Por Rafael Rojas
El año 2015 marcó uno de los
mejores momentos de la integración latinoamericana en toda su historia. Arrancó
con el restablecimiento de relaciones entre Estados Unidos y Cuba y con el
avance definitivo del proceso de paz en Colombia. En la cumbre de la Comunidad
de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), en San José, Costa Rica,
participaron los 33 países miembros. Y a la de las Américas, en Panamá, unos
meses después, asistieron los mismos 33, incluida Cuba sin ser miembro de la
OEA, más Estados Unidos y Canadá.
Dos años más tarde, en la
nueva cita de la Celac en Punta Cana, República Dominicana, sólo se acreditaron
ocho presidentes, casi todos, de países afiliados a la Alianza Bolivariana de
Nuestra América (ALBA). En poco más de un año, el integracionismo se había
deprimido de manera dramática ¿Por qué? Según los medios oficiales cubanos y
venezolanos, y sus no pocos partidarios en la izquierda iberoamericana, la
crisis de la Celac era consecuencia de la llegada de la derecha al poder en
Argentina, Brasil y Perú. Sin embargo, un análisis histórico más preciso
permite sostener que en 2016, ya gobernando Mauricio Macri, Michel Temer y Pedro
Pablo Kuczynski, los foros regionales se mantuvieron a flote.
El
quiebre de América Latina y el Caribe se produjo cuando la crisis venezolana
llegó a un punto de no retorno en octubre de ese año, con la desestimación del
referéndum revocatorio por el Consejo Nacional Electoral y la posposición
indefinida de las elecciones locales y regionales. Es entonces que la oposición
comienza a manifestarse en las calles, primero gradualmente, y a partir de
marzo de 2017, tras el intento de transferencia del poder legislativo de la
Asamblea Nacional al Tribunal Supremo de Justicia, de manera sistemática. A
partir de abril, el tema venezolano comienza a dividir a los gobiernos
latinoamericanos en varios foros: Mercosur, Unasur, Celac, OEA.
Entre marzo y mayo, cuando el
gobierno de Nicolás Maduro idea la solución de una Asamblea Constituyente, las
protestas populares se habían vuelto cotidianas y a inicios del verano cobraban
más de 100 víctimas. Para entonces, ya las cancillerías latinoamericanas se
posicionaban, especialmente dentro de la OEA, sobre el conflicto venezolano.
Todas favorecían el diálogo entre gobierno y oposición, dando por sentado que
en el país se vivía algo cercano a una “crisis humanitaria”. Pero se dividían
en cuanto a la solución constituyente: la mayoría de los países continentales
se oponía a esa salida y sugería la recuperación del calendario electoral,
mientras que las naciones de la ALBA (Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Cuba y
varias islas del Caribe) secundaban al gobierno.
Colombia,
Perú, México y Chile fueron los primeros en rechazar la amenaza militar de
Trump contra Venezuela
Al enfrentar las posiciones de
México, Colombia, Perú, Argentina e, incluso, Chile y Uruguay, dos países
gobernados por la izquierda, Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y la canciller
Delcy Rodríguez aseguraban que esos gobiernos respondían a presiones de
Washington. Pero no fue hasta fines de julio de 2017, días antes de la elección
de la Asamblea Constituyente, que la administración de Donald Trump adoptó las
primeras sanciones contra el gobierno de Maduro. Desde marzo, casi todos los
gobiernos latinoamericanos habían hecho, por sí mismos, una interpretación
crítica de la realidad venezolana. La mejor prueba de que esa posición no
repetía mecánicamente la perspectiva de Estados Unidos es que en cuanto Trump
hizo amenazas de intervención militar, los primeros gobiernos en rechazarlas
fueron el colombiano, el peruano, el mexicano y el chileno, cuatro de los más
enfáticos en el cuestionamiento de la deriva autoritaria.
La idea de que América Latina
reacciona contra la crisis venezolana por entreguismo a Washington o por
interés en el petróleo venezolano no es sostenible con un mínimo de rigor
analítico. No es popular la hipótesis, pero tal vez haya que darle crédito a lo
que esos gobiernos acaban de afirmar en Lima: se oponen a la Asamblea
Constituyente porque, como la fiscal general Luisa Ortega Díaz, la consideran
violatoria de la Constitución de 1999 y de la democracia venezolana. Todos los
gobiernos latinoamericanos, menos el cubano, son democráticos, y, a pesar de
que apuestan por la integración unánime a los foros regionales, rechazan que un
país de la misma comunidad abandone el orden democrático.
La narrativa hegemónica en los
medios cubanos y venezolanos es que el rechazo continental a la opción
autoritaria de Maduro forma parte de un golpe de Estado. Un golpe mítico o
metahistórico, que sería, en el fondo, el mismo golpe que dieron a Jacobo
Arbenz en Guatemala en 1954, a Joao Goulart en Brasil en 1964, a Salvador Allende
en 1973 y al propio Chávez en 2002. Un golpe que llaman “blando” o “suave”, y
que emparentan con los que depusieron a Manuel Zelaya, Fernando Lugo y Dilma
Rousseff en los últimos años. Se trata de una narrativa que, supuestamente, se
basa en la historia, pero que no podría ser más anacrónica y ahistórica.
La historia no pasa, es
siempre la misma, en ese relato. No es historia, es propaganda. Sus defensores
pueden aceptar que Maduro no es Allende, pero están convencidos de que sus
enemigos son siempre los mismos: el imperialismo yanqui y las derechas locales.
Si así fuera, ¿por qué la mayoría de los países latinoamericanos rechazó los
golpes contra Chávez y contra Zelaya y hoy apuesta por la integración plena de
Cuba? La Guerra Fría no ha concluido, según los ideólogos cubanos y
venezolanos. No pueden reconocer que las transiciones democráticas de fines del
siglo XX renovaron la cultura constitucional latinoamericana y que esa
renovación se refleja en la diplomacia.
No sólo los gobiernos, también
las esferas públicas de cada país latinoamericano son mayoritariamente críticas
de la destrucción de la democracia venezolana emprendida por el gobierno de
Nicolás Maduro. No hay otra definición para un proceso que parte del
desconocimiento de un parlamento opositor y de instrumentos constitucionales
para la solución de conflictos como los referéndums y las elecciones ¿Cómo no
llamar dictatorial la activación desde el poder ejecutivo de una asamblea
constituyente, sin referéndum, cuyos más de 500 miembros son todos partidarios
del gobierno y que durará dos años, hasta las próximas elecciones
presidenciales?
La crisis venezolana tiene un
origen político preciso: la cohabitación imposible entre dos poderes legítimos,
el ejecutivo de Nicolás Maduro y el legislativo de la Asamblea Nacional
opositora. La solución a ese dilema debió encontrarse en los propios mecanismos
constitucionales de la Carta Magna del 99. Si el madurismo prefirió otra ruta
es porque temía someterse a un referéndum revocatorio y a unas elecciones
competidas. Las democracias latinoamericanas, con todas sus limitaciones y
arbitrariedades, reprueban ese despotismo.
Rafael Rojas es
historiador.
29-08-17
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