ANTONIO NAVALÓN 31 de enero de 2016
En el
último tramo del siglo XX y en el primero del XXI, la historia nos ha mostrado
tres transiciones que han sido un modelo de éxito y eficiencia. Una, la
española, referente para la mayor parte de América Latina. Otra, la chilena,
basada en la capacidad para imponerse a un militar en el ejercicio de su poder.
Y finalmente, la brasileña, que incorporó a las izquierdas, a aquellos que no
tenían techo y a los que nunca habían tenido la oportunidad de gobernar. Sin
embargo, ahora las tres se encuentran en graves problemas por causas comunes y
una de ellas es la metástasis de la corrupción.
En ese
sentido, España, en medio de un bipartidismo acabado, de una Transición que se
extingue, de la necesidad de reformar la Constitución y de cambios para los que
los políticos no estaban preparados, se va desgastando por el flujo incesante
de casos relacionados con el gobernante Partido Popular y sus redes de
corrupción.
Entre
esas redes, se perfilan pautas que explican por qué los Estados están
fracasando y la razón de que se haya interrumpido el diálogo, basado en la
credibilidad moral, entre gobernantes y gobernados. Por ejemplo, las últimas
detenciones han revelado que, mientras todos los reflectores se enfocaban en la
trama Gürtel, el Partido Popular y los suyos establecieron otra red de
corrupción paralela que se mantuvo oculta, en cierta medida, gracias a la
anterior.
Mientras,
en Brasil ya no se sabe qué es peor: si la crisis económica o la moral. En el
caso brasileño, lo que no estaba contemplado —como ocurrió en España o ahora en
Chile— era que para consolidar las transiciones, incluir a los pueblos y
establecer la democracia, se crearon dos tipos de moral. Una, al estilo del
Medievo, en la que la Iglesia delinea una pauta moral para el pueblo. Y otra,
la que corresponde a los privilegiados de la clase política.
No
solo se ha terminado el modelo que actualizaba moralmente los proyectos
nacionales, sino que ahora las clases políticas han entendido que, en su
derecho adquirido por traer o incrementar la libertad, hubo muchos que
incluyeron la vulneración de las leyes, a un coste muy elevado para la política
moderna.
Todo
eso ha destrozado los liderazgos morales y, si a ese panorama se le abona la
incapacidad para salir de la crisis económica, nos encontramos en una especie
de Atlántida de la democracia, donde los errores y los abusos cometidos en el
milagro democrático están matando el continente de las libertades.
No
tengo ninguna duda de que la presidenta chilena, Michelle Bachelet, ha sido una
política honesta y de que el proceso de transición desde el juicio de Augusto
Pinochet hasta los últimos años fue un gran modelo a seguir, pese a que ahora
toda la credibilidad de la presidencia, toda la historia de la propia Bachelet
—padre asesinado, vida en el exilio— y sus dos mandatos están en riesgo. En
esta ocasión, no fue el hijo —Sebastián Dávalos Bachelet, acusado de estafas y
corruptelas— sino la nuera, Natalia Compagnon, acusada de evasión fiscal y a la
que se le ha prohibido salir del país. Sin embargo, la víctima sigue siendo la
misma, es decir, la credibilidad del sistema. E independientemente del costo
que eso le genere a Michelle Bachelet, lo más importante será el costo para los
valores y el sistema político chileno, el divorcio entre las nuevas
generaciones y aquellos a los que nos tocó protagonizar y vivir las
transiciones.
Pero
lo que no debemos olvidar es que una vez que estos países consiguieron la
libertad, las clases dirigentes debieron percatarse de que, en primer lugar,
era necesario mantener la coherencia con el mandato moral que sus propios
pueblos les otorgaron, y después, dar los pasos siguientes para consolidar la
transición.
Por
último, tener la suficiente habilidad para, aún con los referentes económicos y
políticos desmoronados, idear programas dirigidos a sus ciudadanos y una
estrategia democrática que permitiera a cada país —independientemente de que
formaran parte de la Unión Europea, como España, o de pertenecer a diversas
alianzas como Brasil y Chile— estructurar su propio modelo.
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