Ángel Oropeza 19 de mayo de 2015
@angeloropeza182
A lo largo de la historia, quienes
luchan por la justicia son siempre catalogados por los poderosos de turno como
violentos y desestabilizadores. Jesús de Nazareth era un peligro para los
intereses de las autoridades judías y romanas, y la acusación que le llevó a la
muerte fue justamente la de ser un desestabilizador, cuyo “amaos los unos a los
otros” era para los poderosos un mensaje de violencia, pues socavaba las bases
de su dominación religiosa y política. Los cristianos que siguieron su ejemplo
fueron por siglos estigmatizados como desestabilizadores, ya que su mensaje
liberador era un peligro para un dominio fundado en la sumisión.
El gran argumento de los esclavistas era
que la lucha de los esclavos por su libertad era evidencia del carácter
violento de aquellos seres considerados subhumanos, y que la liberación de sus
cadenas resultaba desestabilizadora para los intereses de grandes fortunas que
descansaban sobre la explotación del hombre.
En nuestra independencia, los patriotas
siempre fueron los violentos que no reconocían la legitimidad de la hegemonía
española. En Suráfrica, los miembros del Congreso Nacional Africano eran
tildados por la oligarquía blanca de desestabilizadores, que se resistían a
reconocer como gobierno a quienes realmente eran minoría. Su líder máximo,
Nelson Mandela, estuvo 27 años en prisión por desestabilizador del “orden”. En
Estados Unidos, el movimiento contra la segregación racial, liderado entre
otros por Martin Luther King, fue siempre acusado de ser una facción violenta,
que no aceptaba resignadamente su situación de dominación, y que por tanto era
un peligroso factor de desestabilización para los intereses de los blancos y
pudientes.
Gandhi fue perseguido por el imperio
británico, que consideraba su movimiento nacionalista como desestabilizador de
sus intereses económicos. El actual Dalai Lama es considerado por nuestros
socios chinos como un enemigo violento, que a través de su prédica de
superación espiritual pone en riesgo la estructura de explotación sobre la que
descansa el imperio de la China comunista.
La historia está llena de ejemplos como
los hasta aquí mencionados. Y a pesar de las diferencias, el hecho siempre es
el mismo: para los poderosos, cualquiera que pregone un cambio es siempre
violento y desestabilizador. Porque,
como bien lo afirma el teólogo José M.Castillo, la lucha por la justicia tiene
que soportar la persecución, sencillamente porque los privilegiados por el
actual estado de cosas es evidente que no pueden querer otra sociedad. En
consecuencia, la búsqueda de la paz y la justicia es algo que no puede
realizarse impunemente, porque al mismo tiempo que es una noticia de esperanza
para la mayoría, es la amenaza más peligrosa para el presente orden
constituido, para el statu quo de los poderosos y gobierneros.
El señalar a quienes pregonan el cambio
y la justicia como violentos y desestabilizadores otorga a los opresores la
excusa perfecta para actuar entonces con violencia contra ellos. Y en esta
práctica de cinismo proyectivo los gobiernos débiles suelen ser los más
radicales y represivos.
La razón de ello estriba justamente en
la precaria autoridad que deriva de su debilidad. Como lo describió
Montesquieu, la tiranía es la más violenta y menos poderosa de las formas de
gobierno, precisamente porque, como lo observa Hanna Arendt, violencia y poder
no son iguales. El poder legítimo no necesita de la violencia y la represión
para ser temido, pues tiene el auctoritas que solo da la legitimidad que le
otorga y reconoce el pueblo. A falta de la autoridad suficiente que proviene de
la legitimidad popular, el único recurso es la violencia contra quienes se
oponen a su mandato opresor, y de acusar de desestabilizadores a aquellos que
han abrazado la causa de la dignidad y la justicia.
Nada nuevo. Los poderosos y las
oligarquías actúan siempre con el mismo guión. Pero olvidan que, al final, el
guión también indica cuál suele ser siempre su desenlace.
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