Editorial El Nacional 3 DE JULIO 2014
Vale la pena disponer de unos cuantos
minutos para releer unas palabras que resonaron años atrás para justificar una
sangrienta asonada militar contra un gobierno legítimamente constituido y que
los venezolanos habían escogido por la vía democrática del voto.
Decían los alzados: “No podemos
permanecer indiferentes a lo que hoy sucede. El inmenso grado de corrupción que
plaga todas las esferas de nuestro país, la gran cantidad de privilegios con
que cuentan algunos, la falta de castigo a las personas que todos
sabemos culpables de haber tomado
indebidamente dineros públicos, las políticas económicas que colocan en
posición deplorable a los venezolanos más sencillos, la venta a consorcios
extranjeros de nuestras empresas fundamentales, la imposibilidad que tiene la
gran mayoría de satisfacer sus necesidades básicas, la ineficiencia del sistema
y de todos los servicios públicos y en fin el desconocimiento de nuestra
soberanía en todos los terrenos, nos fuerzan a tomar una acción destinada a
reivindicar la democracia”.
Esta inflamada proclama hubiera podido
ser escrita hoy por un opositor, pero lo cierto es que ella fue el basamento de
la insurrección armada mediante la cual “militares herederos del Ejército
Libertador” intentaron no sólo derrocar al gobierno democrático, sino cometer
un magnicidio. Las intenciones eran las de asesinar al presidente Pérez y a su
familia, según las investigaciones posteriores.
Una acción de la que salieron impunes
Hugo Chávez, cabeza visible del fracasado putsch, y sus seguidores, y que les
sirvió de catapulta para hacerse del poder y luego atornillarse en él con
vocación de perennidad.
Si se examinan las perversiones e
infracciones argüidas en esa exposición de motivos como causas justificantes de
la traición a una Constitución, se verá que ninguna ha sido corregida y, por el
contrario, se han multiplicado hasta alcanzar niveles jamás imaginado por el
más pesimista de los analistas.
Ha sido tal la dimensión de estas
excrecencias que al Poder Moral, a través de la contralora general de la
República (encargada), Adelina González, reconoció que la mayoría de los casos
de corrupción denunciados ante ese organismo e investigados por sus
funcionarios compromete a personas vinculadas con el gobierno, su entorno, y el
partido oficialista.
“¿Quién tiene más alcaldías,
gobernaciones y ministerios?”, se pregunta la alta funcionaria: “El gobierno,
el partido de gobierno”. Y, remata: “¿Dónde están los funcionarios a quienes
nosotros les revisamos su gestión? Obvio, son los que gobiernan, y los estamos
investigando (…) Si está desempeñando un cargo público la Constitución dice que
usted tiene responsabilidad civil, penal y administrativa”.
La contralora encargada desveló una
verdad tan evidente que nos obliga a preguntarnos cómo ha sido posible que,
después de tanto sacrificio inútil y tanta retórica patriotera, hayamos
retrocedido en materia de honestidad administrativa, al punto de que el
enriquecimiento ilícito ha pasado a ser una recompensa y no un delito.
Queda claro que la autopregonada
revolución bolivariana no ha sido más que un acto de revanchismo, un “quítate
tú pa’ ponerme yo” que permitió el ascenso al poder, sin arte ni oficio para
ejercerlo, de los ambiciosos aventureros del 4 de febrero de 1992, y la
escalada social de un malandraje inescrupuloso que demostró, una vez más, que
el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones.
Si en el año 1992 la corrupción podía
no sólo servir de escudo para ocultar las apetencias de poder y avalar acciones
violentas contra la democracia, en 2014 debería justificar el que se le ponga
coto, por vía constitucional, a un gobierno que nunca tuvo clara legitimidad de
origen.
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