Francisco Fernández-Carvajal 14 de junio de
2020
@hablarcondios
— Jesús se oculta para
que le descubran nuestra fe y nuestro amor.
— La Sagrada Eucaristía
nos transforma.
— Cristo se nos entrega
a cada uno, personalmente.
I. Adoro
te devote, latens Deitas... Te adoro con devoción, Dios escondido, que estás
verdaderamente oculto bajo estas apariencias. A ti se somete mi corazón por
completo, y se rinde totalmente al contemplarte1.
Así comienza el himno que escribió Santo Tomás para la fiesta del Corpus
Christi, y que ha servido a tantos fieles para meditar y expresar su fe y
su amor a la Sagrada Eucaristía.
Te adoro con devoción, Dios escondido...
Verdaderamente Tú eres un Dios oculto2,
había proclamado ya el Profeta Isaías. El Creador del Universo ha dejado las
huellas de su obra; parecía como si Él quisiera quedarse en un segundo plano.
Pero llegó un momento en la historia de la humanidad en que Dios decidió
revelarnos su ser más íntimo. Es más, quiso en su bondad habitar entre
nosotros, plantar su tienda en medio de los hombres, y se encarnó en el seno purísimo
de María. Vino a la tierra y permaneció oculto para la mayoría de las gentes,
que estaban preocupadas de otras cosas. Le conocieron algunos que poseían un
corazón sencillo y una mirada vigilante para lo divino: María, José, los
pastores, los Magos, Ana, Simeón... Este anciano había esperado toda su vida la
llegada del Mesías anunciado, y pudo exclamar ante Jesús Niño: Ahora,
Señor, puedes sacar en paz de este mundo a tu siervo según tu palabra: porque
mis ojos han visto a tu Salvador...3.
¡Si nosotros pudiéramos decir lo mismo al acercarnos al Sagrario!
Y después, en la vida pública, a pesar de los milagros
en que Jesús manifestaba su poder divino, muchos no supieron descubrirlo. En
otras ocasiones es el mismo Señor el que se esconde y manda a quienes Él mismo
ha curado que no le descubran. En Getsemaní y en la Pasión parecía oculta
completamente la divinidad a los ojos de los hombres, En la Cruz, la Virgen
sabía con certeza que Aquel que moría era Jesús, Dios hecho hombre. Y a los
ojos de muchos moría como un malhechor.
En la Sagrada Eucaristía, bajo las apariencias de pan
y de vino, Jesús se vuelve a ocultar para que le descubran nuestra fe y nuestro
amor. A Él le decimos en nuestra oración: «Señor, que nos haces participar del
milagro de la Eucaristía: te pedimos que no te escondas», que esté siempre
claro tu rostro a nuestros ojos; «que vivas con nosotros», porque sin Ti
nuestra vida no tiene sentido; «que te veamos», con los ojos purificados en el
sacramento de la Penitencia; «que te toquemos», como aquella mujer que se
atrevió a tocar la orla de tu vestido y quedó curada; «que te sintamos», sin
querer nunca acostumbrarnos al milagro; «que queramos estar siempre junto a
Ti», que es el único lugar en el que hemos sido felices plenamente; «que seas
el Rey de nuestras vidas y de nuestros trabajos», porque te lo hemos dado todo4.
II. La presencia es
una necesidad del amor, y el Maestro, que había dejado a los suyos el supremo
mandamiento del amor, no podía sustraerse a esta característica de la verdadera
amistad: el deseo de estar juntos. Para realizar este vivir con nosotros, a la
espera del Cielo, se quedó en nuestros Sagrarios. Así hizo posibles aquellas
vivas recomendaciones antes de su partida: Permaneced en Mí y Yo en
vosotros. En adelante ya no os llamaré siervos. Yo os digo: vosotros sois mis
amigos... Permaneced en mi amor5.
Una amistad profunda con Jesús ha ido creciendo en tantas Comuniones, en las
que Cristo nos ha visitado, y en tantas ocasiones como nosotros hemos ido a
verle al Sagrario. Allí, oculto a los sentidos, pero tan claro a nuestra fe, Él
nos esperaba; a sus pies hemos afirmado nuestros mejores ideales, y en Él hemos
abandonado las preocupaciones, lo que en alguna ocasión nos podía agobiar... El
Amigo comprende bien al amigo. Allí, en la fuente, hemos ido a beber el modo de
practicar las virtudes. Y hemos procurado que su fortaleza sea nuestra
fortaleza, y su visión del mundo y de las personas, la nuestra... ¡Si un día
pudiéramos decir también nosotros, como San Pablo: Ya no soy yo quien
vive, sino Cristo en mí!6.
Santo Tomás afirma que la virtud de este sacramento es
llevar a cabo cierta transformación del hombre en Cristo por el amor7.
Todos tenemos la experiencia de que cada uno vive, en buena parte, según
aquello que ama. Los hombres con afición al estudio, al deporte, a su
profesión, dicen que esas actividades son su vida. De manera
semejante, si un hombre busca solo su interés, vive para sí. Y si amamos a
Cristo y nos unimos a Él, viviremos por Él y para Él, de una manera
tanto más profunda cuanto más hondo y verdadero sea el amor. Es más, la gracia
nos configura por dentro y nos endiosa. «¿Amas la tierra? –exclama San
Agustín–. Serás tierra. ¿Amas a Dios? ¿Qué voy a decir? ¿Que serás dios? No me
atrevo a decirlo, pero te lo dice la Escritura: Yo dije: sois dioses, y
todos hijos del Altísimo (Sal 81, 6)»8.
Vamos a ver a Jesús oculto en el Sagrario, y se anulan
las distancias, y hasta el tiempo pierde sus límites ante esta Presencia que es
vida eterna, semilla de resurrección y pregustación del gozo celestial. Es ahí
donde la vida del cristiano irradia la vida de Jesús: en medio del trabajo, en
su sonrisa habitual, en el modo como lleva las contrariedades y los dolores, el
cristiano refleja a Cristo. Él, que permanece en el Sagrario, se manifiesta y
se hace presente a los hombres en la vida corriente del cristiano.
Sagrarios de plata y oro // que abrigáis la
omnipresencia // de Jesús, nuestro tesoro, // nuestra vida, nuestra ciencia. //
Yo os bendigo y os adoro con profunda reverencia...9.
Desde hace dos mil años, el Hijo de Dios habita en
medio de los hombres. «¡Él, en quien el Padre encuentra delicias inefables, en
quien los bienaventurados beben una eternidad de dicha! El Verbo encarnado está
ahí, en la Hostia, como en tiempo de los Apóstoles y de las muchedumbres de
Palestina, con la infinita plenitud de una gracia capital, que no pide sino
desbordarse sobre todos los hombres para transformarlos en Él. Habría que
acercarse a este Verbo salvador con la fe de los humildes del Evangelio, que se
precipitaban al encuentro de Cristo para tocar la franja de su vestidura y
volvían sanos»10. Así hacernos el propósito de acercarnos nosotros.
III. A
Ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte.
No deben desconcertarnos las apariencias sensibles. No
todo lo real, ni siquiera todas las realidades creadas de este mundo, son
percibidas por los sentidos, que son fuente de conocimiento, pero a la vez
limitación de nuestra inteligencia. La Iglesia, en su peregrinación por este
mundo hacia el Padre, posee en la Sagrada Eucaristía a la Segunda Persona de la
Trinidad Beatísima, a la que no perciben los sentidos, que ha asumido la
Humanidad Santísima de Cristo. El Verbo se hizo carne11 para
habitar entre nosotros y hacernos partícipes de su divinidad. Vino para el
mundo entero, y se hubiera encarnado por el menor y más indigno de los hombres.
San Pablo pregustaba esta realidad con gozo, y decía: el Hijo de Dios me
amó y se entregó a Sí mismo por mí12.
Jesús habría venido al mundo y padecido por mí solo. Esta es la gran realidad
que llena mi vida, podemos pensar todos. En la economía de la Redención, la
Eucaristía fue el medio providencial elegido por Dios para permanecer
personalmente, de modo único e irrepetible, en cada uno de nosotros. Con
alegría cantamos en la intimidad de nuestro corazón: Pange, lingua,
gloriosi Corporis mysterium... Canta, lengua mía, el misterio del Cuerpo
glorioso y de la Sangre preciosa, que el Rey de las naciones, Hijo de Madre
fecunda, derramó por rescatar al mundo13.
No está oculto Jesús. Nosotros le vemos cada día, le
recibimos, le amamos, le visitamos... ¡Qué clara y diáfana es su Presencia
cuando le contemplamos con una mirada limpia, llena de fe! Pensemos en cómo
vamos a comulgar, quizá dentro de pocos minutos o de algunas horas, y pidamos a
Dios Padre, nuestro Padre, que aumente la fe y el amor de nuestro corazón.
Quizá nos pueda servir aquella oración de Santo Tomás con la que tal vez nos
hemos preparado para recibir a Jesús en otras ocasiones: «Omnipotente y
sempiterno Dios, me acerco al sacramento de vuestro Hijo Unigénito, Nuestro
Señor Jesucristo, como un enfermo al médico que le habrá de dar vida; como un
inmundo acudo a la fuente de la misericordia; ciego, vengo a la luz de la
eternidad; pobre y falto de todo, me presento al soberano Señor del cielo y de
la tierra. Ruego a vuestra inmensa largueza se sirva sanar mis enfermedades,
purificar mis manchas, iluminar mis tinieblas, enriquecer mi miseria, vestir mi
desnudez. Dulcísimo Señor, concededme que reciba el Cuerpo de vuestro Hijo
Unigénito, nacido de la Virgen, con tal fervor que pueda ser unido íntimamente
a Él y contado entre los miembros de su Cuerpo místico».
1 Himno Adoro
te devote. —
2 Is 45,
15. —
3 Lc 2,
29-30. —
4 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 542. —
5 Jn 15,
4; 9, 15. —
6 Gal 2,
20. —
7 Cfr. Santo
Tomás, Libro IV de las Sentencias, Dist. 12, q. 2, a. 2 ad
1. —
8 San
Agustín, Comentario a la Carta de San Juan a los Parthos,
2, 14. —
9 Sor
Cristina de Arteaga, Sembrad, XCIX. —
10 M.
M. Philipon, Los sacramentos en la vida cristiana, Palabra,
2ª ed., Madrid 1980, p. 132. —
11 Jn 1,
14. —
12 Gal 2,
20. —
13 Himno Pange.
lingua.
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