Francisco Fernández-Carvajal 11 de junio de
2020
@hablarcondios
— El Noveno Mandamiento
y la pureza del alma.
— La guarda del corazón
y la fidelidad según la propia vocación y estado.
— La guarda de la
vista, de la afectividad y de los sentidos internos.
I. El Señor señala
en diversas ocasiones cómo la fuente de los actos humanos está en el corazón,
en el interior del hombre, en el fondo de su espíritu; y esta interioridad ha
de mantenerse pura y limpia de afectos desordenados, de rencores, de
envidias... En el corazón se origina todo lo bueno que luego se hace realidad
en la conducta externa de la persona. En él se consolidan, con la gracia, una
piedad sincera para tratar a Dios, y el amor limpio, la comprensión y la
cordialidad en las relaciones con el prójimo. La pureza del corazón agranda su
capacidad de amar, mientras el aburguesamiento, el egoísmo, la ceguera
espiritual son consecuencia de una interioridad manchada. Porque del
corazón provienen también los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios,
fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias...1.
Por eso advierte el Libro de los Proverbios: Guarda tu corazón más que
toda otra cosa, porque de él brotan los manantiales de la vida2.
El corazón es el símbolo de lo más íntimo del hombre.
El Señor nos señala hoy en el Evangelio de la Misa3: Habéis
oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que todo el que mira
a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio en su corazón. Jesucristo
declara en su sentido más auténtico la esencia del Noveno Mandamiento,
que prohíbe los actos internos (pensamientos, deseos, imaginaciones) contra la
virtud de la castidad; también supone una transgresión de este precepto todo
afecto desordenado, aunque aparentemente parezca limpio y desinteresado, si no
está de acuerdo con la voluntad de Dios en las circunstancias de cada uno.
Para vivir con delicadeza este Mandamiento –condición
de todo amor verdadero– es necesario, en primer lugar, tratar a Dios, para que
su amor acabe por llenar nuestro corazón. Además, es necesario evitar los
motivos de tentaciones internas contra la castidad. Éstas pueden tener lugar
cuando falta la prudencia para guardar los sentidos, cuando no se mortifica la
imaginación y se la deja vagar en fantasías que alejan de la realidad y del
cumplimiento del deber, o en busca de compensaciones afectivas, de vanidad...,
o revolviendo recuerdos. Si, una vez advertidas esas tentaciones internas, no
se rechazan con prontitud y no se ponen los medios para alejarlas netamente, entre
los que está en primer lugar la oración humilde y confiada, se mantiene un
clima interior confuso, con falta de correspondencia a la gracia, y el alma se
acostumbra a no ser generosa con el Señor; y, si se empeña en estar en ese
límite dudoso del consentimiento, es fácil que la falta de mortificación
interior llegue a constituir verdaderos pecados internos contra la santa
pureza. Con esa actitud se hace difícil, quizá imposible, avanzar en el camino
del verdadero progreso espiritual. Por el contrario, cuando el alma está
decidida a mantenerse limpia, con la ayuda de la gracia, o rectifica con
prontitud si ha tenido un descuido, aunque sea pequeño, entonces el Espíritu
Santo, dulce Huésped del alma, da más y más gracias. Y de ese modo
se va afianzando en ella la alegría, que es uno de los frutos del Paráclito en
quienes le prefieren a Él y renuncian a ridículas compensaciones que suelen
dejar en el alma un poso de tristeza y de soledad.
II. No solo pide el
Señor en este Mandamiento que evitemos lo que claramente es impuro en
pensamientos y deseos contra la castidad, sino también que guardemos el
corazón, defendiéndolo de aquello que puede incapacitarlo para amar. Conservar
el alma limpia significa cuidar la intimidad, los afectos, ser prudentes para
que la ternura no se desborde donde y cuando no debe, ser consecuentes en todo
momento con la propia vocación y estado4.
Quienes han sido llamados por el camino del matrimonio deben guardar su corazón
para conservarlo siempre entregado a la persona con quien se casaron; y esto en
los comienzos y cuando pasen los años. Y para ello es necesario encauzar el
corazón con perseverancia, vigilarlo para no dejar que se enrede en compensaciones
reales o imaginarias. Los esposos no deben olvidar «que el secreto de la
felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños (...). Digo
constantemente, a los que han sido llamados por Dios a formar un hogar, que se
quieran siempre, que se quieran con el amor ilusionado que se tuvieron cuando
eran novios. Pobre concepto tiene del matrimonio –que es un sacramento, un
ideal y una vocación–, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las
penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo»5.
Aquellos a quienes el Señor pidió un día su corazón
por entero, sin compartirlo con otra criatura, tienen además motivos más altos
para conservar su alma limpia y libre de ataduras. Sería un lamentable engaño
dejar el corazón enredado en unas pequeñeces que ahogarían –como el tallo
frágil entre espinas– el amor infinito de Dios, al cual fue llamado desde la
eternidad. «¿Tú crees –pregunta San Jerónimo– que has llegado a la cumbre de
las virtudes, porque has ofrecido una parte del todo? A ti mismo te quiere el
Señor como hostia viva y grata a Dios»6.
El Señor da siempre su gracia para conservar el corazón intacto para Él y para
las almas todas por Él: sin compensaciones, sin hilillos o cadenas que le
impidan alcanzar las alturas a las que fue llamado, con generosidad, con
fortaleza para cortar una atadura o rectificar un afecto.
Para la guarda del corazón es preciso
primero cuidar el amor, pues una persona desamorada en lo humano, tibia en el
trato con Dios, difícilmente podrá impedir que penetren en su alma deseos y
afán de compensaciones, pues el corazón fue hecho para amar y no se resigna a
la sequedad y al hastío.
Examinemos en nuestra oración cómo cuidamos esos
momentos de nuestro plan de vida más particularmente dedicados al Señor: la
Comunión, la Visita al Santísimo, el rato de oración, el recogimiento en las
horas de la noche... Miremos hoy si nuestro trato con Jesús es un trato
personal, como el de un Amigo, si huimos de la rutina y de la mediocridad.
Veamos si los afectos de nuestro corazón están ordenados según el querer de
Dios, si rechazamos con prontitud cualquier pensamiento que los enturbien o
distorsionen.
III. La
guarda del corazón comenzará en muchas ocasiones por la guarda de la vista.
Entonces, el sentido común y el sentido sobrenatural ponen como un filtro
delante de los ojos, para no fijarse en lo que no se debe mirar. Y esto con
naturalidad y sencillez, sin hacer cosas raras, pero con reciedumbre, sabiendo
bien lo que se guarda; por la calle, en el trabajo, en las relaciones sociales.
Para conocer y querer es necesario el trato. Y para
evitar que el corazón se quede apegado a lo que no deba será necesario mantener
una prudente distancia con aquellas personas «con las que es más fácil que esto
suceda» y «Dios no quiere que suceda». Se trata de esa distancia moral,
espiritual, afectiva, que se manifiesta en evitar confidencias indebidas,
manifestaciones y desahogos de penas o disgustos... Suele haber circunstancias
en las que la prudencia aconseje incluso poner por medio una distancia
física... Si hay rectitud en la conciencia, el examen atento y sincero descubrirá
una intención menos recta en esa compañía o en esos desahogos: lo que parece
quererse y lo que en realidad se busca.
Para evitar que se desborde la afectividad no es
necesario suprimirla (no sería posible, ni quizá humano), sino ordenarla y
encauzarla según el querer de Dios: llenar el corazón de un amor fuerte y
limpio que lo defienda de afectos no gratos a Dios.
Con la guarda del corazón está relacionado el control
de la memoria, para rechazar escenas, diálogos, imágenes que pueden encender
los rescoldos de una afectividad que impide tener el corazón donde se debe. De
modo parecido, el refugio en una imaginación desbordada, en unos sueños
fantásticos, impide estar abiertos a la realidad cotidiana. Cuando se cede con
alguna frecuencia a esta tentación –que quizá se agudiza en momentos de
cansancio, de aridez interior, o como compensación a los pequeños fracasos de
la vida normal–, se va produciendo una falta de unidad de vida entre ese mundo
interior en el que la vanidad sale siempre triunfante, y la vida real, austera,
que es la única válida para llevar a cabo la santificación personal, para hacer
el bien que Dios espera de cada hombre, de cada mujer. Un alma descontenta de
su situación y dada a evadirse en esa interioridad irreal y fantástica
difícilmente afrontará con generosidad y realismo lo que le corresponde hacer
en cada momento para crecer en las virtudes. ¿Cómo es posible vivir de
fantasías sin descuidar los propios deberes? ¿Cómo luchará contra sus defectos
quien, en vez de afrontarlos con humildad y esperanza, los rehúye y los vence
solo en su imaginación? ¿Qué alegría se puede poner en aquello que exige sacrificio
cuando existe el hábito de refugiarse en el reducto de la fantasía llena de
sueños y de irrealidad? También es posible tener el corazón apegado –atado– a
personajes sacados de una película, de una novela o de la vida real, pero con
los que no se tiene trato alguno. Y el corazón así atado, y quizá manchado, no
puede subir hasta el Señor.
Examinemos hoy dónde tenemos puesto el corazón a lo
largo del día, en quién pensamos, quién es el personaje central de nuestro
mundo interior. Pidámosle a Nuestra Señora que Jesús sea el centro real de
nuestro vivir y, junto a Él, el querer noble y limpio real, sacrificado, que Él
también desea para cada hombre y para cada mujer, según la propia vocación.
«Permíteme un consejo, para que lo pongas en práctica
a diario. Cuando el corazón te haga notar sus bajas tendencias, reza despacio a
la Virgen Inmaculada: ¡mírame con compasión, no me dejes, Madre mía! —Y
aconséjalo a otros»7.
¡No me dejes... no les dejes, no le dejes, Madre mía!
1 Mt 15,
19. —
2 Prov 4,
23. —
3 Mt 5,
27-32. —
4 Cfr. J.
L. Soria, Amar y vivir la castidad, p. 116. —
5 Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, 91. —
6 San
Jerónimo, Epístola 118, 5. —
7 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 849.
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