Fernando Mires 07 de septiembre de 2017
En El
Murciélago, primera novela policial de una larga lista del magnífico escritor
noruego Jo Nesbø, un asesino en serie a quien el comisario Harry Hole enrostró
su patología, dijo: “Pero la enfermedad es normal, Harry. Es la ausencia de
enfermedad lo que es peligroso porque el organismo deja de luchar y acto
seguido se desintegra”.
Interesante:
a su modo el asesino repetía una de las tesis centrales del psicoanalista
Donald Winicott, tesis que más o menos dice así: la enfermedad protege al
paciente de sí mismo.
Sometida
a reflexión, la tesis se entiende perfectamente. Por una parte, la enfermedad
del paciente permite activar su organismo luchando en contra de un peligro,
real o imaginario. Por otra, cuando es psíquica, la separa de su organismo
mental y la sitúa en un objeto externo evitando así la desintegración del ser.
Debo
agregar que cuando subrayé el párrafo de la novela de Nesbø, mi interés estaba
centrado en el análisis de la función que cumplen las ideologías en los
llamados organismos colectivos.
Efectivamente:
desde hace tiempo mantengo una sospecha: así como las patologías son ideologías
individuales, las ideologías son –o pueden llegar a ser- patologías colectivas.
Y en eso pensé de nuevo cuando leí dos declaraciones emitidas en Francia. Una
por el presidente Macron. Otra, por su opositor de izquierda, Mélenchon. El
tema, para variar, es Venezuela.
En
Venezuela hay una dictadura –fue el dictamen de Emmanuel Macron-. El objetivo
de esa afirmación no era solo descalificar a Maduro sino, además, acorralar a
sus opositores de izquierda, sobre todo a esa fracción llamada Francia Insumisa
comandada por Jean-Luc Mélenchon cuyas simpatías por la dictadura venezolana
son muy conocidas.
La
respuesta de Mélenchon fue la esperada. "Sin importar qué errores cometan
nuestros amigos,nosotros no perdemos de vista que el principal responsable del
mal, del desorden y de la guerra civil es el imperialismo estadounidense".
A su lado estaba Rafael Correa, aliado tradicional de Caracas (El País 29.08.
2017.)
Afirmar
que el imperialismo determina todo lo que ocurre en un país puede ser expresión
de una fijación patológica, de una programación ideológica o simplemente de una
coartada destinada a exculpar malhechores. O de las tres cosas a la vez,
dependiendo del enfoque. En todo caso, debido a su alto grado de
irracionalidad, es una tesis imposible de ser discutida.
Hubo
un tiempo en los cuales yo recurría a argumentos para tratar de explicar que la
teoría del imperialismo norteamericano fue un derivado de la teoría del
imperialismo de Hilferding, Hobson y Lenin, pero aplicada a un solo país. Que
el creador “científico“ del término “imperialismo norteamericano” fue Stalin.
Que comparado con los imperios británicos, francés y holandés, el de los EE UU
fue de bajo nivel. Que la URSS también fue un imperio y que en la actualidad la
política exterior de USA es menos imperial que la de Rusia. Que en tiempos de
globalización es un absurdo hablar de imperios nacionales, y, y, y, y. Todo en
vano. Hube de darme por vencido. Más fácil convencer a un Testigo de Jehová de
la inexistencia de Dios que a un anti imperialista de que el imperio no explica
a toda la historia del universo.
Los
antimperialistas necesitan de la existencia del imperio para ser
antimperialistas del mismo modo como las sectas diabólicas necesitan del
demonio. El imperialismo es, para ellos, el objeto de agresión que permite
ordenar su organismo material y psíquico. Sin imperio ni imperialismo, su
visión del mundo, su orden simbólico, su razón de ser, todo lo que han sido y
son, se vendría estrepitosamente al suelo.
Sin la
protección de la idea sobredeteminante del imperio, los asesinatos cometidos
por los llamados gobiernos antimperialistas –y desde el Gulag son demasiados-
serían simplemente lo que son: asesinatos. Esa y no otra es la razón por la
cual Mélenchon inventa la mentira de que las cárceles de Maduro, los jóvenes
asesinados en las calles, la corrupción sin límite denunciada por Luisa Ortega
Díaz, la supresión de la AN elegida por el pueblo y su sustitución por una
constituyente producto de un fraude monstruoso, todo eso y mucho más, solo son
explicables a partir de esa entidad llamada imperialismo norteamericano.
Una de
dos: o estamos frente a un caso extremo de enajenación, o simplemente ante la
inmoralidad de un sujeto llamado Mélenchon (puede ser Pablo Iglesias, Evo
Morales o el senador chileno Alejandro Navarro; da lo mismo) que utiliza la
coartada del imperialismo norteamericano para justificar a un “gobierno amigo”.
Sin descartar la primera alternativa, nos inclinamos más bien por la segunda
posibilidad. La razón es la siguiente: no es la primera vez que ocurre algo
parecido.
Quienes
están al tanto de la historia de la ex DDR saben que la dictadura de ese país
justificaba todos sus crímenes en nombre del antifascismo. El antifascismo
llegó a ser para la “nomenklatura” del Este alemán, una coartada destinada a
legitimar todas las aberraciones cometidas por la dictaduras de Ulbrich
primero, de Honecker después.
Las
matanzas de obreros en Berlín, el año1953, fueron explicadas como un acto
heroico en contra del revanchismo fascista. La supresión de los derechos
básicos, de opinión, de prensa y sobre todo, de movimiento, eran dadas a
conocer como medidas para combatir el resurgimiento del fascismo. El mismo
muro, esa vergüenza de la historia, fue presentado como una barrera destinada a
detener el avance del fascismo. Hubo de aparecer el libro de la politóloga
Antonia Grünenberg, Antifaschismus - Ein deutscher Mythos (antifascismo, un
mito alemán) Rowohlt Verlag, Reinbek 1993) para que muchos alemanes del Este
cayeran en cuenta del chantaje moral a que habían sido sometidos. La cantidad
de crímenes cometidos en nombre del antifascismo era simplemente gigantesca,
solo superados por los cometidos en nombre del antimperialismo.
Tanto
el antifascismo como el antimperialismo, sobre todo en su forma inicial, la de
anticolonialismo, fueron lemas que movilizaron a multitudes de jóvenes
idealistas. Nadie llegó a imaginar como principios tan nobles serían alguna vez
utilizados para justificar a dictaduras, tal como justifica a la de Maduro, el
inefable Mélenchon.
Si las
razones “antimperialistas” que motivan al dirigente de la izquierda francesa
son ideológicas, psíquicas, o simplemente el producto de una maldad no banal,
solo lo sabe el mismo. Lo que seguramente no sabe es que con esas declaraciones
está liquidando, quizás para siempre, a la propia noción de izquierda nacida
precisamente en Francia como expresión de la libertad y no para justificar a
dictaduras corruptas como la de Maduro en Venezuela.
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