Carlos Padilla Esteban 08 de abril de 2017
Ambos son impostores, por
tanto indiferencia
Tal
vez la fama y el poder, el éxito y el reconocimiento, mueven con demasiada
fuerza el corazón del hombre. No quiero que la fama y el poder sean el objeto
de mis sueños.
El
otro día leía una reflexión interesante de Pedro Luis Uriarte: “Dejé el
banco porque de tanto respirar incienso, la persona se estaba muriendo
aplastada por el personaje. El poder es la droga por excelencia, te cristaliza
el corazón, te cambia como persona. Después de años de éxitos tenía que parar.
Cuando estás a máxima presión tienes poder, todo te ha salido bien, tienes tal
seguridad en ti mismo que te conviertes en una máquina que va anulando a la
persona”.
No
quiero que el personaje consuma a la persona. Ni que el poder sea la obsesión
de mis pasos. No quiero que la fama y el reconocimiento sean ese poder que
sostenga mi vida.
Tengo
claro que el poder permite cambiar el mundo. ¡Qué sutil su atracción! ¡Cuánta
fuerza tiene! Tira con pasión de las fibras de mi alma. El poder parece hacer
posible el cambio. El poder me lo dan el conocimiento, el reconocimiento, el
éxito, los logros.
Siempre
quiero hacerlo todo bien, tener éxito. Lo tengo claro. Tal vez es la semilla de
perfeccionismo que hay en el alma humana. El deseo de triunfar en todo. Ser
el primero. Vencer todos los obstáculos. Ganar siempre.
Travis
Bradberry habla de una actitud tóxica: “La perfección equivale a éxito.
Los seres humanos, por naturaleza, son falibles. Si tu objetivo es la
perfección, siempre te quedará sensación de fracaso y acabarás perdiendo
el tiempo en lamentarte por no haber logrado lo que te proponías, en vez de
disfrutar de lo que sí has podido conseguir”.
¡Qué
importante es educarme y educar a otros en la tolerancia frente a los fracasos!
Todos vamos a fracasar tarde o temprano. Decía
un entrenador de fútbol: “Sólo en el diccionario éxito está antes que
trabajo”.
El
verdadero éxito en la vida es trabajar sin descanso pensando en la meta. Caerme
y volverme a levantar sin demora. Tropezar una y otra vez sin dejar de soñar.
Alzar la mirada a lo alto cuando la tentación es permanecer estancado en mi
tristeza.
¡Cuánto
bien me hace la humildad de las caídas! Porque corro el riesgo
de caer en la vanidad cuando me creo capaz de todo.
El
otro día leía: “Cuanto más nos revestimos de gloria y honores, cuanto
mayor en nuestra dignidad, cuanto más revestidos estamos de responsabilidades
públicas, de prestigio y de cargas temporales como laicos, sacerdotes u
obispos, más necesidad tenemos de avanzar en la humildad y de cultivar
cuidadosamente la dimensión sagrada de nuestra vida interior, procurando
constantemente ver el rostro de Dios en la oración”[1].
Mirar
hacia dentro. No buscar continuamente la aprobación del mundo. El eco de mis
palabras, de mis gestos. Quiero vivir dándolo todo, porque el
trabajo es la clave de una vida lograda, plena y feliz.
No el
éxito. Sí el trabajo y la entrega. No el hacerlo todo bien. Sí el intentarlo
siempre luchando hasta el final. Sin pensar que no es posible.
No
deseo la fama como meta de mi felicidad. No deseo el reconocimiento de
todos en todo lo que hago. Esa tentación tan subconsciente me acaba pasando
factura.
No
quiero dejarme llevar por ese sabor agridulce que dejan las victorias. Siempre,
detrás de una victoria, está el deseo de volver a triunfar. Es una cadena que
nunca se termina. Siempre puedo lograr más, alcanzar más metas, realizar más
gestas.
Puede
ser que el personaje que quiero representar me coma por dentro. Pierdo la
sensibilidad. Dejo de mirar a Dios porque me creo capaz de todo. Y
eso no es posible. No puedo yo solo cargar con el peso del mundo.
Necesito
volverme hacia mi interior. Descansar. Necesito ahondar en lo más profundo de
mi alma. Necesito ver el rostro de Jesús y descubrir en él mi verdad.
Soy necesitado. Soy vulnerable. No lo puedo todo.
Quiero
descansar en la barca de Jesús. Y aprender a vivir el fracaso con paz. ¿Dónde
está el umbral de mi tolerancia ante los fracasos?
Hay
personas aparentemente maduras que no saben reaccionar ante la más mínima
contrariedad que encuentran en el camino. Se frustran. Se enfadan. Se alejan de
los hombres. El umbral de tolerancia es muy bajo. Ante la más mínima
frustración reaccionan de forma inmadura. No quiero ser así.
Quiero
tener una gran tolerancia ante el fracaso. Para poder tratar al éxito y
al fracaso como lo que son, dos impostores. Como decía Rudyard
Kipling: “Al éxito y al fracaso, esos dos impostores, trátalos siempre
con la misma indiferencia”.
No es
fácil tolerar bien la fama sin caer en la vanidad. Resistir bien los éxitos sin
dejarme llevar por la prepotencia. Y no es fácil resistir las derrotas sin
hundirme. Sin desfallecer en la lucha. Sin desesperar. Tiene mérito ser
capaz de levantarme después de una caída. Y luchar siempre. Hasta el final de
la vida.
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