Francisco Fernández-Carvajal 31 de agosto de
2020
@hablarcondios
— Jesús imparte su
doctrina con poder y fuerza divina.
— Al leer el Evangelio
cada día es Jesús quien nos habla, nos enseña y nos consuela.
— Cómo encontrarle en
esta lectura del Evangelio.
I. Los
Evangelistas, repetidas veces señalan la sorpresa de las gentes y de los mismos
discípulos ante la doctrina de Jesús y sus prodigios1,
y sienten cierto temor a interrogarle2...
Era un temor reverencial ante la majestad de Cristo, reflejada en sus palabras
y en sus obras, que se apoderaba de las muchedumbres y las cautivaba. San Lucas
nos relata en el Evangelio de la Misa3 cómo,
después de haber curado Jesús a un endemoniado, quedaron todos
atemorizados, y se decían unos a otros: ¿Qué palabra es esta que con potestad y
fuerza manda a los espíritus y salen? Y San Marcos señala en otra
ocasión que las gentes estaban admiradas de su doctrina, pues les
enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas4.
A través de su Santísima Humanidad hablaba la Segunda Persona de la Trinidad, y
las gentes, conscientes de su poder extraordinario, acuden para señalarle a los
nombres y a las jerarquías más altas que conocían: ¿Será el Bautista, Elías,
Jeremías o alguno de los Profetas?5.
Bien cortos se quedaron.
El pueblo que escuchaba a Jesús percibió con claridad
la diferencia radical que había entre el modo de enseñar de los escribas y
fariseos y la seguridad y fuerza con que Jesucristo declaraba su doctrina.
Jesús no expone una mera opinión, ni da muestra alguna de inseguridad o de duda6.
No habla, como otros profetas, en nombre de Dios; no es un profeta más. Habla
en nombre propio: Yo os digo... Enseña los misterios de Dios y
cómo han de ser las relaciones entre los hombres, y apoya sus enseñanzas con
los milagros; explica su doctrina con sencillez y con potestad porque habla de
lo que ha visto7,
y no necesita largos razonamientos. «Nada prueba, no se justifica, no
argumenta. Enseña. Se impone, porque la sabiduría que de Él emana es
irresistible. Cuando se ha apreciado esta sabiduría, cuando se tiene el corazón
lo bastante puro para estimarla, se sabe que no puede existir otra. No se
siente la necesidad de comparar, de estudiar. Se ve.
»Se ve que es lo absoluto; se ve que frente a Él todo
es polvo; se ve que Él es la Vida. Igual que las estrellas se apagan cuando
sale el sol, así ocurre con todas las sabidurías y todas las escuelas. Señor,
¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna»8.
Jesús nos sigue hablando a cada uno, personalmente, en
la intimidad de la oración, al leer cada día el Evangelio... Hemos de aprender
a escucharle también entre los mil sucesos del día, y en lo que en nuestro
lenguaje llamamos fracaso o dolor. «Al abrir el Santo Evangelio, piensa que lo
que allí se narra –obras y dichos de Cristo– no solo has de saberlo, sino que
has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle,
para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia.
»—El Señor nos ha llamado a los católicos para que le
sigamos de cerca y, en ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero,
además, debes encontrar tu propia vida.
»(...) toma el Evangelio a diario, y léelo y vívelo
como norma concreta. —Así han procedido los santos»9.
II. La doctrina de
Jesús tenía tal fuerza y autoridad que algunos de los que le escuchaban
exclaman que nunca en Israel se había oído algo parecido10.
Los escribas enseñaban también al pueblo lo que está escrito en Moisés y los
Profetas, comenta San Beda; pero Jesús predicaba al pueblo como Dios y Señor
del mismo Moisés11.
Las palabras de Jesús estaban llenas de vida,
penetraban hasta el fondo del alma. Cuando Juan el Bautista señaló a Jesús que
pasaba12, dos de sus discípulos le siguieron y permanecieron con Él
aquel día. San Juan, el Evangelista que recogió los grandes diálogos de Jesús,
en esta ocasión calla. Solo nos dice que le encontraron alrededor de la
hora décima, hacia las cuatro de la tarde. Cuando, pasados muchos años,
escribe su Evangelio, nos quiso dejar para siempre el momento preciso e
inolvidable de su primer encuentro con el Maestro. ¿Qué les diría el
Señor? Solo sabemos el resultado por las palabras de Andrés, el otro discípulo
que siguió a Jesús: ¡Hemos encontrado al Mesías!13,
le comunica a su hermano Simón. Dios se metió aquella tarde en lo más profundo
del corazón de aquellos hombres. Cuando abrimos nosotros el alma, las palabras
de Jesús también calan y transforman. Como aquellos otros que habían sido
enviados para detenerle y volvieron sin Él14. ¿Por
qué no lo habéis traído?, les increpan los fariseos. Y ellos responden
rotundamente: Nunca un hombre ha hablado como este hombre.
Las palabras de Jesús encierran una sabiduría
infinita, que entiende el filósofo y quien no tiene letras, jóvenes, niños,
hombres y mujeres..., todos. Habla de lo más sublime con las palabras más
sencillas; su doctrina –profunda como no habrá jamás otra– está al alcance de
todos. En su predicación recurre a menudo a figuras y a imágenes conocidas por
el público, que dan a su predicación una belleza y un atractivo incomparable.
Los pormenores más sencillos sirven para expresar los rasgos más sublimes de
una doctrina nueva y de una profundidad misteriosa e inabarcable.
Toda la vida del Señor fue una enseñanza continua: «su
silencio, sus milagros, sus gestos, su oración, su amor al hombre, su
predilección por los pequeños y los pobres, la aceptación del sacrificio total
en la Cruz por la salvación del mundo, su Resurrección, son la actuación de su
palabra y el cumplimiento de la revelación. Estas consideraciones (...)
reafirman en nosotros el fervor hacia Cristo que revela a Dios a los hombres y
al hombre a sí mismo; el Maestro que salva, santifica y guía, que está vivo,
que habla, que exige, que conmueve, que endereza, juzga, perdona, camina
diariamente con nosotros en la historia; el Maestro que viene y que vendrá en
la gloria»15.
En el Santo Evangelio encontramos cada día a Cristo
mismo que nos habla, nos enseña y nos consuela. En su lectura –unos pocos
minutos cada día– aprendemos a conocerle cada vez mejor, a imitar su vida, a
amarle. El Espíritu Santo –autor principal de la Escritura Santa– nos ayudará,
si acudimos a Él en petición de ayuda, a ser un personaje más de la escena que
leemos, a sacar una enseñanza, quizá pequeña pero concreta, para ese día.
III. «Tu
oración –enseña San Agustín– es como una conversación con Dios. Cuando lees,
Dios te habla a ti; cuando oras, tú le hablas a Él»16.
El Señor nos habla de muchas maneras cuando leemos el Santo Evangelio: nos da
ejemplo con su vida para que le imitemos en la nuestra; nos enseña el modo de
comportarnos con nuestros hermanos; nos recuerda que somos hijos de Dios y que
nada debe quitarnos la paz; llama la atención de nuestros corazones, para
perdonar ese pequeño agravio que hemos recibido; nos alienta a preparar con
esmero la Confesión frecuente, donde nos espera el Padre del Cielo para darnos
un abrazo; nos pide que en esa jornada seamos misericordiosos con los defectos
ajenos, pues Él lo fue en grado sumo; nos impulsa a santificar el trabajo,
haciéndolo con perfección humana, pues fue su quehacer durante tantos años de
su vida en Nazaret... Cada día podemos sacar un propósito, una enseñanza, un
pensamiento que recordaremos mientras trabajamos. Por esto, si es posible, será
mejor que leamos esos breves minutos a primera hora del día para ejercitarnos
luego en esa enseñanza sencilla que tanto nos ayudará a mejorar un poco cada
jornada. Hay incluso quien lo lee de pie, recordando la vieja
costumbre de los primeros cristianos, que permanece en el gesto de la Misa de
escuchar el Evangelio en esta actitud de vigilia.
Mucho bien hará a nuestra alma procurar que la lectura
del Evangelio nos dé frecuentemente la trama de la oración: unas veces porque
nos introduciremos en la escena como lo haría alguno que vio el grupo reunido
en torno a Jesús, o se paró en la puerta desde donde el Maestro enseñaba, o a
la orilla del lago... Quizá solo llegó hasta él una parte de la parábola o unas
frases aisladas, pero aquello fue suficiente para que algo muy profundo comenzara
a cambiar en su alma; en otras ocasiones nos atreveremos a decirle alguna cosa:
quizá lo que aquellos mismos personajes le hablaban o le gritaban, porque era
mucha su necesidad: Domine, ut videam!17,
que vea, Señor, da luz a mi alma, enciéndeme; ¡Oh Dios!, ten piedad de
mí, que soy un pecador18,
le suplicaremos con palabras del publicano que no se sentía digno de estar
delante de su Dios; Domine, tu omnia nosti... Señor, Tú sabes todas las
cosas, Tú sabes que te amo19...,
y las palabras de Pedro tomarán en nuestro corazón un acento personal, y le
expresaremos los sentimientos y deseos de amor y de purificación que llenan
nuestro corazón... Muchas veces contemplaremos su Santísima Humanidad, y el
verle perfecto Hombre nos moverá a quererle más, a tener
deseos de serle más fieles. Le veremos trabajando en Nazaret, ayudando a San
José, cuidando más tarde de su Madre..., o cansado porque han sido muchas las
horas que ha predicado durante ese día, o el camino ha sido muy largo...
Todos los días, mientras leemos el Evangelio, pasa
Jesús junto a nosotros. No dejemos de verlo y de oírlo, como aquellos
discípulos que se encontraron con Él en el camino de Emaús. «“Quédate con
nosotros, porque ha oscurecido...”. Fue eficaz la oración de Cleofás y su compañero.
»—¡Qué pena, si tú y yo no supiéramos “detener” a
Jesús que pasa!, ¡qué dolor, si no le pedimos que se quede!»20.
1 Cfr. Mc 9,
6; 6, 51; etc. —
2 Cfr. Mc 9,
32. —
3 Lc 4,
31-37. —
4 Mc 1,
22. —
5 Cfr. Mt 16,
14. —
6 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota
a Mt 7, 28-29. —
7 Cfr. Jn 3,
11 —
8 J.
Leclerq, Treinta meditaciones sobre vida cristiana, pp.
53-54. —
9 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 754. —
10 Cfr. Lc 19,
48; Jn 7, 46. —
11 San
Beda, Comentario al Evangelio de San Marcos, 1, 21. —
12 Cfr. Jn 1,
35 ss. —
13 Jn 1,
41. —
14 Jn 7,
46 ss. —
15 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Catechesi tradendae, 16-X-1979, 9.
—
16 San
Agustín, Comentario sobre los Salmos, 85, 7. —
17 Mt 10,
51. —
18 Lc 18,
13. —
19 Jn 21,
17. —
20 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 671.
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