Mibelis Acevedo D. 05 de septiembre de 2017
@Mibelis
Los
autócratas necesitan del silencio. El silencio de otros, eso sí, pues los oídos
propios sólo alcanzan para escucharse a sí mismos.
En la
batalla de las palabras difícilmente se dejarán ganar: la suya no es arenga que
convide al intercambio, es una que aspira a la obediencia, al eco de la voz que
viene “de arriba”, un “Yo” transmutado e implacable que se desgrana sin cesar.
De allí la abundancia de una retórica signada por el horror vacui, donde no
sobrevive espacio para la irrupción de la diferencia, para el verbo en
contraste, para el reclamo que los desafía; de allí la obsesión por censurar el
pensamiento que no los acaricia ni los acompaña. El narcisismo hinca en ellos
su espina, cuando el Síndrome de Hubris -esa urgencia enfermiza de acumular
poder que emborracha a quienes ocupan posiciones de conducción- aparece para
adulterar la perspectiva.
Los
autócratas necesitan dar fuelle a la inercia ajena. Mientras más abandono hay
en el enemigo, mientras en este la sensación de derrota crece y se arraiga,
mejor se mueven. Apuestan al desaliento, a la idea de que es imposible remontar
el fracaso, un virus que viaja raudo y conquista los espíritus, invalidándolos
poco a poco, paralizándolos, despojándolos de su capacidad de conectarse,
robándoles candelas para la acción. Saben que ante una mayoría amplia pero
dispersa, sin vínculos, imponerse por la fuerza es labor menos ardua. Si el
poder, como decía Hanna Arendt, es " la capacidad humana para actuar de
manera concertada", entonces el objetivo del taimado mandamás será quitar
poder a quien lo adversa trizando sus posibilidades de juntarse y hablar, de
interactuar y entenderse. Optará luego por bombardear esa reserva de ánimos, la
esperanza, por sembrar allí minas de pasiones tristes: habrá logrado así
neutralizar incluso la potencia individual, que poco o nada puede hacer
desligada del consenso del grupo.
Los
autócratas necesitan, por eso, inspirar la sospecha, el mutuo temor, pues por
esa vía frustran la oportunidad de acuerdos en el bando contrario. Topamos allí
con la distópica visión de una no-sociedad, signada por el aislamiento: el del
gobernante respecto a sus gobernados, el de estos entre sí. La pluralidad
propia de la sociedad democrática, la humana necesidad de actuar y hablar
juntos para organizarse políticamente, entra en contradicción con los designios
del liderazgo autocrático. De modo que la política, el intercambio en la polis
para el actuar en común, se les hace praxis hostil; la libre asociación, una
amenaza, tanto como la acción de partidos e instituciones independientes. No
extraña que en su fecunda paranoia el poderoso eche mano del ataque preventivo,
a fin de tomar al presunto enemigo “por sorpresa”, activando una suerte de
justicia anticipada que corta el paso a quienes “conspiran” en su contra, a
quienes, por ende, “traicionan a la patria”: otra redonda coartada, por cierto.
En el fondo, endosar su propia maldad a otros, negar la verdad de otros, es una
aséptica forma de liberarse de ambas.
Los
autócratas necesitan así de la mentira, y se vigorizan cuando logran que hasta
sus adversarios vean verdad en ella. En el marco de una comunicación
híper-controlada y potenciada por las más torvas herramientas del marketing
político, la posverdad, transformada en rutina institucionalizada, procura el
tóxico objetivo de transfundirse no necesariamente para suplantar la verdad
factual, sino para lograr que su cinismo sea admitido. Tergiversar la
información para construir una imagen deformada de la realidad e involucrar al
resto -propios y ajenos- en la aceptación de ese constructo, es el sello de esa
dinámica. Cuando los límites entre exactitud y fraude se borran por esta
fullera vía, esta suerte de simulacro que elimina la compleja tensión con la
realidad, muchos se vuelven vulnerables al dominio. En estas condiciones, y
bajo esa posmoderna tiranía ejercida desde la anchurosa plataforma de la hegemonía
comunicacional –sin olvidar redes sociales, donde verdea la dificultad para
adivinar cuáles fuentes son fiables e independientes y cuáles no- al ciudadano
sitiado por la sospecha inducida quizás le cueste reconocer la pezuña de la
mentira organizada.
En
medio de la incertidumbre que genera tan oscuro parador, las opciones de
reacción lucen limitadas. No es fácil contener los cuerazos del autócrata, pero
no darle lo que necesita tal vez puede ayudar a enfrentarlo. Oponer palabra
efectiva al silencio impuesto, acción estratégica a la inercia, vínculo
práctico a la sospecha, terca unidad de propósito frente al ánimo de
fragmentarnos, mecanismos de difusión efectiva de la verdad factual para
desactivar la mentira, siguen siendo alternativas ante la asfixia. Cualquiera
que sea la forma de aplicarlas, todas ellas pasan por recordar, eso sí, que el
poder de una mayoría sólo existe mientras exista como esfuerzo conjunto. De
allí que el principal resorte de las movidas de estos mandones sea dividir,
dividir para vencer. En eso -lo sabemos- siempre están.
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