MIBELIS ACEVEDO DONÍS 03 de abril de 2017
La
desacralización de los símbolos de la burguesía, la rebeldía contra la
petrificada mirada del statu quo, el destornillamiento de lo “viejo”, lo
anquilosado, para dar paso a lo nuevo: todas esas promesas dispensaron
insuperable sex appeal a la izquierda que vio luz durante los 60; un llamado al
forzoso aggiornamento que, en ocasiones, también sirvió para maquillar los
desmanes contra la libertad que alentaba el llamado socialismo real. Sobre ese
romántico andamiaje, la misma “bonheur revolutionnaire” que dio alas al Mayo
Francés, se alzó el Socialismo del siglo XXI. En su momento, el discurso
anti-establishment de Chávez, su poco convencional conducción lo consagran como
un “rupturista” que fascinó a quienes vieron una refrescante señal en su
propensión a saltarse el protocolo, a salirse siempre con la suya. El
reconcomio contra esa República también “moribunda” pareció encontrar en el
reformador-a-juro una épica justificación. Con la venia de una sociedad
encandilada, la provocación -esa artificiosa manifestación de extremismo
visceral y táctico- se instauró como un modo de hacer política, una “apelación
de origen” ligada al distintivo talante del chavismo.
Era
previsible que la simpatía por los zumbones desplantes de ese tardío enfant
terrible, carismático, histriónico y petro-poderoso no se limitase a Venezuela:
el embeleco tuvo a bien regarse como la viruela en un cuarto sin ventilas.
¿Quién olvida el “¡huele a azufre!” de Chávez ante la ONU, su irreverente
denuncia contra “la pretensión hegemónica” del imperio y los avances del
pestilente “diablo”, como llamó a Bush? ¡Ah! “Cuánta dignidad… ¡qué garra! Por
fin alguien nos libra del cepo de la aburrida corrección política”. Cero
objeción al insulto, eso sí. La hipnosis colectiva empezó así a obrar efecto:
nada tan efectivo como meter el dedo en la llaga del curtido resentimiento, ese
del cual se cebó la Teoría de la Dependencia; o avivar el sabroso impulso de
echar toda la culpa del subdesarrollo a naciones que progresaron “gracias a la
explotación de los más débiles”. La victimización, potenciada por la
grandilocuencia, se convirtió en recurso intoxicante, que -chequera petrolera
mediante- puso el mundo a los pies de la revolución bolivariana.
Pero
desde la desaparición de quien fue el “alma de la fiesta”, mucho lodo ha
corrido bajo el puente. La crisis venezolana destapa las corrompidas suturas
del sistema, revela la fealdad del Frankenstein, da cuenta de un primitivo
modelo de autoritarismo cuyo bien publicitada fachada democrática se sostuvo
mientras hubo recursos para embullar a los aliados. Ante tal menoscabo, sin
embargo, la tozudez no se desinfla: el chavismo de segundo debut sigue
aferrándose a la prepotencia que legó su precursor. Los mohines de esa
antinatura, sediciosa “diplomacia” (para la cual, por cierto, también hace
falta talento) siguen produciéndose, hoy amplificados por los despliegues de
nuestra cancillería en los debates que genera en la OEA la posible aplicación
de la Carta Democrática.
Poco
queda por añadir a lo dicho sobre la actuación de Delcy Rodríguez y Samuel
Moncada durante dichos cónclaves. A ella correspondió el disparo, la ciega
andanada, la detonación; un discurso que lejos de asirse a argumentos
objetivos, a verdades factuales capaces de refutar lo que sostiene Almagro, fue
básicamente emocional. “Oscuro, mentiroso, deshonesto, malhechor, mercenario,
traidor”, promotor de injerencismos y agresor obsesivo (para probarlo, mostró un
“riguroso” seguimiento de sus tweets) fueron algunas de las lindezas dedicadas
al Secretario General, a quien nunca miró, aun cuando ambos casi chocaban
codos. A Moncada, por su parte, no le tembló el pulso para anunciar potenciales
invasiones, recurrir al manoseado “viene el lobo” al que era tan afecto Chávez
o perturbar con sus pueriles intrusiones. “Todos tienen libertad de hablar,
menos yo”, llegó a decir la inopinada víctima que recién lavaba sus manos tras
despachar sendos dardos contra Brasil y Colombia. Atisbos del Estado Gamberro.
Una subida calculada a la lona, en fin, y articulada bajo misma seña: aturdir
al adversario, distraer su atención de lo medular, atizar su incomodidad;
evitar el avance, como sea.
¿Lo
lograron? Difícilmente. Si de algo sirvió el penoso tour de force fue para
desnudar la grosera mandonería, la incapacidad del chavismo para reconocer la
alteridad y promover consensos. Veremos qué lecciones saca la OEA de esto. De
momento, y tras las últimas movidas del gobierno de Venezuela contra el
parlamento, todo indica que apelar a comodines genéricos para eludir las
responsabilidades de la alianza regional, ya no es posible. Una nueva OEA,
comprometida no con gobiernos y su fullera producción de realidades a la medida
y posverdad; sino con la búsqueda de soluciones concretas, prácticas, que
eviten la agonía de los pueblos, debe seguir gestándose. Nadie quiere reeditar
las faltas de otros tiempos o remedar los inútiles pujos de la Liga de las
Naciones. Y aunque desmontar los infiernos no es cosa fácil, tal vez ayude el
saber atajar a tiempo el endemoniado retozo de los provocadores.
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