La mañana siguiente a La
Tarde de las Sillas Vacías, Istúriz encabezó el trío de altos jefes de la
revolución que se encaminó al encuentro directo con el pueblo, en vista de que
la Asamblea Nacional con su negativa a aprobar el Decreto de Emergencia
Económica había colocado al Gobierno, al país y prácticamente a toda la Patria
Grande al borde de la madre de todas las emergencias.
Sabatina y tempranera, la cita sería en la plaza Bolívar, eterno cuadrilátero de la lucha popular, magnífico ring donde el soberano ha exhibido por varios siglos su mejor pegada y hasta hizo rodar, cuando sólo era plaza mayor, varias cabezas. Hablando de cabezas, ya bajaban por los peldaños de mármol de la esquina de Principal, tres de las más brillantes del proceso, ya sea por la verborrea o por la seborrea.
Detrás de Aristóbulo caminaba, siempre marcial, el diputado Cabello y después el señor Alcalde, a quien su propio entorno nota con el correr de los días más descabellado, como si se viera afectado, sobre todo después del 6D, por una creciente alopecia del autocontrol que amenaza con dejarlo lucio, calvo total del buen juicio.
Se ubicaron hacia el ala norte del histórico espacio, justo detrás de las ancas del corcel bolivariano, ángulo que mejor permite apreciar el par de sus broncíneas criadillas, las bolillas pues, réplicas exactas, por cierto, de las que se exhibieron por primera vez en Lima, cuando en ese pueblo querían todavía a su dueño y no le habían asignado un caballo más grande a la gloria de San Martín Junto a Diosdado y antes de empezar la asamblea popular, Aristóbulo miró de reojo al prócer (el de bronce) y, como nunca antes, lo impactó, casi lo estremeció el ademán perpetuado en metal.
De hecho, no le pareció nada heroico ¿Qué hacía el Libertador con ese bicornio extendido como esperando un óbolo?¿A qué venía esa extraña pose en demanda caritativa? Ese brazo extendido hacia atrás, ese gesto mendicante lo perturbaba justo ahora cuando se disponía a hablar de los nueve mojones, corrijo, ¡motores! de la economía productiva.
Ya Diosdado había comenzado su fulgurante exordio teniendo a su izquierda la bancada de las palomas muertas, como denomina el populacho, siempre cruel e irrespetuoso, a la somnolienta barra de viejitos, frecuentadores de la plaza, que toma sol bajo la baranda frente a la catedral. Seguían durmiendo.
Aristóbulo hacía un esfuerzo por escuchar, pero su nerviosismo iba en aumento y, muy a su pesar, lo invadían ideas francamente alocadas.
"Padre, no pudieras extender ese brazo hacia otro lado? ¿Ese bicornio no te luciría mejor en la cabeza?". Deseó desde lo más profundo de su alma revolucionaria que la gentecita que se había aglomerado para oírlos no volviera su vista hacia la bendita estatua.
Se disgustó, sin decirlo, con el Alcalde. ¿No hubiera podido Jorge cubrir ese monumento intruso con una gigantografía del Bolívar computearizado, (sí, con la e intercalada).
Cualquiera de las que envió Ramos Allup para La Bonanza, se dijo, hubiera servido. Pero después eso le pareció también inconveniente porque, en su fuero interno, esa efigie de Bolívar es la imagen viva de la inopia.
El discurso de Diosdado se desbocaba como un corcel indómito y él, que tiene también de Rondón, se sintió lancero en pleno llano arremetiendo contra la Asamblea apátrida.
Soltó un grito estentóreo: "¡Han metido al país en un precipicio!". Tenía razón. Después de 17 años de épica lucha revolucionaria el Plan de la Patria iba que chutaba. Ahora, un parlamento inconsciente, irresponsable, apenas a 18 días de instalado, venía a arrebatarnos el futuro a 30 millones de habitantes.
En la nada fogosa bancada al costado izquierdo de la plaza, el grito despertó, entre parpadeos y exagerados movimientos de quijadas, a algunos de sus integrantes.
Distraído, saboreando todavía un sueño juvenil, sin reparar en los oradores y rascándose la cabeza, como si lo viniera pensando desde mucho antes, se oyó a uno de ellos soltarle en confianza al vecino: "Chamo, esos seis meses de los que habló Ramos Allup, ¿no será mucho?".
31-01-16
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