HÉCTOR E. SCHAMIS 30 de enero de 2016
“Se
dice que la década pasada ha sido una década de la izquierda en América Latina,
una década de gobiernos progresistas. ¿Se puede decir que ha habido
progresismo, progreso social de izquierda estos años?” Así comenzó Moisés Naím
su programa, Efecto Naím, al que fui invitado junto con el ex presidente de
Bolivia Jorge Quiroga. “Eso si uno toma esas palabras como válidas”—repliqué,
con más reflejos que reflexión—“las palabras de los gobiernos que se han
definido a sí mismos como izquierdistas”.
“Izquierda
dirán ellos”, agregué al final, esos quince segundos de televisión que obligan
a omitir varios aspectos de esta discusión, comenzando por la propia definición
de “izquierda”. La clarificación es oportuna, dadas las ambigüedades vigentes.
Especialmente porque la contraparte del argumento es que quien se opone a esos
gobiernos “de izquierda” termina siendo “de derecha”. Falacias por las que
transcurre el no-debate, la incesante repetición de clichés que sustituyen la
verdadera conversación. Es el fin de la política.
Ser de
izquierda se basa en la convicción que la desigualdad no es pre política. Esto
es, no está constituida ex ante, ni pertenece al orden natural de las cosas.
Por el contrario, la desigualdad se entiende como la consecuencia de un
conjunto de relaciones de clase e instituciones: las primeras le dan sustancia,
las segundas la reproducen en el tiempo.
Ante
eso, la estrategia del socialismo revolucionario fue la toma del poder, súbita
y violenta, para desmantelar las relaciones capitalistas de producción y su
superestructura jurídica. El problema fue que en el camino de la expansión de
derechos sociales se eliminaron por completo los derechos políticos y civiles.
El socialismo realmente existente terminó siendo el régimen del Estado-Partido
y su burocracia. Resultó que para comer había que dejar de votar y dejar de
hablar. Conocido pero falaz razonamiento, sobre todo si, en el largo plazo,
tampoco se come.
Mientras
ocurrían las masacres del estalinismo, asomaba otra versión de izquierdismo en
Europa: el reformismo keynesiano y el Estado de Bienestar de la postguerra.
Hacia los 70 el eurocomunismo rompía con Moscú, nótese, antes de la caída del
Muro de Berlín. Surgió la izquierda socialdemócrata, que no rechazó la idea de
mayor equidad social pero con el capitalismo—no contra él—y en combinación con
la democracia competitiva.
Todo
ello dio forma al progresismo, un izquierdismo superador, capaz de operar con
un concepto más amplio de desigualdad. Más amplio porque para reducir la
desigualdad tiene que funcionar el mercado, mecanismo que alienta la
iniciativa, la creatividad y la toma de riesgo, la receta de la prosperidad.
Pero también porque el mercado es socialización, genera pluralismo y sociedad
civil, o sea, ese espacio autónomo de deliberación y agregación de intereses e
identidades diversas: de clase tanto como religiosas, étnicas, de género y de
orientación sexual. Y todas ellas superpuestas.
Es que
en nuestras sociedades complejas y diversas tener politicas de ingresos no es
más importante que tener normas para corregir asimetrías en la distribución del
reconocimiento social de esas minorías. El progresismo, entonces, solo puede
ser liberal-constitucional y, con ello, democrático.
Esta
problemática ha sido ajena a la hipocresía de la auto proclamada izquierda de
América Latina. Su retórica anti-capitalista no desmanteló el capitalismo. Ni
mucho menos, tan sabroso botín para enriquecerse con los amigos. La
redistribución no fue financiada con políticas de inversión sustentables y
productividad creciente, sino con precios internacionales favorables que, ante
el cambio de ciclo, comienza a revertirse. Su ignorancia económica ha producido
una monumental distorsión de precios que, financiada con recursos fiscales,
generó déficits a su vez financiados con emisión. La pobreza no se mide, la
inflación es incierta, las cuentas nacionales, una ficción.
Izquierda
dirán ellos. Ni hablar de los derechos identatarios. Esto no ha sido
progresismo sino su opuesto, una arqueología del estalinismo modelada en la
dinastía despótica de los Castro, tan venerados por los bolivarianos. Es un
capítulo que llega a su fin, por la biología en Cuba, las elecciones en
Argentina y Venezuela, las protestas contra la perpetuación en Ecuador, Bolivia
y Nicaragua, y las marchas contra la corrupción en Brasil y Guatemala. Y por el
cambio de precios en todas partes.
Como
se vio en la Cumbre de CELAC, donde dos Latinoaméricas se encontraron cara a
cara. Una, la del dueño de casa (y del micrófono), es la de las consignas
melancólicas y los clichés gastados. Es aquella del comandante tal o cual, la
de una pseudo teoría de la dependencia, un anti-imperialismo impostado sin otro
propósito que justificar la perpetuación en el poder. Es la América Latina que
invoca difuntos, a los que busca canonizar, y a expresidentes procesados por
corrupción, a quienes intenta restaurar en el poder.
La
otra América Latina que se vio en Quito es la del pragmatismo, la que mira
hacia delante, la que busca resolver los problemas de sus sociedades e imaginar
soluciones ante una economía internacional incierta. Es la que busca atraer
inversión y crear empleo frente al cambio de ciclo, los erosionados recursos
fiscales y las decrecientes reservas del Banco Central.
Esa
otra América Latina busca recuperar sus mejores tradiciones de derechos humanos,
como en el auténtico progresismo de Gabriela Michetti, vicepresidente
argentina, al recordarle a Maduro que debe respetarlos, habiendo sido Venezuela
amparo de tantos exiliados. Esa es la América Latina de la democracia, la
alternancia en el poder y las garantías constitucionales. Izquierda o derecha,
esa es la única que tiene futuro.
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