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viernes, 1 de febrero de 2013

El poder y la torre



Por Jon Lee Anderson, 28/01/2013

Desde el primer triunfo de Hugo Chávez, hace 14 años, Jon Lee Anderson ha seguido de cerca el proceso político venezolano a través de dos perfiles del Presidente Hugo Chávez en la revista The New Yorker, de la cual es periodista de planta. El propio Chávez reconoció lo riguroso de su trabajo y lo calificó como un "amigo crítico" del proceso. La crónica que a continuación presentamos fue publicada en inglés en The New Yorker en la edición del 21 al 28 de enero de 2013. En ella, Anderson se adentra en la crisis urbana actual de Caracas. El resultado es una de las imágenes más controvertidas del proceso revolucionario y, a la vez, un balance del posible legado de Hugo Chávez. Es una reflexión constructiva e imprescindible, pero a la vez crítica y severa, sobre nuestro país y su futuro.

El 11 de diciembre, Hugo Chávez Frías, el extravagante y radical presidente de Venezuela, se sometió a su cuarta cirugía contra el cáncer y desde entonces ha languidecido en un hospital de La Habana bajo una celosa guardia. Sólo familiares y allegados políticos cercanos —y, se presume, los hermanos Castro— tienen permiso para verlo. No ha habido ningún vídeo de él sonriendo desde su cama de hospital ni animando a sus seguidores. Funcionarios del gobierno reconocen que está experimentando “severas dificultades respiratorias”, a pesar de los rumores de que está bajo un coma inducido y conectado a un respirador. La presidenta de Argentina, Cristina Kirchner, visitó La Habana la semana pasada llevando una Biblia para Chávez. Y aunque no comentó si lo llegó a ver, tuiteó poco después: “Hasta siempre”. Los partidarios de Chávez insisten en que el presidente se está recuperando, y que incluso firmó un documento- una prueba de vida que se exhibió debidamente a la prensa. Pero el mensaje de Kirchner sonaba como un último adiós.
Es apropiado que Chávez haya escogido Cuba como el mejor lugar para recuperarse, ya que el país ha sido un segundo hogar para él durante mucho tiempo. En noviembre de 1999, Fidel Castro lo invitó a dar una charla magistral en la Universidad de La Habana. Chávez, un ex-paracaidista militar, se había convertido en presidente de Venezuela apenas nueve meses antes, pero ya contaba con una audiencia embelesada, incluyendo a Castro, a su hermano menor Raúl y a otros altos cargos del buró político de Cuba. El discurso de Chávez estuvo lleno de expresiones de buena voluntad hacia Cuba y elogió a Castro, a quien llamó “hermano”. Era imposible pasar por alto las implicaciones de su visita. Desde el fin del subsidio soviético, ocho años antes, Cuba luchaba por sostenerse y Venezuela era una nación rica en petróleo. Chávez había viajado con una delegación de la empresa petrolera nacional. El presidente, ya en ese entonces un orador expansivo, habló durante noventa minutos, y Castro sonrió atentamente todo ese tiempo. El hombre que estaba a mi lado susurró que nunca había visto a Fidel mostrar tanto respeto por otro líder.
Esa noche, una multitud llenó el Estadio Nacional de Béisbol de La Habana en ocasión de un partido amistoso entre jugadores veteranos de las dos naciones. El ambiente era festivo. Chávez pichó y bateó para Venezuela, jugando las nueve entradas. Castro, vestido con una chaqueta de béisbol sobre su uniforme de faena militar, fue el mánager de Cuba y aprovechó para darle a su huésped una lección en tácticas: a medida que el juego avanzaba, Castro infiltró jóvenes impostores al campo de juego, disfrazados con barbas postizas que luego se arrancaron, desencadenando aplausos y risas en la audiencia. Al final del juego Cuba ganaba cinco a cuatro pero, como declaró Chávez, “tanto Cuba como Venezuela han ganado. Esto profundizó nuestra amistad”.
Antes de que pasara mucho tiempo, Cuba empezó a recibir envíos de petróleo venezolano a menores precios, a cambio de los servicios de docentes, médicos e instructores deportivos cubanos que trabajaron en un enorme programa de alivio de la pobreza lanzado por Chávez. Desde el año 2001, decenas de miles de médicos cubanos han proporcionado tratamiento a los pobres de Venezuela, y personas con enfermedades de la vista han recibido atención médica en Cuba, en el marco de un programa que Chávez llamó, con su típica grandiosidad, Misión Milagro.
Como parte no escrita del acuerdo, Chávez también adquirió una ideología. Desde el principio él era un ferviente discípulo de Simón Bolívar, libertador de Venezuela y su máximo héroe nacional. Poco después de haber asumido el poder, Chávez cambió el nombre del país a República Bolivariana de Venezuela. Bolívar era un modelo complicado: fue un luchador carismático por la libertad, cuyas sangrientas campañas liberaron a gran parte de América del Sur de la España colonial. Pero, a pesar de ser admirador de la Revolución Americana, Bolívar era mucho más un autócrata que un demócrata. Para Chávez, Castro era el Bolívar de los tiempos modernos, el actual guardián de la lucha antiimperialista. En 2005, después de un largo período de estudio y reflexión, Chávez anunció que había decidido que el socialismo era la mejor propuesta de progreso para la región. En sólo unos pocos años, con sus miles de millones en petróleo y guiado por Castro, Chávez resucitó el discurso y el espíritu de la revolución izquierdista en América Latina. Él transformaría Venezuela en lo que llamó, en su discurso en la Universidad de La Habana, “un mar de felicidad y de verdadera justicia social y paz”. Su máximo objetivo fue elevar a los pobres. En Caracas, la capital del país, los resultados de esta irregular campaña están a la vista de todos.
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Los colonizadores españoles que fundaron Caracas en el siglo XVI lo hicieron con cuidado: situaron la ciudad en las montañas, en vez de la cercana costa del Caribe, para protegerla de piratas ingleses y de los indios que merodeaban. Actualmente, la costa ubicada a diez millas de distancia de la ciudad es accesible por una carretera escarpada entre las montañas construida por órdenes del fallecido dictador militar Marcos Pérez Jiménez, quien dominó el país durante la década de los cincuenta. De cruel carácter y ampliamente odiado en su país, Pérez Jiménez fue derrocado después de sólo seis años como Presidente, pero dejó tras de sí un impresionante legado de obras públicas: edificios gubernamentales, proyectos de vivienda pública, túneles, puentes, parques y carreteras. En las décadas siguientes, mientras las dictaduras molestaban a gran parte de América Latina, Venezuela resultó ser una democracia dinámica y generalmente estable. Siendo una de las naciones petroleras más ricas del mundo, el país tuvo una creciente clase media con un nivel increíblemente alto de vida. También fue un firme aliado de EE.UU.: los Rockefellers tenían campos petroleros en Venezuela, así como grandes ranchos donde sus familiares montaban a caballo con amigos venezolanos.

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