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jueves, 28 de mayo de 2015

La crueldad de la revolución, Vladimiro Mujica


Por Vladimiro Mujica, 22/05/2015

Mucha gente aún con vida en Venezuela recuerda con profunda nostalgia los tiempos de la proverbial generosidad venezolana entre adversarios políticos. No fue inusual que en los tiempos de intensa confrontación entre la guerrilla comunista y los gobiernos de Betancourt y Leoni, destacados dirigentes comunistas en la clandestinidad encontraran refugio en casas de adecos y copeyanos estrechamente vinculados al gobierno. En mi propia familia, mi hermano Pedro Juan, destacado activista de la Juventud Comunista, cayó preso y fue duramente torturado en los cuarteles de la policía en Cotiza. Por él intercedió, y le salvó la vida, un alto oficial de la FAN encargado precisamente de perseguir a los guerrilleros y, en general, a los alzados contra el gobierno.

Había algo de caballerosidad en el combate político en Venezuela, una característica que inclusive se expresó durante las dictaduras de Gómez y luego de Pérez Jiménez. Nuestro país nunca llegó a los extremos de las dictaduras gorilas de Brasil y Argentina, donde se llegó a exterminar a toda la familia de los perseguidos y a colocar en adopción a los hijos de prisioneros. Tal como se recoge con todo detalle en un documento horrendo y aleccionador elaborado en Argentina por una comisión presidida por el gran escritor Ernesto Sábato, Nunca Más.

Esta tolerancia se extendió inclusive a los alzados del 4 de febrero, con el Comandante Hugo Chávez a la cabeza. Los tiempos de prisión de los militares insurrectos en el cuartel San Carlos, o inclusive en Yare, fueron una jornada de campamento de boy scouts al lado de las durísimas sentencias a las cuales se condenó a Franklin Brito, hasta llevarlo a la muerte, a la jueza Afiuni, al general Baduel, y a Leopoldo López, además por supuesto de cientos de estudiantes detenidos en condiciones ultrajantes. Esta lista de maltratos y torturas a venezolanos no es exhaustiva. No incluye, por ejemplo, los ataques de bandas armadas a manifestaciones opositoras, operando en conjunto con los cuerpos de seguridad, ni las agresiones y vejaciones contra los trabajadores despedidos de Pdvsa.

La deshumanización del adversario, su conversión en un ser inferior y despreciable, tiene siniestros antecedentes en la historia reciente de la humanidad. Probablemente el caso más conspicuo y documentado sea el de los judíos bajo el nazismo, pero ejemplos como la transformación en “cucarachas” de los tutsis durante el genocidio de Rwanda, fue uno de los casos más horrendos de odio instigado con motivaciones políticas. Uno podría pensar que nuestro país se encuentra lejos de todo eso, pero el constante adoctrinamiento y el lenguaje del odio usado contra los disidentes venezolanos, frecuentemente tildados de apátridas, fascistas y basura, terminará, de hecho ya las tiene, por tener sus consecuencias en el imaginario popular venezolano. Según esta prédica, cuando se agrede a un “escuálido” quien lo agrede no es un delincuente sino un defensor de la revolución.

La justificación que gente buena, chavistas honestos, encuentra para justificar la campaña del odio y la agresión que destila de la oligarquía revolucionaria, no puede ser más cómplice e ilusa: estos son excesos naturales en la construcción de tiempos mejores; ellos se los buscaron por agredir a la revolución; son unos pocos, pero el proceso es más importante que estas desviaciones; nadie podía imaginar que esto iba a ocurrir; no podíamos estar peor que con adecos y copeyanos, son algunas de las frases que se escuchan para defender lo indefendible. La verdad es que estos interminables 15 años de epopeya chavista han transformado a la sociedad venezolana en una comunidad cuasi anómica donde la cultura de la agresión, la violencia y la degradación del adversario han ido ganando terreno.

Pero en un giro distinto del mismo argumento, la revolución se ha ido tornando dura, cruel e insensible frente a los sufrimientos del pueblo al que dice defender. El último episodio lo constituye la responsabilidad de la acción del gobierno en provocar una aguda crisis de suministro de alimentos, insumos varios y medicinas. Debería resultar imposible no conmoverse frente al sufrimiento de las madres de los niños con cáncer que manifestaban su descontento en el hospital J. M. de los Ríos por la suspensión del tratamiento de quimioterapia. En su lugar responden los responsables de la salud pública que las cosas “no están tan mal”.

Hay dólares, aparentemente en cantidades ilimitadas, para la corrupción y el despilfarro, pero no para comprar las medicinas por las que claman nuestros niños con leucemia. Si no fueran quienes son, nuestros crueles gobernantes deberían releer el poema “Los Hijos Infinitos” de Andrés Eloy Blanco, quien debe clamar desde su morada eterna contra la insensibilidad de la oligarquía chavista.

La misma respuesta indolente y cínica la reciben los ciudadanos que protestan por la violencia y los crímenes de un hampa cada vez más protegida e impune. El escándalo de las así llamadas “zonas de paz” en realidad zonas controladas por bandas que ejercen el poder y el control que el Estado ha ido cediendo, es de antología. El último episodio lo constituyeron los eventos de Maracay donde grupos ilegales, armados hasta los dientes, atacaron las instalaciones del Cicpc, una institución que cada vez se muestra más maniatada frente a los asesinatos de policías a manos del hampa. O nuestros profesores universitarios, cruelmente abandonados a su destino con salarios de hambre. En casi cualquier dirección que uno mire se encuentra con la crueldad y la soberbia de quienes ejercen el poder para crear miseria y pobreza para su propio pueblo. Todo ello poseídos de una suerte de superioridad moral auto-conferida que les da derecho a actuar como actúan, presumiblemente envestidos de la misión superior de traer el paraíso revolucionario a nuestra sufrida y maltratada gente.

La historia nos enseña también que con frecuencia ganan los malos. Todavía nuestros malos pueden ganar si no terminan por converger el descontento con una política de resistencia ciudadana que permita que al final esta gente que nos desgobierna salga por la puerta democrática y constitucional por la que nunca debieron entrar.

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