Steven Levitsky 23 de julio de 2016
El
surgimiento de Donald Trump sorprendió a casi todos los analistas políticos
norteamericanos. Trump es un outsider y, salvo unos pocos héroes militares,
ningún outsider ha ganado la presidencia norteamericana. Más estrella de
reality que político, Trump es visto como payaso por el establishment
estadounidense. Pero venció a 16 rivales en las primarias republicanas y se
acerca a Hillary Clinton en las encuestas. La élite está en shock.
Para
muchos latinoamericanos, sin embargo, el fenómeno Trump no es novedoso. Trump
es un populista. Como Perón, Chávez, Fujimori, Bucaram, Correa, y Humala en
2006 (pero no en 2011), es un outsider personalista que moviliza a la masa con
un discurso antiélite y antiestablishment.
Primero,
no ha ocupado ningún cargo público. Nunca ha sido candidato a nada. En un país
donde cada presidente elegido en los últimos 60 años ha sido gobernador,
senador, o vicepresidente, un candidato novato es una rareza.
Segundo,
Trump es personalista. No tiene propuestas claras. El programa republicano
tiene tres elementos básicos: (1) mercado libre; (2) política exterior agresiva
y militarista; y (3) defensa de los valores conservadores (pro-religión,
antiaborto, antigay). Trump rompe con todos. No adhiere ni al libre mercado (es
proteccionista), ni a una política exterior intervencionista (se opuso a la
invasión de Irak). Tampoco se asocia con valores religiosos. El programa de
Trump es muy ambiguo. Sus posiciones sobre el aborto, Irak, los impuestos, la
reforma del sistema de salud, y la inmigración han cambiado dramáticamente.
Pero eso importa poco, porque la campaña de Trump se enfoca en su persona, no
en su programa. ¿Cómo resolver el conflicto con Rusia? Según Trump, basta que
él hable con Putin. ¿El surgimiento de China? Él negociaría relaciones
comerciales más favorables. ¿Cómo? Hay
que confiar en Trump.
Finalmente,
Trump es antiestablishment. Como Fujimori en 1990, Trump se peleó con casi todo
el establishment. La élite republicana no lo quería. Los empresarios que
financian al Partido Republicano tampoco. La derechista Fox News trató de
derrotarlo. Pero el desprecio del establishment solo benefició a Trump. Se
posicionó como el defensor del hombre común luchando contra una élite distante
y corrupta. Y atacó a los políticos y los medios del establishment con una
dureza poco vista. Los insultó. Los humilló. Y así conquistó el electorado
republicano.
Como
muchos populistas, Trump es autoritario. Viola las normas de la decencia.
Insulta a sus rivales. Se burla hasta de sus características físicas. No se
adhiere a las normas democráticas.
Amenaza a los periodistas. Propone medidas anti-constitucionales. Alaba
a dictadores como Mussolini, Putin, y Hussein. Y tolera, justifica, y hasta
fomenta actos de violencia, incluyendo ataques físicos contra manifestantes en
sus mitines de campaña.
Trump,
entonces, es el candidato presidencial más populista que ha surgido en EE.UU.
desde William Jennings Bryan en 1908. ¿Cómo explicar su éxito?
Algunas
de las causas del populismo gringo son parecidas a las del populismo
latinoamericano. Una es la desigualdad.
El populismo es producto de la desigualdad, sobre todo cuando genera una amplia
percepción de exclusión. El nivel de desigualdad en EE.UU. aumentó mucho en las
últimas décadas. El índice GINI, que mide la distribución de ingresos, aumentó
de 0,39 en 1968 a 0,48 en 2012. Esto se debe a políticas socioeconómicas
derechistas y cambios estructurales que eliminaron progresivamente el trabajo
manual bien remunerado. Se ha vuelto muy difícil mantenerse en la clase media
sin estudios universitarios. Y la brecha entre la gente con y sin educación es
cada vez más grande.
La
nueva desigualdad ha generado un sector
de clase media/media baja –sobre todo, hombres que antes trabajaban en el
sector manufacturero– que se siente excluido. Muchos creen que la inmigración y
el libre comercio les quitan trabajo y están destruyendo a su calidad de vida.
Y como los republicanos y demócratas igual apoyan a la inmigración y el libre
comercio, perciben (no sin razón) que la élite política los ignora. Esta es la
base electoral de Trump (que, además de tirar bombas a los políticos, se opone
a la inmigración y el libre comercio)
Pero
el populismo de Trump también tiene características bien gringas. Se basa en
dos nostalgias importantes. La primera es una nostalgia racista. Hace un
tiempo, EEUU era un país dominado por blancos protestantes. Los blancos
constituían la gran mayoría de la población y, gracias a la discriminación
contra los negros y otras minorías, ocupaban casi todos los puestos políticos,
económicos, y culturales más importantes. Ese mundo dejó de existir. Los
blancos tradicionales, que eran casi 90% de la población en 1950, bajaron a 80%
en 1980, 69% en 2000, y 62% en 2015. Dentro de tres décadas, las minorías serán
mayoría. Y gracias a la lucha contra la discriminación, las minorías ocupan más
posiciones de poder. Hoy, por ejemplo,
el presidente es negro y no hay un solo blanco protestante en la Corte Suprema
(hay 3 católicos; 3 judíos, una latina, y un negro).
Estos
cambios han generado una reacción racista, sobre todo entre los blancos que
viven en el interior y en pueblos pequeños. Como dijo el “trumpista” Jared
Taylor, “los blancos tradicionales no quieren que sus barrios se vuelvan
mexicanos”. Para muchos trumpistas, el
eslogan “Take our country back” (Recuperemos a Nuestra Patria) significa
recuperar a la patria de los negros, los judíos, y los inmigrantes.
El
discurso populista de Trump apela a la nostalgia por un Estados Unidos blanco y
protestante ya desparecido. Este elemento racista es la razón por la cual el
populismo norteamericano es más derechista que el populismo latinoamericano.
La
segunda nostalgia que fomenta el populismo de Trump es la nostalgia
nacionalista. Hace medio siglo, los EEUU eran un poder (militar, económico,
cultural) hegemónico. Volvieron a serlo brevemente en los años 90, con el
colapso soviético. Pero en el mundo multipolar de hoy, EEUU se ha vuelto menos
dominante. Sigue siendo una potencia militar y económica, pero ya no ejerce –ni
volverá a ejercer– la influencia hegemónica que tenía décadas atrás.
Muchos
norteamericanos no aceptan este cambio. Crecieron con la idea de que EE.UU.
debe imponerse al resto del mundo. Para ellos, la hegemonía gringa es el estado
natural de las cosas. Cualquier desviación –no poder imponerse en el Medio
Oriente o en China, por ejemplo– genera una sensación de pérdida y crisis. Y en
una sociedad acostumbrada a exportar su cultura al mundo, los cambios
culturales traídos por la globalización –nuevos idiomas, cine internacional,
fútbol de verdad– son difíciles de digerir. Cuando Trump dice que los gringos
“ya no ganamos”, y que bajo su presidencia EE.UU. “volverá a ganar”, apela a la
nostalgia por un pasado hegemónico que no regresará más.
Subestimamos
a Trump, porque no nos fijábamos seriamente en las fuentes del populismo
estadounidense. Ahora enfrentamos el
momento político más peligroso del último medio siglo. Los costos de un gobierno de Trump –para
nuestra democracia, para nuestra sociedad, y para el mundo– serían altísimos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico