Por Marco Negrón
Hace varios años que en
nuestra ciudad, acosada por una inseguridad desbocada, los muros, una supuesta
forma de protegerse de esta, se multiplican, crecen en altura y rematan con los
más rebuscados artilugios: primero fueron los cascos de botella, luego las
“concertinas” y ahora los cercos eléctricos. Algunos les vedan a los ciudadanos
hasta el disfrute visual de espacios particularmente amables de la ciudad: La
Estancia de Pdvsa, una institución pública, le niega al pasante el derecho a
reposar la vista en su hermoso jardín; el muy privado Caracas Country Club ha
interpuesto entre el ciudadano que atraviesa sus calles y el esplendor verde de
sus campos de golf un tosco muro, ya bastante descascarado y rematado por una
agresiva “concertina”. Algunas avenidas, antaño rodeadas de jardines y
viviendas que miraban a la calle, se han convertido en siniestros túneles a
cielo abierto por los que ninguna persona en su sano juicio se atrevería a
caminar.
Calles enteras y hasta
sectores urbanos completos, custodiados por garitas de vigilancia, han sido
cerrados a los no residentes. La ciudad ha terminado dándole la espalda al
espacio público, negándose a sí misma en tanto y en cuanto ciudad. Y la
inseguridad no ha disminuido: Caracas, lamentablemente, sigue exhibiendo los
índices de homicidios más altos del mundo.
En estos días de tensión y
luchas por el rescate de la democracia algunos trastornados burócratas
oficialistas se empecinan en prohibir el ingreso a uno de los municipios de la
ciudad a quienes los cuestionan, para lo cual esgrimen el desopilante argumento
de que ese territorio, que por lo demás perdieron estrepitosamente en las
elecciones del 6-D, les pertenece. En su delirio han inventado una de las
máquinas antiurbanas más extravagantes: los muros portátiles, formados por
piquetes de guardias nacionales en atuendo de combate, portando planchas
modulares de acero que permiten el bloqueo hermético de las calles, y
respaldados, por si acaso, por tanquetas blindadas: que nadie pase, que nadie
circule sin la autorización de estos pretendidos amos de la ciudad.
En esta columna se ha
sostenido que esos muros no sólo son la negación de la ciudad sino que
representan además el exacto contrario de una respuesta a la inseguridad, por
lo cual es urgente su demolición: para rescatar el espacio público y poder
volver a mirarnos en la cara los unos a los otros, para que el espacio privado
y el público puedan dialogar y cuidarse mutuamente.
Monterrey, en México, aún
lejos de los índices de criminalidad caraqueños tampoco es una ciudad segura.
Hace unos años dos estudiantes de su prestigioso Instituto Tecnológico fueron
asesinados entrando al campus, lo que alentó la idea de maximizar su
cerramiento e incluso mudarse a un municipio más seguro. Sin embargo sus
autoridades, en un inusual gesto de inteligencia y responsabilidad ciudadana,
concluyeron que la respuesta correcta era la contraria: abrirse al público,
integrarse a la ciudad y contribuir a elevar la calidad de su entorno urbano:
en eso trabajan hoy.
También entre nosotros, junto
con el anacronismo de vocación tiránica que ha medrado de la nación durante
estos 18 años, caerán los murros que niegan la ciudad. Entonces el mejor
homenaje que le podrá hacer nuestra Universidad Central a su creador, el
maestro Villanueva, será abrirse en su cara sur sobre el hermoso Paseo Los
Ilustres, creando edificios de contacto sobre ese borde con Los Chaguaramos y
procurando su funcionamiento 24 horas al día los 365 días del año. Un desafío
complejo pero que impulsará la transformación radical de Caracas. Para
emprenderlo será necesario esperar a la salida del infortunio que ha resultado
este régimen, que la ha hostilizado en todos los planos. Pero que debe
empezarse a discutir, esbozando propuestas desde ahora mismo.
18-04-17
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