PhiL Gunson 21 de julio de 2016
Venezuela
fue, una vez, la excepción democrática latinoamericana. En un continente
dominado por dictaduras militares, el sistema bipartidista que se instaló
después de la caída del general Marcos Pérez Jiménez en 1958 se presentó como
pacífico, próspero y, aparentemente, pluralista. Basado en la distribución de
las rentas del petróleo, empezó a agotarse en los años 80 cuando el ingreso per
cápita cayó, en medio de una corrupción rampante, de puñaladas por la espalda y
cortedad de miras política. A llenar ese vacío se dispuso un cabecilla militar,
con un punto mesiánico, y un desdén por la democracia representativa.
Habiendo
intentado (y fracasado) la conquista del poder por la fuerza en 1992, Hugo
Chávez fue elegido presidente por un amplio margen en 1998 y sobrevivió (aunque
por poco) un intento de golpe en su contra, a los tres años de su presidencia.
Gracias a un golpe de suerte, la industria del petróleo estaba a punto de vivir
el boom más sostenido de toda su historia, lo que permitió a Chávez comprarse
un amplio apoyo político, tanto en casa como en el extranjero. Que su programa
no era sostenible en el medio o largo plazo era evidente para cualquiera que
tuviese una mínima noción de cómo funciona el ciclo de las materias primas.
Pero este ciclo alcista, combinado con el poder del antiguo líder golpista, era
más que suficiente para mantener a raya a una oposición desmoralizada y
fragmentada, cuyos ropajes populistas el mismo Chávez había robado.
El
chavismo, que es como su heterodoxa doctrina política fue bautizada inmediatamente,
consistía en cualquier cosa que el antiguo oficial del ejército dijera tan
pronto levantado de la cama en la mañana. Tras años negando que fuese
socialista, en 2006 lanzó una campaña para su reelección desde una plataforma
de izquierda radical. Los militantes chavistas, que una día insistieron en que
sólo deseaban la mejora del capitalismo, se pasaron al enaltecimiento de las
virtudes del control estatal de los medios de producción. Las expropiaciones
abarcaron desde la electricidad a la fabricación de botellas de vidrio. El
Estado produciría cualquier cosa, desde helados hasta pañales para bebés.
Hugo
Chávez murió prematuramente, de cáncer, en el 2013. En su última, y dramática,
aparición televisiva, invistió como sucesor a su entonces ministro de exteriores,
Nicolás Maduro. Al hacerlo, ponía en marcha, de alguna manera, el piloto
automático. Formado en Cuba y antiguo líder de la Liga Socialista, de extrema
izquierda, Maduro permanecería leal al marxismo utópico querido a su
carismático mentor político. Siendo él civil, sin embargo, nunca disfrutaría de
la confianza total del ejército. Y sus decisiones, contrariamente a las de
Chávez, tendrían que ser ratificadas por un liderazgo colectivo: el denominado
Comando Político-Militar de la Revolución Bolivariana.
En el
corazón del sistema político diseñado e implementado por Chávez yace la misma
contradicción fundamental que ahora amenaza con destruirlo. Como autócrata
populista, que explícitamente repudiaba la noción de alternancia en el poder, y
que en un principio intentó alcanzarlo por la vía del golpe de Estado, Chávez
se había dejado seducir por la constatación de que podía ganar las elecciones y
cimentar, de esta manera, su legitimidad. Pero las elecciones nunca se pensaron
verdaderamente como algo que pudiese implicar un cambio de gobierno.
Chávez
aprobó, en un acto de desmesura que ahora persigue a su sucesor Nicolás Maduro,
la instalación de un sistema de voto electrónico que hace que el fraude en el
recuento de votos sea casi imposible. Si bien el campo de juego está
grotescamente decantado a favor de la campaña gubernamental, voto depositado,
voto que cuenta.
A la
oposición le llevó años de fuertes desengaños, y un larguísima travesía del
desierto político, para acabar dándose cuenta colectivamente de cuál era el
Talón de Aquiles del chavismo. Pero una vez que ya se dieron cuenta de esto, se
unieron para explotarlo, siguiendo una estrategia electoral que alcanzó su
máximo rendimiento con una victoria inaudita de la alianza Movimiento de Unidad
Democrática (MUD) en las elecciones legislativas del pasado mes de diciembre.
El MUD
consiguió el 56% de los votos y alcanzó dos tercios de los escaños, ayudado por
dos acontecimientos que estaban completamente fuera de su control: la muerte de
Chávez en 2013, víctima de un cáncer, y el colapso de los precios del petróleo
muy poco después, que precipitó a una economía ya renqueante a una depresión
profunda.
Y
ahora, su objetivo es apartar a Maduro del poder usando otro elemento de la
herencia de Chávez: el referéndum revocatorio presidencial de mitad de mandato.
Pero, con hasta un 80% de encuestados diciendo que quieren que Maduro se vaya
antes de final de año, el gobierno ve ahora las elecciones, y especialmente las
elecciones presidenciales, más bien como un vade retro. En el caso de que
consiga utilizar el control que tiene sobre el Consejo Nacional Electoral (CNE)
para retrasar el referéndum hasta, por la menos, mediados de enero de 2017, la
constitución se convierte en una tabla de salvación. La destitución del
presidente durante los dos últimos años de mandato (que en Venezuela es de seis
años)no implica unas elecciones presidenciales inmediatas. Por el contrario, es
el vicepresidente (nombrado por Maduro) quien completa el mandato.
Bajo
la constitución de 1999, redactada por Chávez y sus aliados, y ratificada en
referéndum, el Estado venezolano está compuesto de cinco poderes
independientes. Además del legislativo, del ejecutivo y del judicial, hay una
rama electoral (el CNE) y una rama “ciudadana” compuesta por una oficina de
procuraduría pública, una auditoría estatal (Contraloría) y un defensor del
pueblo. Todos menos el legislativo son, en la práctica, meros apéndices del
poder ejecutivo, y están compuestos casi exclusivamente por partidarios
incondicionales del gobierno.
Los
mandos militares están obligados a recitar consignas políticas y a jurar
fidelidad al chavismo, convirtiendo con ello a las fuerzas armadas en un brazo
uniformado del partido en el poder. Una milicia socialista, y bandas de civiles
armadas, mantienen a raya a la disidencia. El 11 de Julio, Maduro anunció que a
partir de ahora todos los ministros y departamentos gubernamentales reportarán
al ministro de defensa, el General Vladimir Padrino López. El militar de más
alto rango del país es ahora una suerte de primer ministro.
Mientras
Chávez abolía sistemáticamente la separación de poderes, y desmantelaba
controles y contrapesos, sus vecinos miraban hacia otro lado, o le aplaudían
como héroe de los pobres. En privado, admitían a menudo, con un encogimiento de
hombros, que se trataba de un autócrata. “¿Pero qué le vamos a hacer?” –
preguntó un embajador, expresando en voz alta lo que muchos piensan para
adentro, “si es eso lo que siguen votando los venezolanos”.
La
mayoría han dejado ya de votar a favor de “la revolución”, que ya no puede
garantizarles algo tan básico como comida, medicamentos y seguridad personal.
Pero la Asamblea Nacional, dominada desde Enero por la alianza opositora, se
demuestra impotente. Sus leyes son declaradas inconstitucionales por el
Tribunal Superior de Justicia (TSJ); los ministros del gobierno se niegan a
comparecer; y su propia existencia ha sido puesta en entredicho. Aplicando un
abrumador (y podríamos decir que inconstitucional) estado de emergencia
nacional, Maduro gobierna por decreto. “La Asamblea Nacional perdió vigencia
política”, dijo Maduro a la prensa internacional el pasado mes de Mayo. “y es
una cuestión de tiempo que desapareza”.
El CNE
ha conseguido, hasta ahora, retrasar cuatro meses el permiso al MUD para
recoger las firmas del 20% del electorado que se requieren para poner en marcha
el referéndum revocatorio. El gobierno insiste en que es imposible celebrarlo
este año, y al TSJ le faltan tan sólo a un par de garabatos antes de que
devuelva todo el proceso a la casilla de salida, declarando que la oposición
podría ser culpable de fraude. Los escuadrones
antidisturbios de la Guardia Nacional mantienen a raya las protestas,
mientras imponen zonas de “seguridad” y
“paz”, donde las manifestaciones de la oposición están prohibidas. Los que
recaudan firmas para pedir el referéndum son despedidos de sus empleos en el
sector público u obligados a revocar su firma.
A
velocidad de hielo, los estados miembros de la Organización de Estados
Americanos (OEA) se están moviendo para hacer cumplir las reglas de la
democracia representativa en las que se fundamenta el sistema interamericano.
Luis Almagro, exministro de exteriores uruguayo y ahora secretario general de
la OEA, está intentando que la vergüenza les obligue a actuar. Pero los
gobiernos de muchos estados-miembro son reticentes a la hora de crear el
precedente de que se pueda intervenir, apoyando al legislativo frente al
ejecutivo, en una cuestión de principio.
Los
riesgos de no hacer nada son numerosos. Venezuela puede disolverse en un
violento caos, o entrar en un periodo de pobreza crónica y desgobierno. Los
países vecinos ya están asumiendo que verán un flujo de emigrantes huyendo de
la violencia, del hambre, de la mala salud, o de las tres cosas a la vez. En
Mayo, la Cruz Roja de Curaçao dijo que se estaba preparando para recibir
refugiados venezolanos. Trinidad informa de más de 100 demandantes de asilo en
lo que va de 2016, así como un número cada vez mayor de venezolanos simplemente
en busca de comida o atención médica. Cuando el 10 de julio la frontera entre
Colombia y Venezuela se abrió brevemente, las autoridades colombianas
informaron de que 35.000 venezolanos la cruzaron, en su mayoría para comprar
comida y otros productos de primera necesidad.
Ante el
colapso actual del servicio de salud en Venezuela, controlar la expansión de
epidemias en la región será mucho más difícil. No insistir en el cumplimiento
de las normas democráticas sólo puede animar a otros aspirantes a autócrata.
La
Carta Democrática Interamericana, invocada por Almagro a finales de Mayo,
permite a la OEA ejercer su peso diplomático contra gobiernos que, aunque hayan
sido electos, gobiernen dictatorialmente. Eso significará impulsar un proceso
de negociación serio, con una agenda clara y un calendario riguroso. Esto
debería reemplazar, o por lo menos reforzar, el nebuloso y unilateral “diálogo”
iniciado por el ex-presidente español José Luis Rodríguez Zapatero bajo los
auspicios de Ernesto Samper, secretario general de la Unión de Naciones
Suramericanas (UNASUR).
Sin
facilitadores que disfruten de la confianza tanto del MUD como del gobierno,
sin un genuino proceso de negociaciones, hay poca esperanza de alcanzar una
solución pacífica y democrática. En la improbable eventualidad de que se
permita que el referéndum revocatorio vaya adelante según el calendario, puede
muy bien ocurrir que se desate la violencia de manera inmediata, o que se entre
en un prologado periodo de inestabilidad política.
Mientras
tanto, la comunidad internacional debe comprometer al gobierno de Maduro, y
obligarlo dejar de bloquear las donaciones de alimentos y de medicamentos.
Venezuela está al borde del precipicio. La acción concertada puede aún evitar
su caída. Pero cuanto más se retrase, más venezolanos morirán por falta de
medicinas, por malnutrición o por violencia. Y más duro le resultara al país
recuperarse.
Phil
Gunson es Analista Senior para la región andina del International Crisis Group.
Con base en Caracas, Phil investiga, y produce materiales para el diseño de
política y para la defensa de cuestiones políticas en la región andina,
centrándose en la situación política venezolana.
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