Por Ysrrael Camero
Es legítima la suspicacia que
despierta la convocatoria extemporánea a unas elecciones regionales, que debían
realizarse en diciembre de 2016, en un contexto claro y acelerado de
autocratización.
El debate que se ha generado
en torno a la participación de las fuerzas democráticas no ha ayudado a
clarificar el lugar que ocupan estos comicios en la lucha por la
democratización o en el proceso de autocratización, dependiendo de la
perspectiva del actor.
He señalado en repetidas
ocasiones que detrás de cada fotografía yace una película en desarrollo. Las
diversas metamorfosis que ha sufrido el régimen político venezolano son una
expresión clara de un progresivo proceso de autocratización. Hemos descendido
de tener una democracia con problemas en 1998, a la construcción de un régimen
híbrido sui generis, una forma de autoritarismo competitivo, que entró en
crisis con el resultado de las elecciones parlamentarias de 2015. Con la
suspensión del referéndum revocatorio y de las elecciones regionales en 2016 se
expresó con claridad una nueva vuelta de tuerca en la autocratización, que nos
lleva rápidamente a un autoritarismo hegemónico, es decir, a una dictadura
abierta, pura y dura.
Frente a la autocratización
las fuerzas democráticas habían opuesto un instrumento y una estrategia. La
Mesa de Unidad Democrática perfeccionó formas y procedimientos de la antigua
Coordinadora Democrática que había liderado las luchas entre 2003 y 2005. Se
colocó en un lugar central al liderazgo de los partidos políticos en la puesta
en práctica de una estrategia de acumulación de fuerzas con expresión electoral
para contener, revertir y finalmente derrotar al autoritarismo. Efectivamente,
se mostró como una línea de acción correcta, alejada de atajos violentos, con
vocación democrática y constructora de mayorías sociales. En cada uno de los
comicios que se realizaban, fueran regionales, municipales, o nacionales, se
mostraba el fortalecimiento de los sectores democráticos, incluyendo un
perfeccionamiento de su capacidad organizativa electoral. Esta estrategia de
crecimiento alcanzó su techo en las elecciones parlamentarias de diciembre de
2015: las fuerzas democráticas venezolanas eran mayoría política, electoral,
ganando los dos tercios de la Asamblea Nacional.
A finales de 2015 se encuentran
de esta manera dos curvas de aprendizaje y dos procesos que caminaron en
simultáneo. Por un lado, la política de control autoritario de la sociedad y
del Estado impulsada, con vocación totalitaria, desde Miraflores. Por el otro,
la resistencia organizada de las fuerzas democráticas. Esa es la coyuntura
específica a la que se ha enfrentado el Gobierno de Nicolás Maduro desde 2016.
La profundidad de la crisis económica y el empobrecimiento de la sociedad, así
como el retroceso en la estatalidad y la violencia cotidiana derivada de una
criminalidad desbordada, convertían al chavismo en una minoría política y
electoral, con pocas probabilidades de recuperar su vocación mayoritaria.
El tablero electoral se hacía
hostil para la continuidad de la élite chavista en el poder. El Gobierno de
Nicolás Maduro tuvo oportunidades de cambiar la dinámica política, abriendo
paso a reformas económicas aperturistas y a un proceso de transición a la
democracia. Desde 2013 se habían presentado diversas alternativas de normalización
de la vida política y económica que fueron desaprovechadas por Maduro y su
entorno. Cada oportunidad perdida para enmendar el rumbo se convirtió en un
paso más en el descenso autoritario.
En 2016 terminaron de
desaparecer los pocos moderados del chavismo gubernamental. Nicolás Maduro,
junto con un entorno cada vez más reducido y aislado de leales, tomó la
decisión de atrincherarse en el poder, de cerrar las posibilidades de una
apertura política y económica, de aislarse detrás de una creciente represión
contra la disidencia. Bajo esta línea de política decidieron bloquear el
referéndum revocatorio y las elecciones regionales. Del autoritarismo
competitivo, con elecciones regulares, pasamos al autoritarismo hegemónico, con
procesos electorales sometidos a la arbitrariedad del poder.
La olla de presión de la vida
política venezolana volvió a expresarse en términos de movilización de calle.
En 2016, y con más fuerza en 2017, una parte importante de las fuerzas
democráticas se lanzó en manifestaciones masivas de diverso tipo, en
movilización generalizada en varias ciudades del país. Cuatro fueron las
exigencias primeras de los líderes de las protestas: el reconocimiento de la
Asamblea Nacional electa en 2015 –que había sido bloqueada en su accionar por
el Gobierno y su Tribunal Supremo–, la liberación de los varios centenares de
presos políticos, la apertura de un canal humanitario que permitiera a los
ciudadanos acceder a alimentos y medicinas, y el cronograma electoral completo,
con fecha cierta y garantías para la realización de elecciones regionales,
municipales y presidenciales. La respuesta represiva del Gobierno trajo consigo
más de un centenar de asesinados en más de tres meses de protestas durante este
año.
Al bloquearse las
posibilidades de cambio político nacional a través de mecanismos electorales
tomaron fuerza los otros tableros de la dinámica venezolana. Con la calle
activa, el Gobierno de Maduro caminaba hacia un creciente aislamiento
internacional. Parecían abrirse espacios para una negociación política, la
crisis económica se profundizaba incrementando las tensiones sociales, y la
presión aumentaba sobre las Fuerzas Armadas, protagonistas de la represión y la
persecución. Todos los tableros parecían moverse contra el Gobierno de Maduro,
que solo tenía su voluntarismo revolucionario y el apoyo militar para
sostenerse.
Es allí donde volvemos a
encontrarnos con el sesgo perceptual que nos limita y caracteriza. Moderados y
radicales perciben la realidad con cristales distorsionados, lentes que nos devuelven
imágenes esperpénticas de la dinámica venezolana. ¿Estaba derrumbándose el
Gobierno de Maduro a mediados de este año? Para muchos de quienes estuvieron
comprometidos con las movilizaciones la respuesta parece ser afirmativa, sin
asomo de duda. Para algunos políticos experimentados o analistas nunca hubo esa
posibilidad y la movilización implicó inflar expectativas para luego destruir
esperanzas. Unos y otros coinciden en el mismo espacio y tiempo, pero viven en
mundos distintos, manejan las mismas palabras con significados diversos, se
oyen pero no se escuchan, se ven pero no se observan.
Partiendo de la existencia de
estos mundos paralelos es que podemos acercarnos a comprender las dificultades
en la toma de decisión de los sectores democráticos para participar en las
elecciones regionales.
Las movilizaciones estaban
mermando desde fines de mayo. En la medida en que la violencia era la noticia
principal, cada vez más gente se retiraba de las manifestaciones. Allí se
abrieron nuevamente las brechas en la percepción. Para unos fue la
Constituyente y la decisión de participar en las elecciones lo que “enfrió la
calle”, para los otros, la calle tenía más de un mes enfriándose cuando se
tomaron las decisiones. Porque se iba a las movilizaciones sin tener claro el
objetivo realista de las mismas, que no era “derrumbar al régimen”, como muchos
creyeron, sino mejorar las condiciones para una negociación política que
hiciera posible una transición a la democracia.
Nuevamente, movilización y
negociación son las dos caras de la misma estrategia. Quien pretenda separarlas
se perderá, y la transición democrática se perderá si se dividen los esfuerzos,
al cancelarse mutuamente. El ciclo de movilización se agotó, como era normal y
previsible, y sobre esa tragedia caminamos y tomamos decisiones.
¡Elecciones! ¿Para qué? ¡Para
trastornar las certezas del poder!
¿Qué significa para quienes
impulsan la autocratización las elecciones regionales? A partir de 2015 tomaron
la decisión de no arriesgar la revolución en una elección a la que se
presentaran sin certeza de triunfo. ¿Por qué llamar a comicios de gobernadores
en 2017? Justamente porque parten de la imagen de confusión en las fuerzas
democráticas. Sigue siendo un riesgo, pero la convocatoria puede dividir a la
oposición. En ese sentido, la apuesta puede ser “normalizar” la vida política
sin poner en riesgo el funcionamiento del macrojuego, del poder nacional. Por
otro lado, podrían usar las elecciones para mostrar al mundo un teatro de
pluralismo que reduzca la presión de la comunidad internacional.
Foto: EFE
¿Qué significa para las
fuerzas democráticas y para la sociedad democrática en general las elecciones
regionales? ¿Qué significa para quienes impulsan la democratización del sistema
político venezolano? No voy a decantar mi argumentación sobre el tema de los
espacios defendidos y conquistados, sino sobre la posibilidad de recuperar un
impulso, una dinámica, de reactivar los niveles de activación de la sociedad
democrática venezolana.
Sabiendo que la mayoría de la
población está convencida de la necesidad de un cambio de gobierno, cualquier
proceso electoral se convierte en una oportunidad para organizar, movilizar,
activar, reunir, articular agendas, consolidar esfuerzos. Esa certeza que
tienen las fuerzas autoritarias de ser minoría en la Venezuela actual es la que
incrementa las posibilidades de que el proceso sea vulnerado, suspendido, o
tergiversado. Hay que incrementar el costo asociado a una violación de la
soberanía popular, y eso costo solo puede elevarse en medio de la participación
política.
No puede ser asumida la
participación electoral, en esta ocasión, como la continuidad de la política de
crecimiento exitosa entre 2006 y 2015, pero superada como estrategia por las
decisiones del núcleo autoritario. Debe ser enfrentada en conjunto con todos
los demás tableros de la lucha política venezolana. Son los procesos
electorales oportunidad para la movilización de calle, para la organización en
las comunidades, para dejar un legado organizativo, para la construcción de
puentes y consensos sociales y políticos, para la presión internacional, para
la presión sobre el sector militar, para someter al entramado institucional
autoritario a nuevos niveles de tensión, para vincular la crisis social y
económica con el impulso proclive al cambio político.
No podemos contribuir a la
“normalización” de la vida política venezolana, porque bajo las condiciones del
autoritarismo actual cualquier forma de normalización es autocratizante, sino
que debemos emplear la coyuntura electoral para elevar los niveles de tensión
interna de todo el entramado autoritario.
Sostengo que participar en las
elecciones regionales es la decisión correcta, incluso bajo un autoritarismo
como el venezolano, en la medida en que se asuma esa participación con
conciencia de la coexistencia del tablero electoral con el resto de los
tableros políticos.
En la Venezuela del día de hoy
no hay una salida electoral a la crisis, pero son las elecciones ocasión para
que se expresen las más diversas tensiones existentes por todas las fisuras del
régimen, las que se despliegan entre gobernantes y gobernados, entre civilistas
y militaristas, entre moderados y radicales, entre cubanófilos y nacionalistas,
entre socialistas y capitalistas, entre negociantes y negociados, entre los
hambrientos y los hambreadores. Es en el seno de esos conflictos sociales donde
se despliega la coyuntura electoral. El epicentro de todos los conflictos
sociales, políticos y económicos yace bajo la superficie de Miraflores, es
momento de mover las fallas, es hora de tocar todas las teclas y desplegar una
única estrategia sobre todos y cada uno de los tableros. No perdamos la
ocasión. ¡Manos a la obra!
05-09-17
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