Maruja Tarre 22 de mayo de 2015
Es muy difícil meterse en la cabeza de
los dictadores, autócratas o como se les quiera llamar. Pero es indudable que
piensan distinto al resto de los mortales. Con los viajes por ejemplo: una
persona normal ahorra, pasa trabajo consiguiendo el pasaje, se transporta como
sardina en lata en clase turista del vuelo más barato que se consigue, busca
amigos que lo puedan alojar en el exterior (ahora eso es fácil debido a la
diáspora venezolana), planifica con detenimiento los espectáculos,
restaurantes, excursiones que podrá permitirse con su limitado presupuesto.
Un autócrata necesita un avión privado
(que cambiará con frecuencia), un séquito (¿para qué sirve un séquito?) y en el
caso de Maduro hasta dobles para confundir potenciales magnicidas. ¿Qué puede
sentir al llegar a un cuarto, cuyo costo por una noche es equivalente al sueldo
mensual de veinte profesores universitarios? ¿Cómo justifica las compras hechas
por sus familiares y miembros del séquito, cuando en su país ya ni siquiera
existen esas mercancías? ¿Se recordará de algún autobús cuando se traslada
velozmente con todo un cortejo de limusinas y carros de lujo? ¿Le gustará el
caviar? ¿Las noches blancas de San Petersburgo? ¿El Kirov? ¿El Hermitage? ¿Ese
turista que viaja tanto con el dinero escaso de los venezolanos, aprende algo
en sus costosos periplos? ¿Consigue prestado algún dinero extra? ¿Lo reciben
quienes antes hacían cola para pedirle favores?
¿O acaso viaja para olvidar? Olvidar el
país arruinado, las colas para los alimentos, los sueldos que no alcanzan, su
popularidad cada vez más mermada. ¿Qué siente el autócrata, rodeado de secuaces
pero cada vez más solitario, cuando gasta un dinero que no es suyo, tratando
simplemente de huir de la realidad que nos agobia?
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