Áxel Capriles 15 de mayo de 2015
Nicolás Maduro debe andar de muy mal
humor todos estos días. Quiso bajar la inflación por la fuerza y la inflación
no le hizo caso, se burló de él en la cara, quiso maniatar el dólar y el dólar
se le fue de las manos, quiso doblegar la escasez y esta continuó impertérrita.
La economía parece un niño díscolo que no sigue las prescripciones del mandón.
A Maduro le ha pasado lo mismo que a
Robert Mugabe cuando, en el año 2007, quiso controlar la inflación por decreto
y en pocas horas los precios se multiplicaron. La teoría de los precios, el
concepto de equilibrio o la idea de relación dinámica entre la oferta y la
demanda no existen en el inventario mental de Nicolás Maduro, Ricardo Sanguino
y todo el extraño liderazgo que hoy domina a Venezuela. El vocabulario
económico de la revolución está formado por otro grupo de palabras: controlar,
perseguir, sancionar, coaccionar, forzar, imponer, obligar, castigar,
intimidar, violentar. Las palabras incentivar, alentar, reforzar, estimular,
animar, competir, no existen en su vocabulario.
El intento de controlar la economía por
decreto y la moralización de los fenómenos económicos no es nuevo. En el siglo
XIII, consternado por el aumento y la difusión de la pobreza involuntaria
producida por los desajustes materiales y el crecimiento poblacional en la
transición a la modernidad, el papa Inocencio IV prohibió el cobro de intereses
y relanzó la condena contra la usura. Según el papa, exigir un extra sobre la
suma prestada como recompensa de riesgo, lucro cesante o cobertura del
costo-oportunidad era la causa de la multiplicación de pobres. “Incluso si por
casualidad puede encontrarse una circunstancia en la que, por derecho natural,
impreso en el hombre por la naturaleza, la usura no sea pecado, sin embargo, a
causa de los males y los peligros que acarrea, en cualquier caso se prohíbe”.
Fue en la modernidad que Occidente
descubrió que las prohibiciones no son la mejor manera de frenar los impulsos y
pasiones humanas, siempre presentes por más fuerte que sea la represión moral o
física. Se intentó, más bien, crear sistemas que alinearan los incentivos
naturales en pro del bien común. Ese simple pensamiento de los tiempos modernos
no llegó a la revolución bolivariana.
Un país donde todo está prohibido y
donde todo ciudadano es un delincuente potencial es una olla de presión de
pulsiones económicas. La represión y el empeño de control no solo no logran su
cometido, sino que desatan con más fuerza los demonios que pretenden someter.
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