Por Vladimiro
Mujica, 22/05/2015
Mucha gente aún con
vida en Venezuela recuerda con profunda nostalgia los tiempos de la proverbial
generosidad venezolana entre adversarios políticos. No fue inusual que en los
tiempos de intensa confrontación entre la guerrilla comunista y los gobiernos
de Betancourt y Leoni, destacados dirigentes comunistas en la clandestinidad
encontraran refugio en casas de adecos y copeyanos estrechamente vinculados al
gobierno. En mi propia familia, mi hermano Pedro Juan, destacado activista de
la Juventud Comunista, cayó preso y fue duramente torturado en los cuarteles de
la policía en Cotiza. Por él intercedió, y le salvó la vida, un alto oficial de
la FAN encargado precisamente de perseguir a los guerrilleros y, en general, a
los alzados contra el gobierno.
Había algo de
caballerosidad en el combate político en Venezuela, una característica que
inclusive se expresó durante las dictaduras de Gómez y luego de Pérez Jiménez.
Nuestro país nunca llegó a los extremos de las dictaduras gorilas de Brasil y
Argentina, donde se llegó a exterminar a toda la familia de los perseguidos y a
colocar en adopción a los hijos de prisioneros. Tal como se recoge con todo
detalle en un documento horrendo y aleccionador elaborado en Argentina por una
comisión presidida por el gran escritor Ernesto Sábato, Nunca Más.
Esta tolerancia se
extendió inclusive a los alzados del 4 de febrero, con el Comandante Hugo
Chávez a la cabeza. Los tiempos de prisión de los militares insurrectos en el
cuartel San Carlos, o inclusive en Yare, fueron una jornada de campamento de
boy scouts al lado de las durísimas sentencias a las cuales se condenó a
Franklin Brito, hasta llevarlo a la muerte, a la jueza Afiuni, al general
Baduel, y a Leopoldo López, además por supuesto de cientos de estudiantes detenidos
en condiciones ultrajantes. Esta lista de maltratos y torturas a venezolanos no
es exhaustiva. No incluye, por ejemplo, los ataques de bandas armadas a
manifestaciones opositoras, operando en conjunto con los cuerpos de seguridad,
ni las agresiones y vejaciones contra los trabajadores despedidos de Pdvsa.
La deshumanización
del adversario, su conversión en un ser inferior y despreciable, tiene
siniestros antecedentes en la historia reciente de la humanidad. Probablemente
el caso más conspicuo y documentado sea el de los judíos bajo el nazismo, pero
ejemplos como la transformación en “cucarachas” de los tutsis durante el
genocidio de Rwanda, fue uno de los casos más horrendos de odio instigado con
motivaciones políticas. Uno podría pensar que nuestro país se encuentra lejos
de todo eso, pero el constante adoctrinamiento y el lenguaje del odio usado
contra los disidentes venezolanos, frecuentemente tildados de apátridas,
fascistas y basura, terminará, de hecho ya las tiene, por tener sus
consecuencias en el imaginario popular venezolano. Según esta prédica, cuando
se agrede a un “escuálido” quien lo agrede no es un delincuente sino un
defensor de la revolución.
La justificación
que gente buena, chavistas honestos, encuentra para justificar la campaña del
odio y la agresión que destila de la oligarquía revolucionaria, no puede ser
más cómplice e ilusa: estos son excesos naturales en la construcción de tiempos
mejores; ellos se los buscaron por agredir a la revolución; son unos pocos,
pero el proceso es más importante que estas desviaciones; nadie podía imaginar
que esto iba a ocurrir; no podíamos estar peor que con adecos y copeyanos, son
algunas de las frases que se escuchan para defender lo indefendible. La verdad
es que estos interminables 15 años de epopeya chavista han transformado a la
sociedad venezolana en una comunidad cuasi anómica donde la cultura de la
agresión, la violencia y la degradación del adversario han ido ganando terreno.
Pero en un giro
distinto del mismo argumento, la revolución se ha ido tornando dura, cruel e
insensible frente a los sufrimientos del pueblo al que dice defender. El último
episodio lo constituye la responsabilidad de la acción del gobierno en provocar
una aguda crisis de suministro de alimentos, insumos varios y medicinas. Debería
resultar imposible no conmoverse frente al sufrimiento de las madres de los
niños con cáncer que manifestaban su descontento en el hospital J. M. de los
Ríos por la suspensión del tratamiento de quimioterapia. En su lugar responden
los responsables de la salud pública que las cosas “no están tan mal”.
Hay dólares,
aparentemente en cantidades ilimitadas, para la corrupción y el despilfarro,
pero no para comprar las medicinas por las que claman nuestros niños con
leucemia. Si no fueran quienes son, nuestros crueles gobernantes deberían
releer el poema “Los Hijos Infinitos” de Andrés Eloy Blanco, quien debe clamar
desde su morada eterna contra la insensibilidad de la oligarquía chavista.
La misma respuesta
indolente y cínica la reciben los ciudadanos que protestan por la violencia y
los crímenes de un hampa cada vez más protegida e impune. El escándalo de las
así llamadas “zonas de paz” en realidad zonas controladas por bandas
que ejercen el poder y el control que el Estado ha ido cediendo, es de antología.
El último episodio lo constituyeron los eventos de Maracay donde grupos
ilegales, armados hasta los dientes, atacaron las instalaciones del Cicpc, una
institución que cada vez se muestra más maniatada frente a los asesinatos de
policías a manos del hampa. O nuestros profesores universitarios, cruelmente
abandonados a su destino con salarios de hambre. En casi cualquier dirección
que uno mire se encuentra con la crueldad y la soberbia de quienes ejercen el
poder para crear miseria y pobreza para su propio pueblo. Todo ello poseídos de
una suerte de superioridad moral auto-conferida que les da derecho a actuar
como actúan, presumiblemente envestidos de la misión superior de traer el
paraíso revolucionario a nuestra sufrida y maltratada gente.
La historia nos
enseña también que con frecuencia ganan los malos. Todavía nuestros malos
pueden ganar si no terminan por converger el descontento con una política de
resistencia ciudadana que permita que al final esta gente que nos desgobierna
salga por la puerta democrática y constitucional por la que nunca debieron
entrar.
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