Trino Márquez 11 de junio de 2020
@trinomarquezc
La
forma como el magnate Donald Trump ha enfrentado el vil asesinato de George
Floyd por parte de un psicópata uniformado de policía, ha sido desastrosa.
No
asumió como estadista la violación de los derechos de Floyd y su posterior
muerte. Los tomó como si fuese un capataz. En vez de pedirles perdón a los
familiares de la víctima; declarar que el comportamiento de ese agente no
representa la conducta de la mayoría de los funcionarios policiales,
profesionales apegados a las normas legales establecidas para resguardar la
vida de los detenidos; reunirse con el gobernador de Minnesota y el alcalde de
Minneapolis, para acordar la inmediata reorganización de la policía. Es decir,
en vez de comportarse como un político experimentado -que asume ese lamentable
episodio como un eslabón más en la larga cadena de abusos cometidos durante los
meses recientes por los cuerpos policiales y grupos segregacionistas blancos,
contra la población afroamericana-, desestimó la gravedad del hecho e indujo a
la violencia con sus tuits agresivos. No entiende que el Estado debe ser justo,
no vengador. No comprende las diferencias entre la compleja esfera pública y la
privada.
El
resultado del desbarro es un país atravesado por unas protestas que pudieron
haberse evitado, o al menos atenuado, si el Presidente hubiese tenido una
actitud más cónsona con la seriedad de lo ocurrido y con el insondable
conflicto social que ese crimen refleja. Trump le dio oxígeno por una temporada
larga a la izquierda, que suele ser muy machista y segregacionista en los
países donde gobierna, pero que aprovecha cualquier desmán ocurrido en las
democracias liberales, para denunciar el ‘supremacismo’, y atacar el capitalismo
y la globalización. Después de lo ocurrido en Minneapolis, Donald Trump tenía
en sus manos una granada fragmentaria. En vez de desactivarla, le retiro la
espita para que explotara. Y, en efecto, estalló.
De
una forma similar el empresario se ha comportado frente a la pandemia provocada
por el Covid19. A pesar de contar con muchos de los cerebros más luminosos del
planeta en medicina e investigación científica, optó por ignorarlos y hacerles
más caso a sus corazonadas. Estas le sugerían que no se trataba más que de una
infección pasajera, de esas que cada cierto tiempo estremecen al planeta o a
regiones completas del globo. El resultado de esos presentimientos es que ya
van más de 110.000 muertes en Estados Unidos, la mayor cifra de fallecidos en
el mundo, gran parte de ellos concentrados en el estado de New York. Además, ha
rivalizado de forma abierta con los gobernadores de estado negados a acatar sus
impromptus. De nuevo la impericia, la violación del sentido común y la
arrogancia hicieron estragos.
El
comportamiento díscolo del primer mandatario norteamericano no es excepcional.
Más bien encaja en el patrón seguido por numerosos personajes que llegan al
Gobierno, sin que antes les hayan salido cayos en el duro campo de la política;
del diálogo, la negociación y los acuerdos concertados. Invaden el espacio
público rompiendo normas, transgrediendo. Les parece que someterse a los
cánones establecidos, respetar las tradiciones y las instituciones
establecidas, está fuera de moda. Es demodé. Las consecuencias de sus
exabruptos las pagan muy caras las sociedades que los convierten en
gobernantes.
En
las últimas décadas han aparecido en América Latina y otras zonas del globo,
forasteros como ese, que han infligido daños fatales. Hugo Chávez es uno de ellos.
Provenía del estamento militar, sin ninguna experticia en el arte de la
política. No había sido ni siquiera concejal en un municipio. Insurgió con un
discurso revanchista, afincado en el resentimiento de los grupos que se sentían
excluidos. Prometió destruir la cuarta República para fundar sobre sus
escombros la quinta República. Las consecuencias de semejante desmesura han
alcanzado el nivel de hecatombe. Venezuela, luego de dos décadas de hegemonía
chavista, está arruinada y sometida.
El
peruano Alberto Fujimori -modesto ingeniero agrónomo y profesor universitario-
logró derrotar en 1990 a Mario Vargas Llosa, quien, a pesar de no ser político
de profesión, había radiografiado muy bien en sus relatos la estructura de
poder en Perú. Fujimori terminó imponiendo un régimen autoritario y corrupto,
que provocó una fractura política que se conserva hasta el día de hoy.
Nayib
Bukele, el joven empresario presidente de El Salvador, mantiene en jaque a las
frágiles instituciones de esa nación, que libró una guerra durante décadas, en
la cual murieron cerca de 500.000 personas. Esas huellas están muy frescas.
Bukele juega con fuego.
Es
cierto que los políticos democráticos profesionales cometen errores, muchos
graves; y desatan crisis, muchas profundas. Por esa razón, las naciones se
dejan seducir por el encanto de los forasteros. Sin embargo, los políticos de
carrera poseen una virtud: entienden que por encima de ellos se encuentra el
sistema, y que este debe prevalecer sobre cualquier otra consideración. Los
advenedizos no comparten ese axioma. ¡Cuidado con los outsiders!
Trino
Márquez
@trinomarquezc
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