Francisco Fernández-Carvajal 02 de febrero de 2021
@hablarcondios
— Vida de trabajo de Jesús en Nazaret. La
santificación del trabajo.
— El trabajo nos hace partícipes de la obra creadora
de Dios. Jesús y el mundo del trabajo.
— Sentido redentor del trabajo. Acudir a San José para
que nos enseñe a trabajar con competencia y a corredimir con nuestras tareas.
I. Después de un
tiempo, Jesús volvió a Nazaret, su ciudad, con sus discípulos1.
Allí le esperaba su Madre con inmensa alegría. Quizá fue la primera vez que
aquellos primeros seguidores del Maestro conocieron el lugar donde se había
desarrollado la vida de Jesús; y en casa de María repondrían fuerzas. La Virgen
tendría particulares atenciones con ellos; les serviría como nadie hasta
entonces lo había hecho.
En Nazaret todos conocen a Jesús. Le conocen por su
oficio y por la familia a la que pertenece, como a todo el mundo: es el
artesano, el hijo de María. Como ocurre a tantos en la vida, el Señor siguió el
oficio de quien hizo de padre suyo aquí en la tierra. Por eso también le
llaman el hijo del artesano2; tuvo
la profesión de José, que ya habría muerto, quizá hacía años. Su familia, que
custodiaba el mayor de los tesoros, el Verbo de Dios hecho hombre, fue una más
entre las del vecindario, querida y apreciada por todos. «El mismo Verbo
encarnado quiso hacerse partícipe de esta humana solidaridad. Tomó parte en las
bodas de Caná, se invitó a casa de Zaqueo, comió con publicanos y pecadores.
Reveló el amor del Padre y la excelsa vocación del hombre, echando mano de las
realidades más vulgares de la vida social y sirviéndose del lenguaje y de las imágenes
de la existencia más corriente. Santificó las relaciones humanas, sobre todo
las relaciones familiares, de las que brotan las relaciones sociales, siendo
voluntariamente un súbdito más de las leyes de su patria. Llevó una vida
idéntica a la de cualquier obrero de su tiempo y región»3.
Jesús debió de estar varios días en casa de su Madre,
y visitar a otros parientes y conocidos... Y llegado el sábado se puso
a enseñar en la sinagoga. Las gentes de Nazaret quedaron sorprendidas. Uno
que les ha construido muebles y aperos de labranza, que se los ha arreglado
cuando se estropeaban, les habla con suma autoridad y sabiduría, como nadie lo
había hecho hasta entonces. Solo ven en Él lo humano, lo que habían observado
durante treinta años: la normalidad más completa. Les cuesta trabajo descubrir
al Mesías detrás de esa «normalidad».
También la ocupación de la Virgen fue la de cualquier
ama de casa de su tiempo, con su forma peculiar de hablar, propia de las
mujeres galileas, con el modo de vestir sencillo y común de aquella región.
Todo igual a las demás mujeres..., menos, claro está, su amor a Dios, que jamás
podrá ser igualado.
El taller de José, que luego heredaría Jesús, era como
los otros existentes en aquellos tiempos en Palestina. Quizá era el único de
Nazaret. Olía a madera y a limpio. José cobraba lo habitual; quizá daba más
facilidades a quien estaba con apuros económicos, pero cobraba lo justo. Los
trabajos que se realizaban en aquel pequeño taller eran los propios de ese
oficio, en el que se hacía un poco de todo: construir una viga, fabricar un
armario sencillo, arreglar una mesa desajustada, pasarle la garlopa a una
puerta que no encajaba bien... No se fabricaban allí cruces de madera, como nos
presentan algunos grabados piadosos: ¿quién les iba a encargar un objeto
semejante? Tampoco importaban del cielo las maderas, sino de los bosques
vecinos.
Los habitantes de Nazaret se escandalizaron de
Él. La Virgen, no. Ella sabe bien que su hijo es el Hijo de Dios. Le mira
con inmenso amor y con una admiración sin límites. Ella le comprende bien.
La meditación de este pasaje, en el que indirectamente
queda reflejada la vida anterior de Jesús en Nazaret, nos ayuda a examinar si
nuestra vida corriente, llena de trabajo y de normalidad, es camino de
santidad, como lo fue la de la Sagrada Familia. Así será si procuramos llevarla
a cabo con perfección humana, con honradez y, a la vez, con fe y sentido
sobrenatural. No debemos olvidar que, permaneciendo en nuestro lugar, con
nuestros quehaceres aquí en la tierra nos ganamos el Cielo y ayudamos a toda la
Iglesia y a la humanidad entera.
II. El Señor
manifestó conocer muy bien el mundo del trabajo. En su predicación utiliza
frecuentemente imágenes, parábolas, comparaciones de la vida de trabajo que Él
vivió o vivieron sus paisanos.
Quienes le oyen entienden bien el lenguaje que emplea.
Jesús hizo su trabajo en Nazaret con perfección humana, acabándolo en sus
detalles, con competencia profesional. Por eso ahora, cuando vuelve a su
ciudad, es conocido precisamente como el artesano, por su oficio. A
nosotros nos enseña hoy el valor de la vida corriente, del trabajo y de las
tareas que debemos desempeñar cada día4.
Si nuestras disposiciones son realmente sinceras, Dios
nos concederá siempre la luz sobrenatural para imitar el ejemplo del Señor,
buscando en la ocupación profesional no solo el cumplir, sino el sobreabundar
en la abnegación y el sacrificio, en un empeño gustoso, con amor. Nuestro
examen personal ante el Señor y nuestra conversación con Él versará
frecuentemente sobre esas tareas que nos ocupan: debemos llegar al fondo, con
valentía. Hemos de realizar el trabajo a conciencia, haciendo rendir el
tiempo, sin dejarnos dominar por la pereza; mantener la ilusión por mejorar día
a día la preparación profesional; cuidar los detalles en la tarea cotidiana;
abrazar con amor la Cruz, la fatiga de la labor de cada día.
El trabajo, cualquier trabajo noble hecho a
conciencia, nos hace partícipes de la Creación y corredentores con Cristo.
«Esta verdad –enseña Juan Pablo II–, según la cual el hombre, a través del
trabajo, participa en la obra de Dios mismo, su Creador, ha sido
particularmente puesta de relieve por Jesucristo, aquel Jesús ante el que
muchos de sus primeros oyentes en Nazaret permanecían estupefactos y
decían: ¿De dónde sabe estas cosas? ¿Y qué sabiduría es la que se le ha
dado?... ¿No es este el artesano?»5.
Los años de Jesús en Nazaret son el libro abierto
donde aprendemos a santificar lo de cada día. La misma ausencia forzosa de
trabajo, la enfermedad... es una situación querida o permitida por Dios para
ejercitar las virtudes sobrenaturales y las humanas6. Todo
cuanto hacéis de palabra o de obra, todo sea en el nombre del Señor, dando
gracias a Dios7.
III. La
extrañeza de los vecinos de Nazaret –¿no es este el artesano...?– es
para nosotros una luminosa enseñanza: nos revela que la mayor parte de la vida
del Redentor fue de trabajo, como la de los demás hombres. Y esta tarea
realizada día a día fue instrumento de redención, como todas las acciones de
Cristo. Siendo una tarea humana sencilla (la propia de un carpintero que en un
pueblo pequeño debía hacer otras muchas labores) se convierte en acciones de
valor infinito y redentor por estar realizadas por la Segunda Persona de la
Trinidad Beatísima hecha hombre.
El cristiano, al ser otro Cristo por el Bautismo, ha
de convertir sus quehaceres humanos rectos en tarea de corredención. Nuestro
trabajo, unido al de Jesús, aunque según el juicio de los hombres sea pequeño y
parezca de poca importancia, adquiere un valor inconmensurable.
El mismo cansancio que todo trabajo lleva consigo,
consecuencia del pecado original, adquiere un nuevo sentido. Lo que aparecía
como castigo es redimido por Cristo y se convierte en mortificación gratísima a
Dios, que sirve para purificar nuestros propios pecados y para corredimir con
el Señor a la entera Humanidad. Aquí radica la diferencia profunda entre el
trabajo humanamente bien realizado por un pagano y el de un cristiano que, además
de estar bien acabado, es ofrecido en unión con Cristo.
La unión con el Señor, buscada en el trabajo diario,
reforzará en nosotros el propósito de hacer todo solamente por
la gloria de Dios y el bien de las almas. Nuestro prestigio, noblemente
acrecentado, atraerá a nuestro lado a los mejores colegas y será abundante la
ayuda del Cielo para empujar a otras muchas personas por el camino de una
intensa vida cristiana. De ese modo irán a la par en nuestra vida la
santificación del trabajo y el afán apostólico en nuestra labor profesional,
índice claro de que trabajamos realmente con rectitud de intención.
San José enseñó a Jesús su oficio. Lo hizo poco a
poco, según crecía aquel Niño que el mismo Dios le había encomendado. Un día le
explicó cómo se manejaba la garlopa; otro, la sierra, la gubia, el formón...
Jesús supo pronto distinguir las clases de maderas y las que debían utilizarse
en cada caso; aprendió a fabricar la cola para ensamblar las juntas, el modo de
encajar una cuña para ajustar dos piezas... Jesús seguía las indicaciones de
José sobre el modo de cuidar los instrumentos, aprendió de él a recoger las
virutas después de la jornada, a dejar las herramientas ordenadas en su
sitio...
Acudamos hoy a San José para pedirle que nos enseñe a
trabajar bien y a amar nuestro quehacer. José es Maestro excepcional del
trabajo bien realizado, pues enseñó su oficio al Hijo de Dios; de él
aprenderemos, si acudimos a su patrocinio mientras trabajamos. Y si amamos
nuestros quehaceres, los realizaremos bien, con competencia profesional, y
entonces podremos convertirlos en tarea redentora, al ofrecerlos a Dios.
1 Mc 6, 1-6. —
2 Cfr. Mt 13, 55. —
3 Conc. Vat. II,
Const. Gaudium et spes, 32. —
4 Cfr. J.
L. Illanes, La santificación del trabajo, p. 29. —
5 Juan
Pablo II, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981. —
6 Cfr. Pablo
VI, Discurso a la Asociación de Juristas Católicos,
15-XII-1963. —
7 Col 3,
17.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico