RAFAEL LUCIANI 30 de julio de 2016
@rafluciani
Estamos
atravesando una crisis de identidad sociocultural como sujetos, cada vez más
propensos a inhabilitarnos en el ejercicio de una praxis humana capaz de
vincularnos. El otro es visto como alguien desconocido y extraño, incluso con
desprecio. ¿Cómo entender estos cambios socioculturales?
La
humanidad no es una realidad ya acabada. Está siempre en proceso de
realización. El origen tanto del bien como del mal está en decisiones y
acciones de personas que alguna vez fueron movidas por nobles ideales. No
existe un mal puro en ninguna persona. El mal es siempre una decisión, pero
nunca una condición. Es una opción que nos aísla y convierte en seres
indolentes, incapaces de ver y tratar al otro como hermano.
La
teología nos enseña que no podemos dar a nada ni a nadie por perdido. Cualquier
persona o realidad puede cambiar. Este tiene que ser un principio de esperanza
que guíe siempre nuestros pasos en esta vida, desde lo familiar hasta lo
sociopolítico. Las personas pueden recuperar la senda de la honradez humana si
reorientan sus decisiones hacia el bien común.
Max
Picard al tratar de explicar el porqué del auge del nacionalsocialismo en medio
de una sociedad supuestamente cristiana usó un término muy interesante:
Zusammenhangslosigkeit, que significa una pérdida de nuestra capacidad de
vincularnos con los acontecimientos irracionales que van sucediendo en la
sociedad, como fruto de un proceso de ideologización de la realidad. Es algo
así como una pérdida de toda capacidad de asombro y dolencia frente a lo
absurdo de las situaciones que van sucediendo en nuestro entorno, llegando a
percibirlas como normales. Es así como la indolencia se hace hábito.
En una
sociedad dividida ideológicamente y quebrada moralmente como la nuestra, el mal
moral obscurece todo pensamiento racional y nos inhabilita a ver más allá de
categorías antagónicas e inmediatas. El reto está en recuperar la dolencia por
el otro y colocar primero el bien común antes que el ideológico o partidista.
Había
cambiado
Ernesto Che Guevara era un joven lleno de ilusiones por la construcción de un mundo más humano. Lo movía el amor al pobre y la lucha por la justicia social. Pero fue creciendo en él un deseo por lograr esto a cualquier precio. Cuando participó en la Tricontinental en 1967 fue capaz de decir lo que nunca hubiera dicho cuando era un joven humanista: «un revolucionario debe optar por el odio como factor de lucha, el odio intransigente contra el enemigo que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar». El Che había cambiado, estaba padeciendo las consecuencias de quien se dejó permear por el mal moral y comenzó a justificar lo injustificable. Se dejó dominar por la indolencia ideológica.
Muchos viven del odio, fruto de la polarización, lo que comporta una dinámica psicológica de autodestrucción que se alimenta de resentimientos. Pero no es una fuerza natural en los seres humanos. Urge una conversión, un cambio de mentalidad. Un ejemplo de que esto sí es posible lo encontramos en las primeras comunidades cristianas. Padeciendo persecuciones y torturas, nunca respondieron a sus agresores con la misma moneda. Entendieron que el odio era equivalente a matar (1Jn 3,15). Nuestra rehabilitación como sujetos dependerá de la capacidad de volver a vincularnos los unos con los otros, sin mirarnos con odio ni extrañeza. No demos nunca a nada ni a nadie por perdido. La historia no termina hoy.
Rafael
Luciani
Doctor en Teología
rlteologiahoy@gmail.com
@rafluciani
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@rafluciani
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