y envidiosas... Se trata de convivir, de apreciar y de
ayudar a esas personas concretas y reales.
Ante las faltas del prójimo, la respuesta del
cristiano es comprender, rezar y, cuando sea oportuno, ayudar a través de
la corrección fraterna, que recomendó el mismo Señor6 y
que se vivió desde siempre en la Iglesia.
Esta ayuda fraterna, por ser fruto de la caridad, ha
de hacerse humildemente, sin herir, a solas, de forma amable y positiva,
haciendo comprender a ese amigo, a ese colega, que aquello daña a su alma, al
trabajo, a la convivencia, a su debido prestigio humano. El precepto evangélico
supera con mucho el plano meramente humano de las convenciones sociales y de la
misma amistad si se funda solo en criterios exclusivamente humanos. Es una
muestra de lealtad humana, que evita toda crítica o murmuración a espaldas del
interesado. ¿Nos comportamos así nosotros? ¿Ejercitamos de hecho esta recomendación
que tiene su origen en el mismo Cristo?
III. Si
tomamos como norma habitual no estar pendientes de la mota en el ojo
ajeno, nos será fácil no hablar mal de nadie. Si en algún caso tenemos la
obligación de emitir un juicio sobre una determinada actuación, sobre el
proceder de alguien, haremos esa valoración en la presencia del Señor, en la
oración, purificando la intención y cuidando las normas elementales de
prudencia y de justicia. «No me cansaré de insistiros –solía repetir San
Josemaría Escrivá– en que, quien tiene obligación de juzgar, ha de oír las dos
partes, las dos campanas. ¿Por ventura nuestra ley condena a nadie sin
haberle oído primero y examinado su proceder?, recordaba Nicodemo, aquel
varón recto y noble, leal, a los sacerdotes y fariseos que buscaban perder a
Jesús»7.
Y si tenemos que ejercer la crítica, esta ha de ser
siempre constructiva, oportuna, salvando siempre a la persona y sus
intenciones, que no conocemos sino parcialmente. La crítica del cristiano es
profundamente humana, no hiere y conserva incluso la amistad de quienes nos son
contrarios, porque se manifiesta llena de respeto y de comprensión. El
cristiano, por honradez humana, no juzga lo que no conoce, y cuando emite un
juicio sabe que este debe tener siempre unos requisitos de tiempo, de lugar y
con los matices oportunos, sin lo cual se podría convertir con facilidad en
detracción o difamación. Por caridad, y por honradez, tendremos cuidado de no
convertir en juicio inamovible lo que ha sido una simple impresión, o en
transmitir como verdad el «se dice» o la simple noticia sin confirmar, y que
quizá nunca se confirme, que daña la reputación de una persona o de una
institución.
Si la caridad nos lleva a ver los defectos de los
demás solo en un contexto de virtudes y de cualidades positivas, la humildad
nos conduce a descubrir tantos errores y defectos en nosotros mismos que nos
moverán, sin pesimismos, a pedir perdón al Señor, a comprender que los demás
tengan alguno y a poner empeño por mejorar. Y, para esto, debemos aprender a
recibir y a aceptar la crítica honrada de esas personas que nos conocen y
aprecian. «Signo cierto de grandeza espiritual es saber dejarse decir las
cosas: recibirlas con alegría y agradecimiento»8.
Por el contrario, es propio de personas que se dejan llevar por la soberbia no
tolerar ninguna advertencia, la excusa o la reacción contra quien, llevado de
la caridad y de la mejor amistad, les quiere ayudar a superar un defecto o a
evitar que repitan un mal proceder.
Entre los muchos motivos para dar gracias a Dios,
ojalá podamos contar también con el de tener personas a nuestro lado que sepan
decirnos oportunamente lo que hacemos mal y lo que podemos y debemos hacer
mejor, en una crítica amiga y honesta.
La Virgen Santa María siempre supo decir la palabra
adecuada; jamás murmuró, muchas veces guardó silencio.
1 Mc 7,
3-5. —
2 San
Agustín, Comentarios sobre los salmos, 30, 2, 7. —
3 San
Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 28.
—
4 Santa
Teresa, Vida, 13, 6. —
5 Gal 5,
14. —
6 Mt 18,
15-17. —
7 San
Josemaría Escrivá, Carta 29-IX-1957. —
8 S.
Canals, Ascética meditada, p. 120.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico