Por Antonio Pérez
Esclarín
Debo comenzar aclarando
que durante toda mi vida he combatido el racismo, lo que me ha traído algunos
problemas. Recuerdo que, cuando estudiaba en Estados Unidos, acostumbraba ir en
vacaciones a trabajar en Canonsburg, Pensilvania, e incluso pertenecí a la
United Steelworkers. En una de esas vacaciones, me alojé en la casa de una
señora, que me había recomendado el P. Finol, un sacerdote maracucho que allá
trabajaba con una organización que atendía a niños con síndrome de down. El
caso es que me hice muy amigo de un obrero negro y solíamos volver todas las
tardes caminando juntos por las vías del tren hasta nuestras casas. Un día me
llamó la dueña de la casa y me dijo más o menos lo siguiente: “Usted, que no es
de aquí, ignora en qué situación me ha metido, pues ¿qué van a decir mis amigos
cuando se enteren que estoy alojando en mi casa a una persona que es amigo de
los negros?”. Yo no dije nada, busqué mi maleta, y me fui de su casa.
Este hecho demuestra lo fuerte que era, y todavía es, el racismo en muchos
lugares de Estados Unidos. Pero el racismo está enquistado con fuerza en muchos
otros países, también en Venezuela, sobre todo con los indígenas. Por ello,
solidarizándome con ellos, bauticé a mis hijos con nombres indígenas: Manaure y
Nairuma, y tengo el honor de ser compadre de algunos guajiros.
Dicho esto, si bien creo que hay que combatir el racismo y también todas las prácticas y políticas excluyentes, no entiendo por qué el asesinato de George Floyd ha levantado esa ola de indignación, mientras que el mundo ha tolerado sin la más mínima reacción los cientos de muertos de la represión policial en Venezuela. ¿Será que la represión política no es un crimen semejante o peor que la del racismo? ¿Será que un norteamericano, sin importar su color, importa más que los cientos de jóvenes asesinados salvajemente en las manifestaciones por pretender una mejor Venezuela? Ellos tampoco podían respirar cuando eran asfixiados con bolsas de plástico, torturados, golpeados, ahogados por los gases lacrimógenos...
Unas marchas que terminan con saqueos, destrucción y enfrentamientos se desacreditan a sí mismas pues recurren a la misma violencia que trataban de condenar. Además, una situación descontrolada necesariamente tiene que ser contenida, lo que a su vez solo logra aumentar la espiral de la violencia. Por ello, uno empieza a preguntarse si detrás de esas marchas multitudinarias no habrá otros objetivos ocultos que se aprovechan del combate al racismo. Yo nunca he aceptado, por ejemplo, que ciertos militantes de izquierda sean tan dados a denunciar los abusos policiales en algunos países y callan ante las flagrantes represiones violentas en países como China, Irán, Nicaragua, Cuba o Venezuela. Hay que ser coherente y condenar la violencia venga de donde venga y por el motivo que sea. Por ello, resulta inaudito que Maduro y Padrino López condenen la represión en Estados Unidos cuando aquí la permiten y hasta la premian. ¿O será que la violencia es buena si defiende mi ideología y mis proyectos y es detestable si se opone a ellos?
Dados los niveles de miseria e inseguridad en Venezuela, a las grandes mayorías nos está resultando imposible respirar. Y los que nos gobiernan siguen oprimiendo con su rodilla todas las posibles salidas que podrían traer un aire fresco y aliviar nuestros pulmones. Urge un cambio de rumbo que nos permita de nuevo respirar.
pesclarin@gmail.com
16-06-20
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