IBSEN MARTÍNEZ 19 de abril de 2017
En
1892, el teniente William Nephew King, de la marina de los EE UU, estaba destinado
a una nave de guerra fondeada en el puerto de La Guaira. Su estancia en
Venezuela coincidió con los momentos finales de una de las más bárbaras guerras
civiles venezolanas del siglo XIX.
Nephew
King también fue uno de aquellos intrépidos corresponsales de guerra
estadounidenses de la talla de Stephen Crane o Richard Harding Davies que
registraron las primeras "hazañas" del imperialismo yanqui en la
cuenca del Caribe. Nephew King era, además, aficionado a la fotografía y por
eso hoy contamos con un acusador registro fotográfico que desinfla la retórica
filantrópica con que, desde siempre, todos los violentos han intentado
idealizar sus usurpaciones, expolios y masacres.
El
salvador que le pegó candela a Venezuela en aquel tiempo, asolándola con un
pretexto "programático", como todavía es costumbre, se llamó Joaquín
Crespo. Cuán programática podía ser la coartada con que cualquier mandón se
sentía autorizado a matar, ordenar levas forzosas o alentar el saqueo, el
estupro y el abigeato se deja ver en el nombre que aquellos malandros daban a
sus razias. Las llamaban "revoluciones" y todas se proclamaban
"liberales auténticas". Hubo una razia "legalista", otra
"reivindicadora", otra llamada "azul", y así, todas muy
campanudas, hasta llegar a la "restauradora", en 1899.
Caudillo
de montoneras, Crespo se elevó rápidamente de machetero cortagargantas a
general en jefe hasta, finalmente, ser dos veces presidente de la República.
Una zalamería cortesana (y racista) quiso que el retrato ecuestre de Crespo,
obra del pintor Arturo Michelena, que puede verse en el Palacio presidencial de
Miraflores, en Caracas, nos lo muestre, si no blanco, al menos, como diría mi
abuela, "trigueñito lavado". Parece un rosado bebé Gerber con barbas,
polainas y bicornio.
La
foto que Nephew King captó de Crespo en campaña, montando un caballo de gran
alzada y bajo el quemante sol del llano, lo muestra, sin embargo, tan
afrodescendiente como pudo serlo Sugar Ray Robinson. Era abstemio, una cojera
causada por una herida de guerra testimoniaba su arrojo en combate y era
famosamente muy leal a Jacinta Parejo, su esposa. También fue cleptócrata; eso
sí.
Ver lo
que el lente de Nephew King recoge de la horda de Crespo hiela la sangre, a
pesar del tiempo transcurrido. La mayoría son adolescentes, casi niños, reclutados
forzosamente en los campos de Venezuela. También hombres prematuramente
envejecidos. Van casi desnudos, todos descalzos. Lucen minados por la malaria,
la leishmaniasis y el esquistosoma; algunos muestran los miembros deformes por
la filaria elefantiásica. La sonrisa feroz muestra cómo las enfermedades les
han hecho perder los dientes. Posan marcialmente ante la bandera nacional.
Los
guerreros untan sus torsos y extremidades con resbalosa manteca de cerdo,
imprescindible para el combate cuerpo a cuerpo: ello permite hurtar velozmente
el cuerpo si un contrincante quisiera aferrarlos por la muñeca para cercenarles
el brazo de un machetazo.
Aunque
el fusil de retrocarga había sido adoptado por algunas unidades del ejército
venezolano hacía ya dos décadas, casi ninguno de los milicianos de Crespo porta
armas de fuego, tan solo lanzas y machetes. En el mejor de los casos, viejos
mosquetes de chispa Brown Bess, ingleses, que eran saldos de la guerra de
Independencia. O bien improvisados mosquetes caseros llamados "chopos de
piedra". Era la guerra de "un tirito y al machete".
Aquella
milicia de infelices llevados al matadero a cambio de una piltrafa del botín si
sobrevivían, luce en las fotos de Nephew King tan miserablemente inerte como la
milicia bolivariana de Nicolás Maduro.
La de
Maduro mueve a lástima y a risa, cierto, pero, igual que la de Crespo, también
puede matar.
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