Francisco Fernández-Carvajal 20 de junio de
2020
@hablarcondios
— Valentía en la vida
corriente.
— Nuestra fortaleza se
fundamenta en la conciencia de nuestra filiación divina.
— Valentía y confianza
en Dios en las grandes pruebas y en lo pequeño de la vida corriente.
I. Nos pide el
Señor en el Evangelio de la Misa1 que
vivamos sin miedo, como hijos de Dios. En ocasiones nos encontramos con gentes
angustiadas y atemorizadas por las dificultades de la vida, por acontecimientos
adversos y por obstáculos que se agrandan cuando solo se cuenta con las fuerzas
humanas para salir adelante. Con frecuencia vemos también a cristianos que
parecen atenazados por un miedo vergonzoso para hablar claro de Dios, para
decir que no a la mentira, para mostrar, cuando sea necesario, su condición de
fieles discípulos de Cristo; se teme al qué dirán, al comentario desfavorable,
a ir contracorriente, a llamar la atención... Y ¿cómo no va a llamar la
atención un discípulo de Cristo en ambientes de costumbres paganizadas, en los
que los valores económicos son a menudo los supremos valores?
Jesús nos dice que no nos preocupemos demasiado por la
calumnia y la murmuración, si estas llegan. No tengáis miedo a los
hombres, porque nada hay oculto que no vaya a ser descubierto, ni secreto que
no llegue a saberse. ¡Qué pena si más tarde se descubriera que tuvimos
miedo de proclamar a los cuatro vientos la verdad que el Señor nos había
confiado!: Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a plena luz; y lo
que escuchasteis al oído, pregonadlo desde los terrados. Si alguna vez
callamos debe ser porque en ese momento lo oportuno es callar, por prudencia
sobrenatural, por caridad; nunca por temor o por cobardía. No somos los
cristianos amigos de la oscuridad y de los rincones, sino de la luz, de la
claridad en la vida y en la palabra. Vivimos unos tiempos en los que se hace
más necesario proclamar la verdad sin ambigüedades, porque la mentira y la
confusión están perdiendo a muchas almas. La sana doctrina, las normas morales,
la rectitud de conciencia en el ejercicio de la profesión o a la hora de vivir
las exigencias del matrimonio, el sentido común... gozan algunas veces de menos
prestigio, por absurdo que parezca, que una doctrina chocante y errada, a la
que se califica de «valiente» o se la tiñe de un color de progreso...
No tengamos miedo a perder el brillo de un prestigio
solo aparente, o a sufrir la murmuración, y alguna vez la calumnia, por no ir
con la corriente o la moda del momento. Si uno se pone de mi parte ante
los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del Cielo, nos
dice el Señor. Y compensa con creces las incomprensiones que podamos sufrir al
vivir con valentía y audacia santa en medio de un mundo que en muchas ocasiones
se encuentra incapacitado para entender otros valores que no sean los puramente
materiales.
Considero -dice
San Pablo- que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables
con la gloria que se ha de manifestar en nosotros2.
«Por tanto –comenta San Cipriano–, ¿quién no va a esforzarse por lograr tan
gran gloria, por hacerse amigo de Dios, por gozar enseguida con Cristo, por
recibir los premios divinos tras los tormentos y suplicios de la tierra? Si es
una gloria para los soldados de este mundo volver triunfantes a su patria
después de abatir al enemigo, ¿cuánta mayor y plausible gloria será, una vez
vencido el diablo, volver triunfantes al Cielo (...); llevar allá los trofeos
victoriosos (...); sentarse al lado de Dios cuando venga a juzgar, ser
coheredero con Cristo, equipararse a los ángeles y disfrutar con los
Patriarcas, con los Apóstoles y con los Profetas de la posesión del Reino de
los Cielos?»3.
II. Sin miedo a la
vida y sin miedo a la muerte4,
con alegría en medio de dificultades, incluso graves, con obstáculos que
exigirán esfuerzo y sacrificio, con enfermedades, serenos ante un futuro quizá
incierto... Así nos pide el Señor que vivamos. Y esto será posible si
consideramos muchas veces al día que somos hijos de Dios, y de modo particular
cuando nos asalte la inquietud, la zozobra, la oscuridad. ¿Acaso no se
vende un par de pajarillos por un as? Pues bien, ni uno solo de ellos caerá en
tierra sin que lo permita vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los
cabellos de vuestra cabeza están contados. Por tanto, no tengáis miedo:
vosotros valéis más que muchos pajarillos.
El Señor declara el inmenso cariño que nos tiene y el
gran valor que poseen para Él los hombres. San Jerónimo, comentando este pasaje
del Evangelio de la Misa, escribe: «Si los pajarillos, que son de tan escaso
precio, no dejan de estar bajo providencia y cuidado de Dios, ¿cómo vosotros,
que por la naturaleza de vuestra alma sois eternos, podréis temer que no os
mire con particular cuidado Aquel a quien respetáis como a vuestro Padre?»5.
La filiación divina nos hace fuertes en medio de las
flaquezas personales, de los obstáculos con los que tropezamos, de las
dificultades de un ambiente frecuentemente alejado de Dios y que se opone, a
veces con agresividad, a los ideales cristianos. Pero el Señor está
conmigo, como soldado fuerte, nos hace llegar el profeta Jeremías en
la Primera lectura de la Misa6.
Es el grito de esperanza y de seguridad del Profeta, cuando se encuentra solo,
en medio de sus enemigos. Mi Padre Dios está conmigo como soldado fuerte,
podemos repetir nosotros cuando veamos cerca el peligro y cerrado el
horizonte. Dominus, illuminatio mea et salus mea, quem timebo? El
Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?7.
Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra
fe8,
proclamaba el Apóstol San Juan en medio de grandes dificultades que provenían
del mundo pagano en el que los cristianos, como ciudadanos corrientes, ejercían
los oficios y profesiones más variadas y realizaban un apostolado eficaz. Y del
cimiento seguro de una fe inconmovible surge una moral de victoria que no es
engreimiento ni ingenuidad, sino la firmeza alegre del cristiano que, a pesar
de sus miserias y limitaciones personales, sabe que esa victoria la ha ganado
Cristo con su Muerte en la Cruz y con su gloriosa Resurrección. Dios es mi luz
y mi salvación, ¿a quién temeré? A nadie y a nada, Señor. ¡Tú eres la seguridad
de mis días!
III. Nos
exhorta Jesús a no temer nada, excepto al pecado, que quita la amistad con Dios
y conduce a la eterna condenación. Ante las dificultades debemos ser fuertes y
valerosos, como corresponde a hijos de Dios: No tengáis miedo a los que
matan el cuerpo -nos dice el Señor-, pero no pueden matar el
alma; temed ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el Infierno.
El santo temor de Dios es un don del Espíritu Santo que facilita la lucha
decidida contra el pecado, contra aquello que separe de Él, y nos mueve a huir
de las ocasiones de pecar, a no fiarnos de nosotros mismos, a tener presente en
todo momento que tenemos los «pies de barro», frágiles y quebradizos. Los males
corporales, incluida la muerte, no son nada en comparación con los males del
alma, el pecado.
Fuera del temor de perder a Dios –que es cuidado
filial, precaución de no ofenderle–, nada debe inquietarnos. En determinados
momentos de nuestro caminar podrán ser grandes las tribulaciones que
padezcamos, y el Señor nos dará entonces las gracias necesarias para
sobrellevarlas y crecer en la vida interior: Te basta mi gracia9,
nos dirá Jesús.
El que asistió a Pablo nos sacará adelante a nosotros.
En esos momentos invocaremos al Señor con fe y con humildad: «¡Señor!, no te
fíes de mí. Yo sí que me fío de Ti. Y al barruntar en nuestra alma el amor, la
compasión, la ternura con que Cristo Jesús nos mira, porque Él no nos abandona;
comprenderemos en toda su hondura las palabras del Apóstol: virtus in
infirmitate perficitur (2 Cor 12, 9); con fe en el Señor,
a pesar de nuestras miserias –mejor, con nuestras miserias–, seremos fieles a
nuestro Padre Dios; brillará el poder divino, sosteniéndonos en medio de
nuestra flaqueza»10.
De ordinario, sin embargo, será en lo pequeño donde
manifestaremos la fortaleza y la valentía: al rechazar una invitación, con
educación, pero con firmeza, para concurrir a un lugar o asistir a un
espectáculo en el que un buen cristiano debe sentirse incómodo; a la hora de
manifestar el acuerdo o desacuerdo ante la orientación que los profesores
quieren dar a la educación de los hijos; a la hora de cortar esa conversación
menos limpia, o en el momento de invitar a un amigo a unas clases de formación,
o de provocar esa conversación que puede desembocar en el consejo delicado y
oportuno que le acerque a la Confesión sacramental... Son con frecuencia las
pequeñas cobardías las que frenan o impiden un apostolado de horizontes
grandes. Son también las «pequeñas valentías» las que hacen eficaz una vida.
«A la hora del desprecio de la Cruz, la Virgen está
allá, cerca de su Hijo, decidida a correr su misma suerte. Perdamos el miedo a
conducirnos como cristianos responsables, cuando no resulta cómodo en el
ambiente donde nos desenvolvemos: Ella nos ayudará»11.
1 Mt 10,
26-33. —
2 Rom 8,
18. —
3 San
Cipriano, Epístola a Fortunato, 13. —
4 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 132. —
5 San
Jerónimo, Comentario al Evangelio según San Mateo, 10,
29-31. —
6 Cfr. Jer 20,
10-13. —
7 Sal 27,
1. —
8 1
Jn 5, 4. —
9 2
Cor 12, 9. —
10 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 194. —
11 ídem, Surco,
n. 977.
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