RAFAEL LUCIANI 23 de julio de 2016
@rafluciani
La
crisis humanitaria en la que vivimos, caracterizada por el hambre creciente y
los casos —denunciados por los medios de comunicación— de muerte por falta de
medicamentos o equipamiento en los hospitales, nos colocan ante un dilema moral
que va más allá de las posiciones político-partidistas. Uno de los síntomas de
la actual crisis moral es la indolencia. A este punto, todos somos testigos de
la indolencia creciente en los que controlan hoy el poder político, hasta el
punto de no conectar ya con los padecimientos y las necesidades que vive la
mayoría de la población. Basta estar en una cola para adquirir alimentos o
medicinas y se escuchará a otro país. Ése al que no se le quiere ver ni
reconocer.
El indolente
En la
mitología griega la divinidad que personificaba a la indolencia era conocida
como Ergía y se caracterizaba por ser somnolienta. Se le describía durmiendo en
medio de telarañas, con pereza y sin capacidad de reacción ante el entorno. El
indolente es quien carece de esa cualidad que llamamos misericordia, porque no
se conmueve ante el dolor ajeno y se conduce públicamente negando siempre la
gravedad de la realidad que lo rodea. Vive de la ceguera ideológica. A este
punto, lo más grave de la indolencia es que es una actitud que pone en riesgo a
la vida de los demás. Antepone la ilusión de la propia sobrevivencia individual
y el interés ideológico, antes que el bien común y el respeto por la dignidad
humana de todos.
El
indolente no reconoce que la carencia de un medicamento pone en riesgo la vida
de un enfermo, que todos necesitamos un sueldo justo para vivir, que robar no
es sólo tomar dinero ajeno sino que ocasiona la muerte de personas cuando ese
dinero está destinado a planes sociales y económicos para el desarrollo humano.
Y esto es posible porque el indolente vive en su pequeña burbuja
socioeconómica, pensando que lo que le sucede al otro, no le pasará a él. Sin
embargo, la historia nos enseña que, con el tiempo, todos seremos afectados, en
un momento u otro.
Funestas consecuencias
Poco
antes de morir, frente al desborde inminente de la violencia, Ghandi escribió
unas palabras que hoy siguen resonando por su vigencia, especialmente en medio
de las condiciones sociopolíticas y económicas tan frágiles en las que vivimos.
Decía: «no quiero caminar sobre las cenizas de los ciegos, de los sordos y los
mudos». Ghandi manifestaba su gran preocupación por decisiones que llevan a
funestas consecuencias, socialmente impredecibles, y que se padecen en las
épocas de transiciones políticas y cambios históricos. Él entendió que las
sociedades generan sus propias dinámicas de cambio cuando se sienten
asfixiadas, cuando no creen ya poder alcanzar el bienestar que merecen y cuando
son sometidas al azar cotidiano de la violencia y la intolerancia.
Quienes
hoy pueden pagar escoltas y gozan de circuitos privados de seguridad, quienes
hoy pueden traer comida y medicinas de otros países para suplir las carencias
existentes, quienes hoy no necesitan hacer colas para adquirir los productos
básicos, y quienes hoy no corren con la posibilidad de poner en riesgo a la
vida de un familiar por falta de medicinas, deben pensar que mañana las cosas
pueden cambiar, que pueden pasar a ser víctimas de su propia indiferencia.
Hemos
perdido toda perspectiva moral de la gestión pública y asumido la resbaladiza
vía de la anarquía. Muchos dan primacía a la ideología por encima de las
personas. Aún así, sí podemos cambiar y decir: «no quiero caminar sobre las
cenizas de los ciegos, de los sordos y los mudos».
Rafael
Luciani
Doctor
en Teología
rlteologiahoy@gmail.com
@rafluciani
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