Por Pavel Gómez
Cuando escribo estas líneas,
en el mes de abril de 2017, la crisis política venezolana es noticia en
diarios y portales de muchos países. Después de movidas recientes del gobierno
venezolano, radicalmente autoritarias, tanto la oposición venezolana como
diversos países protestan tratando de frenar el avance dictatorial y llamando a
elecciones generales como la vía óptima para dirimir el agudo conflicto
político que vive el país.
Una de las principales piedras
de tranca, en este camino de retorno a la democracia, es el grado de
hegemonía que tiene la coalición gobernante en los poderes públicos de Venezuela.
Esta coalición, conocida como “el chavismo” debido al rol del extinto
presidente Hugo Chávez en su configuración, ha conseguido dominar el poder
ejecutivo, el poder judicial, el poder electoral, la Contraloría General de la
República, la Fiscalía y la institución conocida como la Defensoría del Pueblo.
En todas estas arenas institucionales el chavismo domina con absoluta
discrecionalidad, actuando como un solo bloque bajo las órdenes del presidente
y su núcleo ejecutivo. Los pocos poderes en los cuales la oposición tiene
presencia relevante, la Asamblea Nacional y algunas gobernaciones y alcaldías,
han sido sitiadas presupuestariamente y sus decisiones han sido
sistemáticamente bloqueadas o evadidas por sentencias del Tribunal Supremo
de Justicia.
Venezuela es así un caso
extremo de ejercicio hegemónico del poder en el continente americano,
poder que actúa sin contrapesos institucionales y está articulado para
esterilizar los avances electorales de la oposición al gobierno chavista. La
pregunta que surge a continuación es entonces cómo ha sido posible que el
gobierno venezolano haya podido configurar unas instituciones que
sustenten, bajo una apariencia de legalidad, esta ausencia de contrapesos
institucionales y concentración absolutista del poder político.
Esta es una pregunta crucial,
no solo para quienes desde la tribuna ciudadana sufrimos, con más o menos
cercanía, por la ausencia de mecanismos que corrijan (o ayuden a corregir) el
dramático rumbo económico y social del país, sino sobretodo para los actores
políticos y las élites intelectuales que, como jugadores directos del juego, no
fueron capaces de detener esta deriva autoritaria cuando estaban a tiempo
de hacerlo. Y responder esta pregunta de manera exhaustiva no es solo
importante por comprender el pasado, sino por entender, mirando hacia el
futuro, cómo es posible anticipar y prevenir el surgimiento de dinámicas
políticas que cercenan los mecanismos esenciales de la democracia.
Esta discusión es de
importancia capital cuando suponemos que los procesos de anulación de la
democracia, de conculcación de las posibilidades de revisión mayoritaria del
rumbo y de ausencia de respeto por las minorías, no son accidentales ni
inevitables ni parte de un destino escrito desde antes. Estos procesos, más
bien, son causados por la acumulación de determinadas conductas, de jugadas
políticas deliberadas, y por la repetición histórica de ciertos resultados, en
los cuales algunos sectores se sienten como los perdedores habituales,
como atrapados por un sistema injusto o como víctimas de trampas de segregación
continuada. Esta autocrítica es clave para que evitemos las repeticiones
de la historia, para prevenir a nuestros hijos o nietos de los riesgos que
conducen a ciertas arenas movedizas, como estos pantanos autoritarios
en los que ha estado atrapada Venezuela en los últimos años.
Antipolítica y cesión
voluntaria de espacios institucionales
Un primer conjunto de
coadyuvantes del proceso autoritario fueron las maniobras que podemos
etiquetar como “antipolíticas”, llevadas adelante tanto por factores clave de
las élites económicas e intelectuales, como por jugadores políticos concretos.
La antipolítica se inició en
Venezuela durante las décadas de 1980 y 1990. En aquellos años, comenzó a
consolidarse un discurso que denigraba de los políticos en general y
de la política partidista, que invocaba el surgimiento de liderazgos
“no-políticos”, cuyo modelo más repetido era la idea de un “gerente”, de un
personaje que pudiera “resolver” los problemas socioeconómicos de la manera
como los gerentes ejecutan los planes estratégicos y tácticos de las empresas.
Esta narrativa
fue inicialmente elaborada por un grupo de intelectuales que se
autodenominaron como “los notables”, y que estaban movidos por la idea
platónica de que los intelectuales poseen una comprensión especial de los
problemas y sus posibles soluciones, y que esta sabiduría no estaba al
alcance de los políticos representativos de los partidos más exitosos
electoralmente. Estos “notables” se dedicaron a denigrar, sistemáticamente, de
las características personales de los políticos y de las transacciones o
negociaciones típicas de este ámbito. La idea de que hubiese que negociar entre
distintos intereses, que hubiese que juntar votos para aprobar legislaciones,
todo esto, resultaba indeseable para estos grupos. Así, el foco era puesto en
las características personales de los políticos y en el funcionamiento de
las estructuras partidarias, mas que en las instituciones políticas y sus
vasos comunicantes con las instituciones económicas, como factores explicativos
de los resultados económicos y sociales observados.
Fueron estos grupos, alrededor
de los cuales se reunía un conjunto de personas con distintas visiones
ideológicas, pero que compartían un desprecio hacia los políticos
tradicionales, quienes auparon, directa o indirectamente, el surgimiento de la
oferta populista encarnada por Hugo Chávez, y jugaron un rol clave en su primer
triunfo electoral. De hecho, este resentimiento antipolítico de “primera
generación” fue clave en la manera como Chávez llevó a cabo su primer diseño
institucional orientado a la hegemonía, mediante la
Asamblea Constituyente de 1999.
Cuando se inicia el gobierno
de Chávez, esta visión antipolítica está tan instalada en la sociedad
venezolana que las primeras búsquedas de liderazgos opositores al nuevo
gobierno se orientan a reclutar gerentes y empresarios, bajo la
premisa de que su conocimiento de las técnicas y habilidades gerenciales
sería clave para organizar una oposición política efectiva. Es bajo esta
impronta que se conciben las jugadas del golpe de Estado de abril del
2002, el paro petrolero de diciembre de ese mismo año y la estrategia
abstencionista posterior al referéndum revocatorio del 2004. En todos estos
casos, sectores con una formación gerencial, más que política, imprimieron
un sesgo voluntarista a las decisiones estratégicas sobre cómo
enfrentar al proyecto político liderado por Hugo Chávez.
Fue entonces aquella
conjunción de un “grupo de gerentes jugando a la política”, con los intereses
oportunistas de algunos dirigentes políticos que habían perdido capacidad para
la interlocución social, veían a sus partidos venidos a menos y no querían
mostrar su poca votación individual, lo que desembocó en los llamados a la
abstención y no participación en las elecciones parlamentarias de 2005. Esta
jugada permitió al chavismo hacerse con el dominio absoluto del parlamento
y, por esa vía, terminar de constituir tanto las reglas como la composición de
las instituciones políticas que serían clave para su dominio hegemónico
del poder.
Aquella retirada de
la arena parlamentaria desconoció la idea de que cada voto en un parlamento es
valioso y, en ciertas ocasiones, las minorías parlamentarias son decisivas para
formar supermayorías; esto sumado a la subestimación táctica de las
ventajas de tener voz frente a los interlocutores del adversario, y que esa voz
pudiera quedar registrada en las minutas parlamentarias. El abandono de las
posiciones en la Asamblea Nacional le otorgó así al chavismo una gran comodidad
para crear reglas a la medida, y completar el tejido de una densa red de
hegemonía institucional con una base de legalidad no disputada
parlamentariamente.
Fue así como una serie de
jugadas llevadas a cabo por la oposición, influenciadas por lo que hemos
llamado antipolítica, operó como uno de los factores clave para que el
chavismo pudiese anular los elementos de control y contrapesos institucionales,
y alinear a todos los poderes del Estado bajo la dirección del Ejecutivo. Pero
esto no es todo lo que explica la deriva autoritaria de Venezuela. También hay
hipótesis que podríamos llamar “de demanda”, esto es, explicaciones
basadas en cómo ciertas mayorías circunstanciales de los electores venezolanos
“compraron” esta concentración de poder. En otras palabras, habría también que
entender por qué los electores venezolanos se inclinaron, en diversas
oportunidades, por un proyecto político que proponía desmantelar los mecanismos
que limitan las acciones del poder ejecutivo. Porque la explicación no estaría
completa si adjudicamos esta deriva autoritaria sólo a ciertos errores
estratégicos de quienes dominaron en la oposición.
¿Por qué los electores
venezolanos se inclinaron por desmantelar los mecanismos de chequeos y
contrapesos que limitaban al ejecutivo?
Entre las posibles respuestas
a esta pregunta, quiero concentrarme acá en una interesante hipótesis que fue
formulada por los profesores Daron Acemoglu (MIT), James A. Robinson (Harvard)
y Ragnar Torvik (Norwegian University of Science and Technology), en un trabajo
del año 2013 titulado “¿Por qué los votantes desmantelan los chequeos y
contrapesos?.
Acemoglu, et al (2013)
estudiaron los casos de Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia y
Rafael Correa en Ecuador. En todos estos, encuentran elementos comunes de
mayorías electorales aprobando reformas a las constituciones que remueven, “de
manera entusiasta”, los mecanismos institucionales previamente diseñados para
limitar la capacidad de los presidentes de perseguir sus propias agendas,
capturar rentas o maximizar sus propias funciones de “utilidad ideológica”. Así
ocurrió con la nueva constitución venezolana del año 1999, la cual entre otras
cosas eliminó el senado, diseñando un congreso unicameral con el objetivo
de limitar la capacidad de los parlamentarios de controlar al presidente,
y entregó al presidente poderes en materia económica y financiera que
previamente estaban en manos del parlamento. Esta nueva constitución fue
aprobada en un plebiscito en diciembre de 1999, con el 72% de los votos. Casos
similares son documentados para Ecuador y Bolivia.
La idea central de la
hipótesis de Acemoglu et al (2013) es sencilla pero potente: en un país en el
cual hay una mayoría de pobres, una pequeña élite de ricos y unas instituciones
políticas débiles, los equilibrios de poderes pueden facilitar que esta élite
trate de influir en la aprobación de políticas que la favorezcan, usando medios
como el lobby, el financiamiento de las campañas de parlamentarios y los
sobornos. En este caso, la eliminación de los equilibrios de poderes
podría ser vista por los electores como un medio para que un presidente, que
convenza a la mayoría de pobres que él es una suerte de guardián de sus
intereses, pueda aprobar políticas que favorezcan a esa mayoría de pobres, sin
los obstáculos y bloqueos implicados por la separación de poderes. En
otras palabras, la votación por la eliminación de la separación de poderes
tendría como objetivo “eliminar las cadenas” con las cuales las élites amarran
a los presidentes para que éstos las favorezcan.
¿Acaso algo de esto hubo en
cómo Hugo Chávez logró convencer a las mayorías pobres de Venezuela de que él
quería generar políticas que los favorecieran, pero las élites, “la
oligarquía”, se valía de todas las maneras posibles para amarrarlo y evitar así
que él favoreciera a los más pobres?
Uno puede argumentar que las
políticas llevadas adelante por Hugo Chávez fueron, a la larga, negativas para
las mayorías pobres. Estas políticas destruyeron el aparato productivo y
generaron escasez e inflación (y esto explica el clima de insatisfacción
existente en la actualidad). Pero la pregunta clave acá es cómo fue el
desempeño de los políticos en las décadas previas a Chávez (piense en los
1970s, 1980s y 1990s) y cómo aquellas políticas generaron tales
insatisfacciones y resentimientos que las mayorías vieron en el programa de
Chávez “una posibilidad de salvación”. Incluso, yendo un poco más allá, ¿acaso
muchos de estos pobres pensaron (o piensan) que aunque Chávez se equivocara,
“lo hizo intentando favorecerlos y devolverles lo que las élites les habían
robado”?
Reflexionar sobre estas
preguntas no es trivial. Cuando existe la posibilidad (por más o menos
inmediata que esta sea) de que ocurriera una transición y la etapa chavista sea
superada, ¿acaso el diseño de una nueva institucionalidad debería tomar en
cuenta las causas profundas de que las mayorías venezolanas le entregaran todos
los poderes a Hugo Chávez para que los salvara? ¿Cómo debería regularse la
influencia de los empresarios en la política? ¿Cómo evitar que los partidos
políticos se conviertan en vehículos de los intereses de las élites? ¿Cómo
hacer que los chequeos y contrapesos, que los equilibrios de poderes, limiten
la arbitrariedad de los presidentes sin convertirse en las “alcabalas de las
élites” para lograr políticas que solo las favorezcan a ellas?
Todas estas preguntas son
relevantes a la hora de diseñar unas instituciones políticas y económicas que
permitan superar la aniquilación de todos estos años, pero sin regresar a
aquello que fue percibido como injusto, como “comprado por la
oligarquía”, al extremo que hizo que los electores se entregaran ciegamente a
un mesías, con la promesa de que ese mesías haría pagar a aquella oligarquía
por los daños infligidos.
Ojalá que la entendible
desesperación por superar las inmensas calamidades que hoy vive Venezuela no
impida la reflexión política sobre estos temas. Ojalá que el deseo de relanzar
económicamente a Venezuela no cause que las respuestas, en un eventual o remoto
próximo gobierno, sean exclusivamente económicas y se ignoren estos importantes
asuntos políticos e institucionales.
13-04-17
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