Francisco Fernández-Carvajal 12 de junio de
2020
@hablarcondios
— El Señor realza el
valor de la palabra dada. Si no existe la necesidad de un juramento, nuestra
palabra debe bastar.
— Amor a la verdad en
toda ocasión y circunstancia.
— Fidelidad y lealtad a
nuestros compromisos.
I. En tiempos de
Jesús, la práctica del juramento había caído en el abuso por su frecuencia, por
la ligereza con que se hacía, y por la casuística que se había originado para
legitimizar su incumplimiento. Jesús sale al paso de esta costumbre, y con la
fórmula pero yo os digo, que emplea con frecuencia para señalar la
autoridad divina de sus palabras, prohíbe poner a Dios por testigo, no solo de
cosas falsas, sino también de aquellos asuntos en los que la palabra del hombre
debe bastar. Así lo recoge San Mateo en el Evangelio de la Misa1: A
vosotros os debe bastar decir sí o no. El Señor quiere realzar y devolver
su valor y fuerza a la palabra del hombre de bien que se siente comprometido
por lo que dice.
Jurar, es decir, poner a Dios por testigo de algo que
se asegura o se promete, es lícito, y en ocasiones necesario, cuando se hace
con las debidas condiciones y circunstancias. Es entonces un acto de la virtud
de la religión y redunda en honor del nombre de Dios. El Profeta Jeremías ya
había señalado que el juramento grato a Dios debía ser realizado en
verdad, en juicio y en justicia2;
es decir, la afirmación ha de ser verdadera, formulada con prudencia –ni ligera
ni temerariamente– y referida a una cosa o necesidad justa y buena.
Si no lo exige la necesidad, nuestra palabra de
cristianos y de hombres honrados debe bastar, porque nos han de conocer como
personas que buscan en todo la verdad y que dan un gran valor a la palabra
empeñada, en lo que se fundamenta toda lealtad y toda fidelidad: a Cristo, a
nuestros compromisos libremente adquiridos, a la familia, a los amigos, a la
empresa en la que trabajamos.
En las situaciones normales de la vida corriente,
bastará nuestra palabra para dar toda la consistencia necesaria a lo que
afirmamos o prometemos; pero la fuerza de la palabra empeñada ha de ganarse día
a día, siendo veraces en lo pequeño, rectificando con valentía cuando nos hemos
equivocado, cumpliendo nuestros compromisos. ¿Nos conocen así en el lugar donde
trabajamos, en la familia, aquellos que nos tratan? ¿Saben que procuramos no
mentir jamás, ni siquiera por diversión, o por conseguir un bien, o por evitar
un mal mayor?
II. En las
enseñanzas de Cristo, la hipocresía y la falsedad son vicios muy combatidos3,
mientras que la veracidad es una de las virtudes más gratas a Nuestro
Señor: He aquí un verdadero israelita, en quien no hay doblez4,
dirá de Natanael cuando se le acerca acompañado de Felipe. Jesucristo mismo
es la Verdad5; por
el contrario, el demonio es el padre de la mentira6.
Quienes sigan al Maestro han de ser hombres honrados y sinceros que huyen
siempre del engaño y basan sus relaciones –humanas y divinas– en la veracidad.
La verdad se transmite a través del testimonio del
ejemplo y de la palabra: Cristo es el testigo del Padre7;
los Apóstoles8, los primeros cristianos, nosotros ahora, somos testigos de
Cristo delante de un mundo que necesita testimonios vivos. Y ¿cómo creerían
nuestros amigos y colegas en la doctrina que queremos transmitirles, si nuestra
propia vida no estuviera basada en un gran amor a la verdad? Los cristianos
debemos poder decir, como Jesucristo, que hemos venido al mundo para
atestiguar sobre la verdad9,
en un momento en que muchos utilizan la mentira y el engaño como una
herramienta más para escalar puestos, para alcanzar un mayor bienestar material
o evitarse compromisos y sacrificios; o simplemente por cobardía, por falta de
virtudes humanas. El mismo Jesús señaló el amor a la verdad como una cualidad
necesaria en sus discípulos, que lleva consigo la paz del alma, porque
la verdad os hará libres10.
Hemos de ser ejemplares, estando dispuestos a
construir nuestra vida, nuestra hacienda, nuestra profesión, sobre un gran amor
a la verdad. No nos sentimos tranquilos cuando hay por medio una mentira.
Debemos amar la verdad y poner empeño en encontrarla, pues en ocasiones está
tan oscurecida por el pecado, las pasiones, la soberbia, el materialismo...,
que de no amarla no sería posible reconocerla. ¡Es tan fácil aceptar la mentira
cuando llega –disimulada o con claridad– en ayuda del falso prestigio, de
mayores ganancias en la profesión...!; pero ante la tentación, tantas veces
disfrazada con variados argumentos, hemos de recordar, clara, diáfana, la
doctrina de Jesús: sea vuestra palabra: «Sí, sí»; «No, no»11.
Ser veraces es un deber de justicia, una obligación de
caridad y de respeto al prójimo. Y esta misma consideración por quienes nos
escuchan nos llevará en ocasiones a no manifestar, indiscretamente, nuestros
conocimientos y opiniones, sino de acuerdo con la formación, edad, etc., de los
oyentes. El amor a la verdad que nos han confiado nos llevará a mantener firmes
otras exigencias morales, como la reserva o el secreto profesional, el derecho
a la intimidad, etc., pidiendo, si es preciso, consejo sobre el modo de actuar
en casos difíciles para defender una determinada verdad ante quien quiere
acceder a ella injustamente.
III. Al
dar nuestra palabra, en cierto modo nos damos nosotros mismos, nos
comprometemos en lo más íntimo de nuestro ser. Un cristiano, un verdadero
discípulo de Jesucristo, a pesar de sus errores y defectos, ha de ser leal,
honesto, un hombre de palabra; alguien que es fiel a
su palabra. En la Iglesia los cristianos nos llamamos fieles,
para expresar la condición de miembros del Pueblo de Dios adquirida por el
Bautismo12. Pero también fiel es la persona que inspira
confianza, de la que nos podemos fiar, aquella cuyo comportamiento corresponde
a la confianza puesta en ella o a lo que exigen de ella el amor, la amistad, el
deber, y que es fiel a una promesa, a la palabra dada...13.
En la Sagrada Escritura el calificativo fiel es atribuido a
Dios mismo, porque nadie como Él, de modo eminente, es digno de confianza: es
siempre fiel a sus promesas, no nos falla jamás. Fiel es Dios –dice
San Pablo a los Corintios–, que no permitirá que seáis tentados más
allá de vuestras fuerzas...14.
Es fiel quien es leal a su palabra. Es leal el que
cumple sus compromisos: con Dios y con los hombres. Pero la sociedad muestra
con frecuencia duda y relativismo, ambiente de infidelidad; muchas gentes, de
todas las edades, parecen ignorar la cabal obligación de ser fieles a la
palabra dada, de llevar adelante los compromisos que se adquirieron con total
libertad, de mantener una conducta coherente con las decisiones que han tomado
ante Dios o ante los hombres: en la vida religiosa y en la vida civil. Podrán
presentarse dificultades, pero en cualquier caso la fe y la doctrina de la
Iglesia, el ejemplo de los santos, nos enseñan que es posible vivir
las virtudes: a quien hace lo que está de su parte, Dios no le niega su gracia.
Hemos de estar firmemente persuadidos, y ayudar a los
demás a estarlo, de que se pueden vivir las virtudes con todas sus
exigencias, pues se ha extendido ampliamente una idea –a veces un
sentimiento difuso– de que las virtudes, los compromisos, son una especie de
«ideales», unas metas a las que hay que tender, pero que son inalcanzables.
Pidamos fervientemente al Señor que no nos inficcionemos nunca de ese error.
El cristiano, ejercitándose en la lealtad, no cederá
cuando las exigencias morales sean o parezcan más fuertes. Hemos de pedir a
Dios esa rectitud de conciencia: quien cede, teóricamente «desearía» vivir las
virtudes, «desearía» no pecar, pero considera que si la tentación es fuerte o
las dificultades grandes, está poco menos que justificado ceder. Esto puede
ocurrir ante los compromisos en el trabajo, frente a la necesidad de rechazar
con energía un clima de sensualidad, al ser necesarios unos medios costosos
para sacar adelante la educación de los hijos, o el propio matrimonio, o el
camino vocacional. Recordemos hoy en nuestra oración aquella advertencia de
Jesús: cayó la lluvia, llegaron las riadas, soplaron los vientos e
irrumpieron contra aquella casa, pero no se cayó porque estaba cimentada sobre
roca15. La roca es Cristo, que nos brinda siempre su fortaleza.
Fieles a Cristo: esta es la mayor alabanza que nos pueden hacer; que
Jesucristo pueda contar con nosotros sin limitaciones de circunstancias o de
futuro, y que nuestros amigos sepan que no les fallaremos, que la sociedad a la
que pertenecemos se pueda apoyar, como en cimiento firme, en los pactos que
hemos suscrito, en la palabra empeñada de modo libre y responsable. «Cuando
viajáis de noche en ferrocarril, ¿no habéis pensado nunca de pronto que la vida
de varios centenares de personas está en manos de un maquinista, de un guardagujas
que, sin cuidarse del frío y del cansancio, están en su puesto? La vida de todo
un país, la vida del mundo, dependen de la fidelidad de los hombres en el
cumplimiento de su deber profesional, de su función social, de que cumplan
fielmente sus contratos, que sostengan la palabra dada»16,
sin necesidad de poner a Dios por testigo, como hombres cabales.
A vosotros os debe bastar decir sí o no. Hombres de palabra, leales en el cumplimiento de los
pequeños deberes diarios, sin mentiras ni engaños en el ejercicio de nuestra
profesión, sencillos y prudentes, huyendo de lo que no es claro: honradez sin
fisuras, diáfana. Si vivimos esta lealtad en lo humano, con la ayuda de la
gracia seremos leales con Cristo, que en definitiva es lo que importa,
pues quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho17;
no podríamos construir la integridad de nuestra fidelidad a Cristo sobre una
lealtad que se cuarteara cada día en las relaciones humanas.
Qué alegría recibimos cuando en medio de una
dificultad llega un amigo y nos dice: «¡Puedes contar conmigo!». También
agradará al Señor que le digamos hoy en nuestra oración, con la sencillez de
quien conoce su debilidad: Señor, ¡puedes contar conmigo! Nos puede servir
también como una jaculatoria que repitamos a lo largo del día.
Pidamos a María Santísima, Virgo fidelis,
Virgen fiel, que nos ayude a ser leales y fieles en nuestra conducta diaria, en
el cumplimiento de nuestros deberes y compromisos.
1 Mt 5,
33-37. —
2 Jer 4,
2. —
3 Cfr. Mt 23,
13-32. —
4 Jn 1,
47. —
5 Jn 14,
6. —
6 Jn 8,
44. —
7 Jn 3,
11. —
8 Cfr. Hech 1,
8. —
9 Jn 14,
6. —
10 Jn 8,
32. —
11 Mt 5,
37. —
12 Cfr. A.
del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia, EUNSA,
Pamplona 1969, p. 28 ss. —
13 M.
Moliner, Diccionario de uso del español, Gredos, Madrid
1970, voz Fiel. —
14 1
Cor 10, 13. —
15 Mt 7,
25. —
16 G.
Chevrot, Pero Yo os digo..., Rialp, Madrid 1981, p. 180.
—
17 Lc 16,
20.
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