Trino Márquez 21 de mayo de 2015
Las denuncias de The Wall Street Journal
contra Diosdado Cabello, la aparición del libro Bumerán Chávez, escrito por el
periodista español Emili Blasco, las visitas al país de Thomas Shannon,
Consejero del Departamento de Estado de EE.UU., y otros misiles atómicos que le
han lanzado al gobierno de Nicolás Maduro desde diferentes flancos, han llevado
a pensar a algunos analistas nacionales e internacionales que el derrumbe del
régimen se encuentra en el horizonte cercano. Se imaginan una guerra fratricida
entre Maduro y Cabello y un desenlace en el cual inevitablemente uno hará
morder el polvo de la derrota al otro.
No soy tan optimista. Este régimen se mantiene sobre la base de
lealtades que pasan por la complicidad y el celestinaje con todas las formas de
corrupción aplicadas a lo largo de dieciséis años disfrutando del poder. Aunque
sea solo por hipocresía, la respuesta de Maduro frente a las denuncias contra
el Presidente de la Asamblea Nacional fue de una solidaridad enfática. “Quien
ataca a Diosdado me ataca a mí”, fueron sus palabras. Además, señaló que
iniciará –financiará con recursos públicos- una campaña nacional e
internacional en defensa del segundo
hombre de abordo. Mario Silva, quien supuestamente es encarnizado adversario de
Cabello, salió en defensa de su compañero de tolda. Lo mismo hizo el TSJ por
intermedio de su presidenta, Gladys Gutiérrez.
En este momento, cuando deberían aparecer sus hipotéticas fisuras, el
régimen se cierra en torno a la defensa del personaje más impopular y rechazado
de los rojos. La disputa frontal entre maduristas y diosdadistas no se percibe
por ningún lado. Lo que se registra a través de los medios de comunicación es
una unidad hermética.
¿Por qué estas expresiones de apoyo con Cabello? Desde luego que no es
porque los miembros de la élite formen
una especie de hermandad basada en el afecto y la admiración mutua. En todas
partes del mundo, incluso en las democracias más asentadas, quienes se
encuentran en la cercanía del poder sienten recelos mutuos. Desconfían unos de
otros. La cúpula roja no representa la excepción de la regla. Sin embargo, de
los cubanos han aprendido que la única manera de eternizarse en el poder es
mostrando una fachada unitaria, no importa cuánto se odien entre sí. Para la
nomenclatura cubana el verdadero enemigo no estaba en el territorio de la isla,
sino en Florida. Lo peor que podía ocurrirles era caer en manos de unos
exiliados que habían abandonado Cuba solo con lo que llevaban encima, dejando
atrás familia, amistades y trabajo. El castigo sería bíblico.
Los rojos criollos tienen mucho más que perder que los comunistas
cubanos. Al lado de Venezuela, la isla antillana era una nación modesta que no
contaba con nada parecido a Pdvsa, a la CVG
o al Bandes. La alta jerarquía del ejército cubano no podía enriquecerse
con dólares preferenciales, con el contrabando de extracción o con las
millonarias compras de buques o armamento chatarra. En Venezuela la situación
es completamente diferente. Muchas de
las fortunas súbitas e inmensas que se
conocen, se han amasado bajo la sombra del Estado chavista. Es sobre esta red
de corrupción y privilegios que se mantiene el régimen. Sobre esa inmensa malla
se sostienen dirigentes políticos, militares, empresarios, jueces, policías,
allegados al régimen. El mérito de los rojos, con la asesoría cubana, fue haber
organizado un tinglado tan férreo como las pirámides egipcias.
Este monolitismo no se derrumba con episodios aislados, por graves que
sean las conductas de los implicados, sino con un trabajo sostenido en las
organizaciones sindicales, gremiales, estudiantiles, empresariales, campesinas,
informales, tal como hacen los chavistas con sus organizaciones de base. Ese
esfuerzo por abajo es más lento y menos espectacular, pero inevitable, si se
busca fundar la alternativa frente al desmadre actual.
Votar en las próximas elecciones parlamentarias y ganarlas será un paso
enorme en la dirección de construir la nueva mayoría.
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