Américo Martín julio de 2015
Según
consagra la Lengua y confirma el uso, la parábola es un relato deliberadamente
ficticio que sirve para engarzar a la narración una lección moral, que si
pensamos en los fabulistas más célebres, tales Esopo y La Fontaine, llamaremos
“moraleja”. Algunas son de una impresionante actualidad. Por ejemplo, la zorra
que después de mucho esfuerzo no pudo llegar al racimo de uvas, en lugar de
sentir frustración decidió que las uvas estaban verdes.
Las
parábolas cristianas llenan con sutileza y eficacia los evangelios, pero ahora
quisiera acercarme al uso que comenzaron a darle los políticos a este concepto,
los políticos revolucionarios de principios del siglo XX, para ser preciso. Al
final mencionaré alguna curiosa paradoja de las que plagan el discurso del
presidente Maduro, no exclusivas suyas, por cierto.
Carlos
Marx había escrito para la Europa democrática, sin escondrijos, “seudónimos” o
palabras que diciendo algo insinuaran lo contrario. Su movimiento no era
propiamente clandestino.
Pero
otra cosa fue cuando los bolcheviques de Lenin tuvieron que desempeñarse bajo
la autocracia zarista, mitificaron la clandestinidad y se acostumbraron al
lenguaje de Esopo para no facilitarle la tarea a la policía secreta del régimen
(la famosa Ojrana). El asunto era decir algo que para sus compañeros de partido
significara otra cosa, según un código secreto previamente elaborado.
Esas
parábolas comunistas carecían de moraleja, no tenían intención didáctica, sino
que eran de puro empleo instrumental y por lo tanto de parábolas -según el
sentido admitido por el idioma o del evangelio cristiano- no tenían
absolutamente nada. En todo caso para algo servían, así no fuera sino para ser
aprovechado exclusivamente por los asociados en empresas conspirativas.
He
recurrido a esa relación más bien anecdótica después de reflexionar sobre el
lenguaje cada vez más asiduo del gobierno que padecemos. Las parábolas de
Maduro no tienen la menor intención moral, pero lo más curioso es que tampoco
son útiles para nada, como las que para eludir la persecución policial usaban
los bolcheviques de Lenin y otros conspiradores devotos del secreto. A veces,
incluso, los que hablan por los jefes del gobierno son los hechos, hechos
“paradójicos” sin duda, ya que no “parabólicos”.
La
metáfora del “mar de la felicidad”, en el cual terminaríamos unidos en algazara
con Cuba, ha caído en desuso por ninguna razón ajena a la separación virtual en
las políticas de Venezuela chavomadurista y Cuba raulista. Insistir en que Cuba
siguiera siendo el destino de la revolución bolivariana hubiera sido como
anunciar la audaz apertura de relaciones con EEUU y la proscripción inmediata
del socorrido argumento de las conspiraciones e inminentes invasiones
preparadas por el Departamento de Estado, el Pentágono, la Casa Blanca, la CIA,
el FBI y -no faltaría más- “Uol Street”. Que en algún momento la necesidad lo
empuje en esa dirección, si es que aún no ha sido desplazado pacíficamente por
el voto democrático y popular, no implica tener que abandonar ese arsenal,
utilizado para explicar todos los disparates mediante el ardid de culpar a los
demás.
¿Pero
entonces a cuál nuevo mar de la felicidad dirigirse, ya que no al prometido por
el comandante de la revolución?
Momento
ideal para disparar la metáfora madurista.
¡Seguiremos
el ejemplo de Grecia!, se le ocurrió decir
Grecia,
la hermosa y desdichada cuna de la civilización occidental, sumergida por sus
propios errores de concepción en un profundo drama financiero, a punto de ser
separada del euro, declarada en default, fue puesta en 3 y 2 por la llamada
“troika”. Aceptaba el durísimo recetario demandado como base para un nuevo gran
aporte europeo o sencillamente quedaría a la buena de Dios.
Impaciente,
la troika entró con arrogancia en el referendum del SI o NO. Han podido dejar
la decisión a los griegos mismos, sin presiones tan ostensibles y quizá otro
hubiera sido el resultado. Pero Tsipras, y su partido de izquierda Syriza se
batieron por el NO. La dignidad de un pueblo tan extraordinario los respaldó.
Era una decisión temeraria, pero fue la que adoptó soberanamente el país. Lo
lógico era entonces que los paladines del NO dijeran en voz alta cuál era el
sacrificado camino que pedirían seguir a sus compatriotas, si es que tuviera
algún viso de racionalidad.
Pero
aquí está la paradoja. Inmediatamente después del dictamen del referendum,
Tsipras insistió en seguir negociando. No era un mal paso si formara parte de
alguna estrategia alterna. No fue así, seguramente para sorpresa de quien
anunció que Venezuela seguiría la vía griega. Pasaron 48 horas y Tsypras aceptó
la totalidad de las exigencias contenidas en la propuesta de los amigos del SI.
Detengámonos por un momento en este gran viraje –sin esperar a que lo
pellizquen, por lo menos- de 180%. Alexis Tsipras, integrado a la multitud,
había logrado conquistar nada menos que 61% del electorado. Esa masa engañada
creyó en él, se dejó arrastrar por su retórica y sus promesas y le entregó su
confianza.
¿Ni
dos días bastaron para que su radicalismo incendiario de largos meses se
decantara en tan artera y alevosa claudicación?
¿Cómo
puede alguien jugar con las emociones de la gran mayoría del pueblo y sin pedir
perdón, sin explicar nada, hacer exactamente lo que condenó con tanto vigor?
Lo
cierto es que Tsipra sigue al frente del país, aunque gran número de sus
encolerizados partidarios lo abandonaron. Sigue ahí y por el peso de las
realidades de la política necesitó apoyarse en los seguidores del SI.
¿Qué
le tocaba a este hombre? Renunciar.
¿Es
ese el camino que se propone el presidente Maduro?
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