Francisco Fernández-Carvajal 09 de junio de
2020
@hablarcondios
— Necesidad de la gracia para realizar el bien.
— Las gracias actuales.
— Correspondencia.
I. La naturaleza
humana perdió, por el pecado original, el estado de santidad al que había sido
elevada por Dios y, en consecuencia, también quedó privada de la integridad y
del orden interior que poseía. Desde entonces el hombre carece de la suficiente
fortaleza en la voluntad para cumplir todos los preceptos morales que conoce.
Obrar el bien se hizo difícil después de la aparición del pecado sobre la
tierra. Y «esto es lo que explica la íntima división del hombre –enseña el
Concilio Vaticano II–. Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se
presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la
luz y las tinieblas»1.
La ayuda de Dios nos es absolutamente necesaria para
realizar actos encaminados a la vida sobrenatural. No es que nosotros
seamos capaces de pensar algo como propio, sino que nuestra capacidad viene de
Dios2. Además, tras el pecado de origen esa ayuda se hace más
necesaria. «Nadie por sí y por sus propias fuerzas se libera del pecado y se
eleva sobre sí mismo; nadie queda completamente libre de su debilidad, o de su
soledad, o de su esclavitud»3;
todos tenemos necesidad de Cristo modelo, maestro, médico, liberador, salvador,
vivificador4. Sin Él nada podemos; con Él, lo podemos todo.
Aunque la naturaleza humana no está corrompida por el
pecado de origen, experimentamos –incluso después del Bautismo– una tendencia
al mal y una dificultad para hacer el bien: es el llamado fomes peccati o
concupiscencia, que –sin ser en sí mismo pecado– procede del pecado y al pecado
se inclina5. La misma libertad, aunque no ha sido suprimida, está debilitada.
Entendemos así, a la luz de esta doctrina, que
nuestras buenas obras, los frutos de santidad y apostolado, son en primer lugar
de Dios; en segundo término –muy en segundo término–, resultado de haber
correspondido como instrumentos, siempre flojos y desproporcionados, de la
gracia. El Señor nos pide que tengamos en cuenta siempre la pobreza de nuestra
condición, evitando el peligro de una fatua vanidad. Porque a menudo –afirma
San Alfonso María de Ligorio–, «el hombre dominado por la soberbia es un ladrón
peor que los demás, porque roba no bienes terrenos, sino la gloria de Dios
(...). En efecto, según el Apóstol, por nosotros mismos no podemos hacer obra
buena, ni siquiera tener un buen pensamiento (cfr. 2 Cor 3, 5)
(...). Y ya que esto es así, cuando hagamos algún bien, digamos al Señor: Te
devolvemos, Señor, lo que de tu mano recibimos (1 Cron 29,
14)»6. Esto hemos de hacer con cualquier fruto que nos encontremos
en las manos: ofrecerlo de nuevo a Dios, pues bien sabemos que lo malo, la
deficiencia, es nuestra; la belleza y la bondad son de Él.
II. Como observamos
en las páginas del Evangelio, los encuentros de aquellos hombres y mujeres con
Cristo fueron únicos e irrepetibles: Nicodemo, Zaqueo, la mujer adúltera, el
buen ladrón, los Apóstoles... La acción de Dios ya había preparado lentamente
aquellas almas para que se abrieran al Señor en el momento oportuno; así mismo,
tras ese encuentro singular y determinante, la gracia de Dios les acompañará,
buscando y realizando en sus almas nuevas conversiones, nuevos progresos. Otros
personajes no correspondieron, total o parcialmente, a la luz de Dios. Nuestros
encuentros con Cristo también han sido irrepetibles y únicos, como los de estas
gentes que le hallaron en tierras de Galilea, junto al lago de Genesaret, en
Jerusalén o en un pueblo cualquiera a su paso por Samaria. Jesús está
igualmente presente en nuestro vivir, y también recibimos, por la bondad de
Dios, mociones y ayudas para acercarnos a Él, para acabar con perfección un
trabajo, para hacer una mortificación o un acto de fe, para vencernos por amor
de Dios en algo que nos cuesta...: son las gracias actuales, dones
gratuitos y transitorios de Dios que en cada alma desarrollan sus efectos de
una manera particular. ¡Cuántas hemos recibido nosotros cada jornada! ¡Cuántas
más recibiremos si no cerramos la puerta del alma a esa acción callada y
eficacísima del Santificador!
Con la gracia, Dios otorga a cada hombre, a cada
mujer, no solo la facilidad para realizar el bien, sino incluso la misma
posibilidad de realizarlo, porque las criaturas no somos capaces de cumplir
–con nuestras solas fuerzas– los mandamientos y hacer otras obras
sobrenaturalmente buenas. Sin Mí, nada podéis hacer7,
dijo terminantemente el Señor. Y San Pablo enseña que la salvación no
es obra del que quiere, ni del que corre, sino de Dios, que usa de misericordia8,
de una constante e infinita misericordia. ¡Bien experimentado lo tenemos!
El Espíritu Santo nos ilumina para que conozcamos la
verdad, nos inspira y nos mueve, antecediendo, acompañando y perfeccionando las
buenas acciones. Dios es el que obra en vosotros, por efecto de su
buena voluntad, no solo el querer, sino el ejecutar9.
Sin embargo, la gracia no suprime la libertad, pues somos nosotros quienes
queremos y actuamos.
Hemos de pedir al Señor la sabiduría práctica de
apoyarnos siempre en Él y no en nosotros, de buscar en Él la fortaleza y no en
la habilidad de nuestra inteligencia o en otros recursos personales; hemos de
escuchar a menudo, en la vida práctica, la amorosa advertencia del
Maestro: sin Mí, nada podéis hacer. En la vida sobrenatural seremos
siempre principiantes, empeñándonos con la docilidad y aplicación
de un niño que en todo necesita de sus mayores. San Francisco de Sales ilustra
con este ejemplo la delicadeza del amor de Dios por los hombres: «Cuando una
madre enseña a andar a su hijito, le ayuda y le sostiene cuanto es necesario,
dejándole dar algunos pasos por los sitios menos peligrosos y más llanos,
asiéndole de la mano y sujetándole, o tomándole en sus brazos y llevándole en
ellos. De la misma manera Nuestro Señor tiene cuidado continuo de los pasos de
sus hijos»10. Así somos nosotros delante de Dios: como niños pequeños que
no acaban de aprender a andar.
A nosotros nos toca corresponder, manifestar nuestra
buena voluntad, comenzar y recomenzar, siendo sinceros en la dirección
espiritual, teniendo el examen particular (ese punto en el que
luchamos de una manera especial) bien concreto. Nuestras jornadas se resumirán
frecuentemente en: pedir ayuda, corresponder y agradecer.
III. Dios
trata a cada alma con infinito respeto y, por eso, porque Él no fuerza nuestra
voluntad, el hombre puede resistir a la gracia y hacer estéril el deseo divino.
De hecho, a lo largo del día, quizá en cosas pequeñas, decimos que no a
Dios. Y hemos de procurar decir muchas veces sí a lo que el
Señor nos pide, y no al egoísmo, a los impulsos de la
soberbia, a la pereza.
La respuesta libre a la gracia de Dios debe hacerse en
el pensamiento, con las palabras y los hechos11.
No basta la sola fe para cooperar adecuadamente: Dios pide el esfuerzo
personal, las obras, las iniciativas, los deseos eficaces... Aunque Nuestro
Señor, con su Muerte en la Cruz, nos mereció un tesoro infinito de bienes, sin
embargo estas gracias no se nos conceden todas de una vez; y su mayor o menor
abundancia depende de cómo correspondemos. Cuando estamos dispuestos a
decir sí al Señor en todo, atraemos una verdadera lluvia de
dones12. La gracia, el amor a Dios, nos inunda cuando somos fieles a
las pequeñas insinuaciones de cada jornada: cuando vivimos el «minuto heroico»
por la mañana y procuramos que nuestro primer pensamiento sea para el Señor,
cuando preparamos la Santa Misa y rechazamos las distracciones que pretenden
alejarnos de lo que importa, cuando ofrecemos el trabajo...
Nadie podrá decir que ha sido olvidado o desamparado
por Dios, si hace cuanto está a su alcance, porque el Señor concede su auxilio
a todos, también a quienes están fuera de la Iglesia sin culpa propia13.
Es más, el Señor, infinitamente misericordioso y paciente, ha procurado una y
otra vez, de mil maneras distintas, la vuelta de quien se marchó con la
herencia y ahora se encuentra en una lamentable situación. Cada día sale a
esperarle y mueve su corazón para que reemprenda el camino que conduce a la
casa paterna. Y cuando encuentra correspondencia a sus gracias se vuelca en
ayudas y bienes, y le anima a subir más y más.
Si, en esta oración personal, encontramos que nos
cuesta corresponder, sigamos este consejo: «Ponte en coloquio con Santa María,
y confíale: ¡oh Señora!, para vivir el ideal que Dios ha metido en mi corazón,
necesito volar... muy alto, ¡muy alto! (...)»14.
Y cerca de María siempre encontramos a José, su esposo fidelísimo, que tan bien
y con tanta prontitud supo realizar lo que Dios, a través del Ángel, le iba
manifestando. A él podemos acudir a lo largo del día, para que nos ayude a oír
con claridad la voz del Espíritu Santo en tantos detalles y en ocasiones tan
pequeñas, y seamos fuertes para llevarla a la práctica.
2 Primera
lectura de la Misa, Año I, 2 Cor 3, 5. —
3 San
Ireneo, Contra las herejías, 3, 15, 3. —
4 Cfr. Conc.
Vat. II, Decr. Ad gentes, 8. —
5 Conc.
de Trento, Decr. Sobre el pecado original, 5. —
6 San
Alfonso Mª de Ligorio, Selva de materias predicables, 2, 6.
—
7 Jn 15,
5. —
8 Rom 9,
16. —
9 Flp 2,
13. —
10 San
Francisco de Sales, Tratado del amor a Dios, 3, 4. —
11 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Lumen
gentium, 14. —
12 Cfr. Pío XII, Enc. Mystici
Corporis, 29-VI-1943. —
14 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 994.
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