Por Simón García
Sufrimos el peor gobierno.
Destructor del país, corrosivo para la democracia y mortífero para la gente. Su
aglomerado de crisis, esclaviza al pueblo al mal vivir y lo cerca con una
crisis humanitaria manejada como mecanismo de control y dependencia de la
población a la autocracia.
El altísimo rechazo al
gobierno, defensa instintiva hasta de los seguidores del oficialismo, no ha
podido tomar cauces institucionales. Para la mayoría opositora, según la
representación en la AN presidida por Guaidó, no hay opción electoral sobre la
mesa. La secundariza por cuatro supuestos débiles: que la autocracia accederá a
liberalizaciones sólo por presión; exigir condiciones que implican la renuncia
del régimen a mantenerse; confiar que una pequeña vanguardia esclarecida
sustituya la participación popular y creer que la transición es innecesaria.
Sectores que admiten de
palabra las elecciones y las bloquean de hecho, juegan a derrocar a los
gobernantes a punta de balas. Propuesta infantil cuando se carece de capacidad
bélica. Esa visión entrega el partido a una coalición de gobiernos extranjeros,
cediendo soberanía en las decisiones. Unifica al adversario y planta una
amenaza que obstaculiza a la FANB inclinarse al cambio constitucional.
El gobierno Trump alienta
esta política y le recaba factibilidad. Repite el esquema que fracasó con Cuba.
Y desdeña el castigo indirecto de algunas sanciones contra la población en
forma de hambre, interrupción de servicios de luz y agua; falta de plata, de
gasolina o flujo de ayuda humanitaria.
Sabe que una acción militar
que deponga a Maduro, producirá una resistencia armada que minaría de
inestabilidad el camino de la reconstrucción. Un uso de la violencia que
también podría desembocar en más dictadura y desatar una anarquía
desintegradora.
El régimen, aunque su
fortaleza es relativa, no está cayéndose. Puede mantener el empate
reduciendo el consumo, aumentando la dependencia a sus programas sociales y
acentuando la represión quirúrgica sobre la oposición y las protestas. Su
intención no es abandonar el poder sino tener una zona de alivio y reequilibrar
desacuerdos en la cúpula, fisuras en el cuerpo dirigente y desajuste de
intereses con los militares como institución.
El régimen negocia para
quedarse. Tolerará elecciones semidemocráticas porque no tiene fuerza para
eliminarlas, necesita por necesidad de sustituir sanciones por democratización
o por calcular que con su ventajismo, la dispersión de la oposición sometida a
represión y la abstención puede ganarlas. Para la oposición generar
contrahegemonía pasa por votar.
El cambio menos costoso y
más perdurable requiere acuerdos entre los dos proyectos en pugna: el
revolucionario y el reformador. Un gobierno de integración que combine la
composición del actual y los resultados de la próxima elección parlamentaria.
Su eje deben ser los partidos. Pero su motor debe contar con la participación
autónoma de actores como las iglesias, el empresariado no rentista, las fuerzas
del conocimiento y una FANB reinstitucionalizada.
Avanzar hacia esa nueva
realidad supone lograr la mayor unidad posible del arco opositor,
contradictorio y polémico, que va desde el G4 a la MDN, desde María Corina a
Parra. La línea de exclusión puede ser la conducta extremista llena de
descalificaciones, agresividad y exagerada polarización.
La pugna sórdida por la
dirección de la oposición no debe debilitar el empeño por resolver, entre todos
los venezolanos, plural y democráticamente un conflicto de poder que nos
expulsa del siglo XXI.
14-06-20
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