Julie Turkewitz y Anatoly Kurmanaev 19 de junio
de 2020
@julieturkewitz y @AKurmanaev
Cientos
de desapariciones forzadas juegan un papel crítico en los esfuerzos del régimen
para amordazar a los opositores y propagar el miedo, según un nuevo informe.
Una multitud de agentes del gobierno de Venezuela
ingresaron al hogar con armas pero sin orden judicial y se llevaron a Ariana
Granadillo. Durante la semana que siguió la confinaron, golpearon, interrogaron
y casi la ahogaron. Después la dejaron irse casi tan intempestivamente como se
la llevaron.
Su hermana la buscó durante días, incapaz de sacarle
información a los funcionarios. A Granadillo, entonces de 21 años, sus captores
le dijeron que eran agentes de contrainteligencia. “Nunca, nunca, nunca, nunca
me involucré en nada de política”, dijo en una entrevista, pero
pronto se enteró de que su calvario no era inusual.
Las detenciones secretas, conocidas legalmente como
“desapariciones forzadas” juegan un papel central en los esfuerzos cada vez más
autoritarios del gobierno venezolano para controlar a su población, desalentar
a la disidencia y castigar a sus oponentes, según un nuevo informe de dos grupos de
derechos humanos que consiguió en exclusiva The New York Times.
El reporte, publicado el viernes, documenta 200 casos
similares en 2018 y 524 el año pasado, un alza que atribuye al incremento de
protestas conforme Venezuela ha soportado sucesivas crisis económicas y políticas y
la respuesta represora del gobierno. Fue producido por Foro Penal, un grupo
venezolano que lleva un registro meticuloso de los casos, y Robert F. Kennedy
Human Rights, una organización sin fines de lucro con sede en Washington, D.C.
Los investigadores documentaron numerosos secuestros
en los que las autoridades llegaron en vehículos no identificados, no mostraron
identificación ni órdenes judiciales, confiscaron celulares y computadoras y
dijeron poco al esposar y cubrir la cabeza de los detenidos. Más del 20 por
ciento de las víctimas reportaron haber sido torturados durante el cautiverio.
Con el derecho internacional como guía, estos grupos definieron
las desapariciones forzadas como aquellas detenciones que duraron dos o más
días y en las que, a diferencia de una detención ordinaria, las autoridades
estatales se negaron a proveer información sobre el paradero de las personas.
El informe se añade a un gran cuerpo de evidencia de
violaciones de derechos humanos cometidas por el presidente Nicolás Maduro y
sus aliados, entre las que se cuentan reportes generalizados de tortura y
un análisis de Naciones Unidas de que las fuerzas de seguridad venezolanas han
cometido miles de ejecuciones
extrajudiciales.
El gobierno no respondió a una carta en la que se le
solicitó comentario.
Las desapariciones forzadas son consideradas como un
crimen contra la humanidad bajo el derecho internacional si se comprueba que
suceden de manera sistemática. Los autores del reporte sobre Venezuela dicen
que la práctica es “una de las más graves y crueles violaciones a los derechos
humanos” porque deja a las víctimas “en un estado de absoluta indefensión”.
La táctica recuerda a las de las dictaduras latinoamericanas
de derecha a las que Maduro y su antecesor, Hugo Chávez se opusieron desde
siempre. Argentina y Chile fueron conocidas por detener —y a menudo asesinar—a
personas en los años 70 y 80.
El nuevo análisis encontró que en Venezuela, la
desaparición promedio duró poco más de cinco días, lo que sugiere que el
gobierno buscaba sembrar miedo y al mismo tiempo evitar el escrutinio que
podrían generar las detenciones a largo plazo y gran escala.
Las motivaciones detrás de las desapariciones parecen
variar, de acuerdo a las entrevistas llevadas a cabo por Foro Penal e incluyen
extraer información, acallar a los disidentes o remover temporalmente a los
opositores de la esfera pública. El año pasado 49 personas desaparecieron tras
lo que el reporte llamó “protestas debido a las fallas en los servicios
básicos”, como el agua o la electricidad.
El gobierno de Maduro también podría estar utilizando
a mujeres como Granadillo como fichas de negociación, al llevarse en ocasiones
a las amadas en un intento de aterrorizar a sus parejas.
Su única falta aparente, dijo Granadillo, era que el
primo segundo de su papá era un coronel a quien el gobierno percibía como un
oponente político.
Granadillo, estudiante de medicina, fue secuestrada la
primera vez en febrero de 2018, cuando vivía en la casa del coronel en las
afueras de Caracas, cerca del hospital donde iba a empezar una pasantía.
Los agentes que irrumpieron exigieron que ella y una
prima los acompañaran para interrogarlas, las subieron a un auto blanco, las
esposaron y “nos hicieron saber que de ahí en adelante eran dueños de nuestras
vidas”, dijo ella.
La llevaron, a ciegas, a un edificio del que salía
música estruendosa, la empujaron a un baño y la amenazaron con una navaja,
mientras le preguntaban sobre la ubicación del coronel. Ella y su prima pasaron
la noche ahí, donde las obligaron a hacer sus necesidades frente a uno de los
captores.
“La música subía y bajaba de volumen”, dijo, “lo que
permitía en momentos escuchar los gritos de otras personas a las que
evidentemente se les estaba torturando”.
Los siguientes días, los agentes la obligaron a firmar
un documento “en el que prometíamos no divulgar todos los abusos” y la dejaron
irse. Dos días después inició su pasantía, empeñada en terminar la carrera de
medicina.
Pero tres meses después, los agentes volvieron. Esta
vez era de mañana y estaba en la cama. Subieron a Granadillo y a sus padres a
un taxi sin placas y con vidrios polarizados, les ataron las manos y los encapucharon
para llevarlos a otra casa.
Después de que la interrogaron y golpearon, dijo, pasó
la noche en una celda bajo las escaleras. Al día siguiente los agentes le
dieron agua y un poco de comida y “recalcaron que nadie sabía ni siquiera que
estábamos secuestrados”, dijo. Una agente se le acercó.
“Me vio a los ojos y sin mediar palabra sacó una bolsa
del puño y la colocó en mi cara, cubriéndola completamente. Uno de los hombres
aguantaba mis piernas y mis manos estaban detrás de mi espalda, inmóviles,
atadas”
Incapaz de respirar bajo el plástico, “me desesperé
tan rápido que en segundos ya sentía la asfixia”.
En ocasiones podía escuchar que los agentes golpeaban
e interrogaban a su papá.
Una semana más tarde, los oficiales dejaron a
Granadillo y sus padres en un camino de Caracas, dijo. Eventualmente huyeron
del país y ahora viven en un pequeño pueblo de Colombia.
Sin sus documentos académicos, no ha podido proseguir
con sus estudios de medicina. Muchos de sus amigos de Venezuela se han
distanciado por miedo a las represalias del gobierno. Tiene 23 años y ha
cambiado para siempre, dijo, temerosa de que toquen a la puerta, ansiosa
constantemente, batallando contra una profunda depresión.
Extraña “la inocencia que tenía antes de lo que pasé”,
dijo. “Porque yo descubrí una maldad en el ser humano que no sabía que
existía”.
Maduro ha dado un giro completo desde sus días
estudiantiles como activista que denunciaba las violaciones de derechos humanos
perpetradas por los gobiernos venezolanos pro-estadounidenses durante la Guerra
Fría.
Cuando su mentor, Chávez, llegó al poder en 1999, el
nuevo gobierno de izquierda juró acabar con los abusos del sistema previo y
crear una sociedad democrática e igualitaria. En cambio, Chávez mandó a prisión
a sus oponentes selectivamente para neutralizar a los rivales y consolidar su
poder.
Esta persecución dirigida dio paso al uso sistemático
del miedo y la represión, dicen los defensores de derechos humanos, después de
la muerte de Chávez en 2013, cuando Maduro tomó el poder.
Y según el nuevo informe, las desapariciones forzadas
se convirtieron en herramientas para debilitar a los rivales como Gilber Caro,
un carismático legislador de oposición. Las fuerzas de seguridad lo han
encarcelado tres veces desde inicios de 2017, a pesar de su inmunidad
parlamentaria.
En total, Caro ha pasado casi dos años en prisión, a
menudo en lugares desconocidos para sus familiares o abogados, sin que se le
haya condenado por ningún crimen.
En los breves periodos de libertad entre
desapariciones, Caro le contó a sus amigos de la tortura y abuso a que fue
sometido en manos de las fuerzas de seguridad y continuó su trabajo social y
deberes parlamentarios.
Pero las personas cercanas a él dicen que la tortura,
las privaciones carcelarias y el dolor de vivir bajo la amenaza constante de un
secuestro traumatizaron a Caro. El año pasado ya se había cconvertido en un
hombre callado e introspectivo que batallaba para seguir una conversación en
eventos públicos.
La última vez que lo detuvo la policía de operaciones
especiales fue en diciembre. No se supo su paradero hasta un mes después,
cuando en una corte cerrada y sin defensa legal se le acusó de terrorismo.
Sigue en prisión a la espera de juicio.
El Grupo de Trabajo para las Desapariciones Forzadas
de Naciones Unidas le ha solicitado al gobierno de Venezuela acceso para que
sus miembros visiten y evalúen el uso de la práctica en el país.
“Estamos esperando” dijo Bernard Duhaime, integrante
del grupo, “que ellos nos dejen entrar”.
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