Por Bernardo Guinand,
07/02/2016
No se trata de un tema
coyuntural. No planteo el tema como estrategia para que caiga el gobierno
actual. Estoy hablando a largo plazo. Soy de los que piensa que el petróleo – o
mejor dicho, sus alzas astronómicas de precios han sido una calamidad para los
venezolanos, al igual que para muchos otros países dependientes del preciado
oro negro.
Trataré de explicar mi
posición, ya que sin duda tendrá muchos detractores y con razón. Jamás será
descabellado reconocer el inmenso potencial de crecimiento que tendría un país
con los ingresos que nos provee la industria petrolera, pero aun así, el saldo
final - desde mi óptica - ha sido negativo y ha degenerado en más problemas
como sociedad, que los que ha resuelto con su prodigiosa chequera.
Lo primero que hay que
aclarar, es que si bien el régimen chavista ha representado el culmen del
modelo rentista-populista, todos los gobiernos de la era democrática han
sucumbido ante el oasis de la bonanza petrolera y en cada caso, hemos terminado
peor. Uno puede argumentar que lo que ha faltado es un buen gobierno que sepa
administrar eficientemente la renta, ahorrando e invirtiendo en época de “vacas
gordas”. Pero tanto adecos como copeyanos y chavistas han fallado en tan obvia
recomendación y es que la desproporción que genera los casi inimaginables recursos
que entran, termina desbocando hasta al más conservador y echando al traste la
sensatez de políticas económicas de largo plazo. Más aún cuando la tentación de
usar esa “varita mágica” en el plano electoral, anima al detentor del gobierno
a aumentar el gasto público en busca de popularidad.
No es casual que la
matriz de opinión pública ubique el punto de quiebre de nuestra era democrática
entre el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez y el de Luis Herrera Campins.
Es decir, veníamos por década y media construyendo una democracia - no exenta
de dificultades - y en el momento justo que aparece en nuestra historia una
gran bonanza ¡cataplum! empezamos a quebrar la institucionalidad,
aumentar en forma desmedida el gasto público, padecer de la corrupción como
modo de vida de funcionarios gubernamentales, por nombrar solo algunas secuelas
de la rumba petrolera.
Carlos Andrés Pérez fue
el primer protagonista de esta lluvia de petrodólares, que muy bien le calzaba
con su estilo populista latinoamericano. En el imaginario popular quedó
sembrado ese quinquenio como de gran bonanza (razón que le hizo ganar de nuevo
las elecciones en 1988, así como apresurar el sacudón de febrero de 1989 al
exigir sacrificios que contrastaban con lo que la gente soñaba de su regreso)
mientras algunos críticos denunciaban la tragedia de no haber gerenciado correctamente
esa riqueza.
Luego Luis Herrera,
quien comenzaba su mandato estableciendo políticas coherentes en materia
económica debido al “país hipotecado” que reconocía recibir, sucumbió a la
tentación de medidas más populares apenas el precio del barril petrolero se
volvió a disparar. Lo demás, es historia. A partir de esa fiebre petrolera,
temas como control cambiario, inflación, corrupción, gasto público,
devaluación, endeudamiento, han sido titulares cotidianos de los periódicos
venezolanos.
Mientras más ha subido
el petróleo, más bajo hemos caído. Por el contrario, el único presidente
de la era democrática que culminó completamente dos mandatos y en sana
paz, no exento de críticas pero con la reputación en alto, fue Rafael Caldera,
justamente quien transitó sus dos períodos con precios muy bajos del petróleo y
poderes públicos no complacientes.
Venezuela salió
recientemente de la década más escandalosa en recursos petroleros. La cifra de
ingresos es prácticamente imposible de cuantificar y aun así el país vive una
verdadera ruina en cualquier área o sector productivo que podamos imaginar. Ni
siquiera en la propia industria petrolera se hicieron las inversiones
necesarias para producir más. La corrupción de la IV se quedó pálida al lado de
las fortunas alcanzadas por funcionarios actuales, enchufados, boliburgueses y
testaferros. “Lo que fácil llega, fácil se va” dice un trillado refrán popular.
Y en efecto, de todos los ingresos recibidos a lo largo de estos años, no queda
nada, sino un país en medio de una crisis a todo nivel. Es vergonzoso.
Los petroestados caen
en un vicio común. Al dispararse los precios del petróleo, el gobierno de turno
prácticamente puede gobernar dándole la espalda a la sociedad, cosa totalmente
inconcebible en países con economías diversificadas. Es decir, un gobierno de
un país no petrolero necesita de una sociedad con economía próspera - con
inversión privada y empleo bien remunerado - pues de ella sacará sus ingresos a
través de los impuestos - para poder administrar transitoriamente ese Estado. A
esos países les interesa generar bienestar, es decir, crear riqueza, pues
de ella depende su subsistencia y crecimiento. El gobierno depende de la
sociedad.
En oposición, en países
petroleros durante períodos de abundancia, es tanto el flujo de divisas que
entra, que podrían quedarse produciendo solo petróleo. El gobierno podría
“darse el lujo” de prescindir de cualquier otra empresa productora de bienes y
tener la tentación de traer todo lo demás de afuera. Pero esa situación acaba
con el empleo y crea un ciclo de pobreza y dependencia, tal como
hemos vivido de manera aguda en años recientes. En estos casos, se voltea
la fórmula y es la sociedad la que depende del gobierno, lo cual acarrea
graves consecuencias.
Dichas consecuencias
fueron analizadas por el periodista (3 veces ganador del Pulitzer) Thomas
Friedman, quien relacionó los precios del petróleo con las libertades
democráticas: “En los países petroleros el precio del crudo y el ritmo de las
libertades se mueven siempre en direcciones opuestas… Mientras más se eleva el
precio promedio global del crudo, más se erosionan la libertad de expresión, la
viabilidad de elecciones libres y transparentes, la independencia de los
jueces, el imperio de la ley y el sistema de partidos políticos”. (Recomiendo
leer "La
Primera Ley de la Petropolítica" por Ibsen Martínez )
Desde que tengo uso de
razón, he oído el anhelo de acabar con el modelo dependiente de la renta del
petróleo, pero erróneamente se empiezan a tomar medidas en esa dirección justo
cuando el precio ha caído. Craso error. El modelo rentista se acaba si durante
la bonanza el gobierno se concentrase en invertir esos excedentes en lo
que le toca: desarrollo en infraestructura, vialidad, promoción de inversiones,
mejora en la calidad de servicios educativos y sanitarios que eleven el nivel
de competitividad del venezolano; de manera que al caer la renta, el país esté
preparado en compensar tal baja con oferta turística y competitividad en otras
áreas de la economía. Hablar de acabar con el modelo rentista cuando la renta
cayó ya no es ninguna estrategia, es simple sobrevivencia. Y eso nos ha pasado
una y otra vez. El vicio de usar los excedentes de manera populista es una
práctica muy tentadora para seguir ostentando el poder. Es muy difícil hacer lo
que se debe hacer cuando tienes caja de sobra para inventar y presiones de todo
tipo en el entorno para distribuir esos recursos. Duro, triste, pero cierto. Y
esa es la sombra que oscurece a las economías petroleras.
Por eso espero que el
petróleo tenga también un “precio justo”, que permita desarrollar dicha
industria pero obligue a consolidar el aparato productivo del resto de la
economía no petrolera necesaria para ofrecer millones de empleos bien
remunerados.
De no ser así, temo que
se cumpla el vaticinio de Arturo Uslar Pietri: “La manera como el petróleo ha
deformado la vida venezolana nos ha corrompido... Podría llegar ese día
trágico... en que la historia de Venezuela se escribirá con tres frases: Colón
la descubrió, Bolívar la liberó y el petróleo la pudrió”.
Tomado de:
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