Por Gonzalo Himiob,
24/05/2015
Estamos ahogados, forzando bocanadas, bajando la
mirada mientras nos desgastamos en colas de mendigantes para ver qué nos toca
el día que ordena nuestro número de cédula, o poniendo nuestros pulgares en
máquinas, todopoderosas, que deciden por nosotros qué necesitamos o no. Vamos
caminando arreados por senderos que nos repugnan y que nos hacen sentir
indignos, de nuestra nación, pero lo que es más grave, de nosotros mismos
Durante años María,
una gocha de cabello platinado, piel blanca como la nieve del Pico Bolívar y
ojos grises y azulados como la neblina del páramo, trabajó en casa de mis
padres. Era a la vez doméstica, cocinera, nana y guardiana. Era muy sabia a su
manera, tanto que cuando mi padre, su esposa y mis hermanos se fueron a vivir a
Boston por unos años, se la llevaron, y ni siquiera para hacer diligencias
allá, por su cuenta y sin hablar ni una palabra de inglés, tuvo jamás problema
alguno. Se iba a hacer mercado sola, atendía a quienes llegaban a la casa,
hablaran español o no, y hasta a misa iba con regularidad. Poco sabía yo de
ella, salvo que su infancia había sido muy difícil y que su relación con su
madre había sido muy tormentosa. Por eso, dice mi padre, el salado le salía
bien, pero sus lágrimas guardadas se le pasaban desde las manos a los dulces
que intentaba, de manera que no le quedaban sabrosos. Le sabían a melancolía.
Tan celosa era con
nuestro hogar que alguna vez mi padre, siempre barbado como patriarca bíblico,
llegó a casa tras haberse rasurado completamente (en toda mi vida lo habré
visto así, con el rostro lampiño, solo una o dos veces) y cuando preguntó por
su esposa, nuestra María, que no lo reconoció, lo miró de arriba abajo con suspicacia
y desconfianza. Estuvo a punto de sacarlo de allí y hasta le insinuó, molesta,
un reclamo a “la señora” por eso de estar recibiendo en casa visitas de
extraños “cuando el doctor no estaba”. Así era María.
Venezuela vive “un desaliento muy grande”
Una de las cosas
que más recuerdo de María era su habilidad para inventar palabras y
expresiones. Cuando mis amigos de la cuadra y yo entramos en la adolescencia y,
presos de nuestras hormonas, empezamos a ver a las muchachas de la zona como
mucho más que simples compañeras de juegos, María se burlaba de nuestra “sangre
caliente” y de nuestros “tembletes”. Cuando le echábamos broma o se molestaba
con nosotros por cualquier causa nos descargaba su disgusto con un “¡No sean
mifunes!”, acompañado de su nariz fruncida y de un gesto indescriptible con el
pulgar de su mano. Y cuando estaba triste o se sentía mal, esto lo recuerdo
especialmente, lo que nos decía con voz atribulada, era que “sentía un
desaliento muy grande”.
En estos días,
cuando el paralelo ya ha superado, indetenible, la barrera de los
cuatrocientos, cuando hacer mercado o comprar medicinas se ha convertido en una
verdadera proeza, cuando no en un acto de indignidad y humillación, cuando
todos los días se reciben, cada vez más cercanas, noticias de asesinatos, de
secuestros y de atracos; cuando no hay insumos ni para ganarle terreno a la
muerte en los hospitales que ocupan de los niños con cáncer, he buscado una
expresión que describa lo que veo en la calle, lo que percibo en cada esquina,
en cada conversación captada al vuelo, lo que se siente en las farmacias, en
los abastos, en las casas… y la única expresión que me cuadra es la de María:
Venezuela vive “un desaliento muy grande”.
Estamos ahogados, forzando bocanadas
No se trata de la
“frustachera”, esa emoción que mezcla la frustración con la arrechera. Pese a
algunos episodios de los que dan cuenta las redes sociales aquí y allá, la
rabia está, por el momento, domada… o dormida, ya se verá. Tampoco es apatía,
pues tal y como están las cosas, el que se deja vencer por la apatía, se muere
de hambre o de mengua. Es algo mucho más íntimo. Es como si el aliento, el
aire, se nos estuviese escapando de los pulmones sin que podamos retenerlo.
Estamos ahogados, forzando bocanadas, bajando la mirada mientras nos
desgastamos en colas de mendigantes para ver qué nos toca el día que ordena
nuestro número de cédula, o poniendo nuestros pulgares en máquinas,
todopoderosas, que deciden por nosotros qué necesitamos o no. Vamos caminando
arreados por senderos que nos repugnan y que nos hacen sentir indignos, de
nuestra nación, pero lo que es más grave, de nosotros mismos. Lo peor es que no
hallamos la fuerza que se necesita para, al menos, demostrar nuestra
inconformidad. Nadie quiere, ni puede, arriesgarse a quedarse sin lo que
necesita, o sin lo que necesitan sus hijos, solo porque alguna mañana de
ignominia nos agarra con el gentilicio, el de verdad, atravesado.
Tener criterio, y hasta ser prudente, es pecado
Pero es peor la
cosa. Desaliento sienten los oficialistas, cuando se les pide lealtad a prueba
de balas contra la realidad inocultable de la corrupción, la ineficiencia y la
ignorancia en el poder más absolutas de toda nuestra historia. Desaliento que
sienten los funcionarios públicos, varias historias me han llegado de esto,
cuando ven que en sus evaluaciones laborales salen “raspados” en el primer ítem
que se considera de ellos, en el único que cuenta, uno que no tiene que ver con
su preparación, con su buen desempeño o con sus credenciales, sino con su “compromiso
con la revolución” que se mide, además, sobre la base de si fuiste o no a tal o
cual manifestación oficialista o depende de si firmaste o no una carta contra
las sanciones de Obama. De nada vale que en tu casa te hayan enseñado que eso
de las solidaridades automáticas, mucho más cuando se trata de investigaciones
pendientes sobre hechos muy graves, contra sujetos en particular que ni
siquiera conoces (que no contra Venezuela) no va. Tener criterio, y hasta ser
prudente, es pecado.
El pueblo va por un lado y los políticos van por el
otro
Desaliento también
sienten los opositores, que no ven reflejadas en sus liderazgos políticos sus
angustias. Acá pareciera que en casi todos los casos, el pueblo va por un lado
y los políticos van por el otro. La muestra está en los pases de factura, y en
las diatribas y peleas entre los partidos opositores, por las posibles
candidaturas a la AN ¿Dónde están el plan alternativo, o las acciones concretas
para lograr que éstas tengan lugar a tiempo y para que en ellas se respete de
verdad la voluntad del pueblo? No escucho sino llamados a dar “saltos de fe”, y
eso no nos basta; también promesas de cambios “mágicos”, que nadie con dos
dedos frente puede dudarlo, no serán tales, no serán inmediatos ni dependen de
si se tiene la mayoría en la AN o no, sobre todo cuando son muy pocos los
diputados opositores hoy activos, los propuestos por los mismos que ahora se
los pelean o los imponen, que han cumplido tras ser electos sus funciones con
seriedad. Eso por no hablar de los que han dado impresionantes saltos de
talanquera ¿Dónde están las garantías de que, al menos, los nuevos “ungidos”
asistirán con regularidad a las sesiones? ¿Cómo evitamos las traiciones o que a
la vuelta de unos meses a algunos “les pique” la curul y ya anden ofreciéndose
para cualquier otro destino público, dejando a sus electores, a los que
confiamos en ellos, como la guayabera? Revisen los trabajos hechos sobre esto
por Pedro Pablo Peñaloza, Laura Weffer, o por otros comunicadores, para que
entiendan de lo que estamos hablando.
Hora de defender nuestro futuro
En uno y otro
bando, los venezolanos nos merecemos más. Es el futuro el que está en juego. Es
hora de defenderlo. Solo así venceremos a “este desaliento tan grande” en que
se ha convertido nuestro país
CONTRAVOZ
Gonzalo Himiob Santomé
Gonzalo Himiob Santomé
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